2 de abril de 2023
Las botas de los hombres armados emiten un sonido raro.
«Raro cuando las pisan con fuerza, sobre todo en la noche», trata de explicarme Birleyda Ballesteros, defensora de derechos humanos y coordinadora de la mesa de víctimas que ha dejado la guerra en Apartadó, en el Urabá antioqueño.
Nacida en Acandí pero criada en Turbo, Birleyda fue víctima de violencia sexual y ha tenido que desplazarse varias veces, una de ellas, luego de que la guerrilla de las Farc asesinó a su primer esposo. Desde hace 17 años, además, uno de sus cuatro hermanos está desaparecido. Por eso no quiere volver a oír la pisada de unas botas calzadas por hombres armados. Que no es una pisada cualquiera.
«Cuando yo era niña eso estaba muy alborotado en Turbo. ¡El sonido de las balas era como una canción, Dios mío! Recuerdo que en el barrio escuchábamos en las noches las botas de los hombres armados y esas botas siempre suenan raro. Cada mañana, cuando me levantaba, veía ese pocotón de cositas de las balas, los casquillos. Y no quiero volver a vivir esa zozobra tan brava. Esas botas yo no quiero volver a oírlas». Los ojos se le acaban de poner llorosos.
Desde su oficina en el barrio 4 de junio de Apartadó -que también es casa y también es peluquería, porque si algo le gusta es hacer cortes y trenzas-, Birleyda se ha convertido en una de las voces más autorizadas para hablar de paz, reconciliación, reparación a las víctimas y conflicto. Por eso llegué hasta allá, una mañana soleada y bochornosa, de casi 30 grados centígrados. Fue cuatro días después de que el presidente Gustavo Petro ordenara la suspensión del cese al fuego con el Clan del Golfo, bautizado con ese nombre por el Gobierno, las autoridades, varios analistas y medios. La organización criminal se hace llamar Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) y así, como “los gaitanistas”, los conocen muchos de los habitantes del Urabá antioqueño, el Darién chocoano y el Bajo Atrato, que es la región donde nacieron.
«Yo sí le suplico al señor presidente Petro que por favor haga el esfuerzo de hablar con todos, con todos los grupos armados, porque sinceramente me siento muy cansada de esta guerra y los que nos vemos más afectados somos los que estamos aquí», asegura Birleyda mientras hace a un lado las fotocopias de cédulas ampliadas al 150% con las que ayuda a decenas de víctimas a realizar trámites kafkianos para hacer valer sus derechos. No corre el viento y la ropa se pega al cuerpo pero su maquillaje y su peinado se mantienen intactos.
Para referirse a la violencia que se vive en la zona, Birleyda traza una línea en agosto de 2022, no el 31 de diciembre, cuando el Gobierno Nacional anunció el cese al fuego con las AGC sin poner a funcionar un mecanismo de verificación que monitoreara su cumplimiento.
«El año pasado hubo un momento en que la población quedó confinada durante varios días, vivíamos con zozobra a toda hora, yo de mi casa no me movía y lo único que veíamos pasar por las calles eran motos con policías sentados espalda contra espalda, uno manejando y el otro mirando al otro lado, con el fusil listo para reaccionar si los atacaban». Es su forma muy personal de traducir lo que produjo el ‘plan pistola’ decretado por el Clan del Golfo a mediados del año pasado, que a su vez le siguió a un paro armado en mayo, como respuesta a la extradición a Estados Unidos de ‘Otoniel’, su jefe máximo. Según la Policía Nacional, la organización llegó a ofrecer entre 1.000 y 5.000 dólares por cada policía muerto.
Desde hace unos ocho meses la situación ha estado relativamente tranquila, dice Birleyda, incluso después de la decisión que Petro tomó hace 15 días. Los datos oficiales de la Policía de Urabá así lo confirman, el terror de las AGC no se ha sentido últimamente (aunque en parte eso también se debe a que son el actor armado hegemónico en la zona). Y sin embargo la zozobra no se va, se respira, es como el vapor contenido de una olla a presión que en cualquier momento explota.
Lo que ella siente, lo que ella pide, es lo mismo que sienten y piden otros líderes sociales de la región: «Que piensen primero en los que estamos en los territorios». «Si la paz va a ser total pues que se sienten con todo el mundo, que no dejen a nadie por fuera». «Eso del sometimiento no seduce a nadie, hay que buscar otros caminos». «Queremos ser facilitadores de paz porque somos los que estamos en medio del conflicto, quién mejor que nosotros para sentarse con los actores armados y el gobierno».
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Nada más bajar de la lancha que en 50 minutos atraviesa el Golfo de Urabá y lo lleva a uno de Turbo a Unguía aparece un grafiti grande, en letras negras, que dice “AGC presente”. Está en la construcción pintada de blanco y azul que intenta hacer las veces de puerto de este municipio chocoano de casi 13 mil habitantes, rodeado por el río Atrato, la selva del Darién y el mar Caribe. La sigla -cuando está en un grafiti la G es cuadrada, no tiene curvas ni redondeces- reaparece luego en varias fachadas de casas y de negocios, en banderas, en pasacalles que atraviesan los caminos que llevan a algún corregimiento o vereda.
Es la sigla omnipresente de un grupo armado omnipresente en el municipio. Las AGC no solo controlan el territorio por las rentas de negocios ilícitos como el narcotráfico, el tráfico de migrantes y la minería. También deciden si se pueden o no talar los bosques, por ejemplo, y dominan varios aspectos de la vida cotidiana, incluidas acciones tan sencillas como desplazarse de un lugar a otro. «Por aquí no se mueve un dedo sin que ellos den permiso», dice un habitante apurado y en voz muy baja, antes de seguir de largo por una de sus pocas calles pavimentadas.
Marisol Ruiz es coordinadora de la mesa de víctimas de Unguía. El 27 de febrero de 1990, un grupo de paramilitares que estaban bajo el mando de Fidel Castaño asesinaron a su hermana mayor, Nohora, en el parque principal del pueblo. Lo hicieron junto a cinco personas más, todas militantes de la Unión Patriótica (UP).
«Yo estaba en la casa, me acuerdo que hicieron los disparos y eso fue justo después de la novela ¿Por qué mataron a Betty si era tan buena muchacha?, un martes como a las 10 de la noche. A mi hermana la estaban asediando desde días antes, le dejaban sufragios por debajo de la puerta y cuando yo barría el patio encontraba las pisadas de las botas. Y nunca se me olvida, después de la masacre un policía fue a buscarme a la casa y cuando le abrí me estaba apuntando con el arma… yo quedé en shock y así fue como me dijo: “Vamos que a su hermana la mataron”. Pero yo no era capaz de caminar un paso».
Las amenazas alcanzaron a Marisol y tuvo que desplazarse a Medellín, a la casa de una tía en la Comuna 13, pero la tristeza le pudo muy pronto y a los tres meses regresó al Chocó. «Eso aquí después del año 90 fue atroz, uno se acostaba y al otro día la pregunta era a quién le tocó anoche, quién alcanzó a volarse».
A Marisol la respetan y le tienen mucho cariño en Unguía. La abrazan y la saludan en todas las calles. Aunque nació en Anzá (Antioquia), a los 2 años llegó con su familia al Chocó y se considera tan unguieña como Vanessa Mendoza, la primera reina negra de Colombia. A sus 55 años Marisol compone, junto con dos compañeras, una tríada de mujeres valientes y frenteras, todas víctimas de la violencia, que poco a poco han “asaltado los espacios políticos” de Unguía. «Queremos aportar un granito de arena para que la paz sea una realidad en nuestro territorio. Ahora que sí podemos hacerlo, le decimos a la gente la verdad donde sea, porque antes no podíamos».
Fue con una de esas verdades que el trío de mujeres le sacó un par de lágrimas al Alto Comisionado de Paz, Danilo Rueda. Sucedió en la cuenca del río Cacarica (Chocó) el 21 de marzo, solo dos días después de la suspensión del cese al fuego con el Clan del Golfo, cuando le leyeron una carta en la que le suplicaban buscar la paz con todos los grupos armados y echar para atrás la orden de Petro.
Estaban reunidos de manera privada mientras llegaba al lugar la vicepresidenta Francia Márquez, quien encabezó el acto oficial en que el Estado colombiano les pidió perdón a las víctimas de la Operación Génesis -ejecutada por militares de la Brigada XVII del Ejército, entonces comandada por el general Rito Alejo del Río- y de la Operación Cacarica -ejecutada por las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá-, que en febrero de 1997 forzaron al desplazamiento a casi 500 personas y mostraron el grado máximo de sevicia al que puede llegar un ser humano, cuando un grupo de paramilitares decapitó a un campesino y luego jugó con su cabeza como si fuera un balón de fútbol. En 2013, en parte precisamente gracias al trabajo de Danilo Rueda como director de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, la Corte Interamericana de Derechos Humanos declaró que el Estado colombiano era responsable por el horror que se desató en la zona en 1997.
Antes de que comenzara ese acto público de perdón, Marisol y sus compañeras lograron tener unos minutos a solas con el comisionado de paz, y le expresaron sus más profundos temores. «Es que no es justo, aquí ahora tenemos una preocupación inmensa por la decisión del presidente de acabar con el cese bilateral, tememos por la seguridad de toda la comunidad. Nosotros creímos en Petro y ahora nos sentimos defraudados», le dijeron a Rueda.
«Cuando yo le estaba hablando me dio como un tuqui-tuqui [Marisol señala la garganta para expresar que se le quedaron atragantadas las palabras] y el comisionado notó eso y me dijo: “Tranquila madrecita, que todos estos impasses se tienen que arreglar”. Y nos aconsejó que oráramos mucho».
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La historia de Luis Fernando Hinestroza tiene algo en común con la de Marisol. Su hermano mayor, líder estudiantil de 19 años, fue asesinado en Chigorodó por militar en la Unión Patriótica en 1988, cuando Luis Fernando era un adolescente de 17. Después llegaron por él al colegio y le tocó huir con lo que tenía puesto hasta llegar a Puerto Wilches (pleno Magdalena Medio). «En ese momento yo iba con la maldad, entonces me regalé para el Ejército y dije: “voy a matar a todo el mundo”. Esa era mi mentalidad, me tenía que desquitar, pero presté mi servicio militar y mentira, allá me fue muy bien y pues esa idea desapareció, fui un soldado sobresaliente».
En 1991, Luis Fernando regresó al Urabá y la única oportunidad que encontró sobre la tierra fue la de trabajar en fincas bananeras, lo que a la postre le dio los argumentos y la fuerza para algo que se venía incubando en su interior desde antes: «Me convertí en sindicalista porque siempre he tenido como la vena de trabajar por la gente».
A pesar de los riesgos que corre por representar a las víctimas de la violencia en Chigorodó y de ser un reconocido defensor de derechos humanos, a sus 52 años Luis Fernando va de un lado a otro solamente acompañado de una bicicleta. Tantas veces han “venido” por él, la guerrilla por haber sido soldado y los paramilitares porque supuestamente es guerrillero, que dice que con la bicicleta se siente más libre y le basta y le sobra. Así fue como llegó a la cafetería de Chigorodó donde nos encontramos para conversar y donde tres de cada cinco personas querían saludarlo y darle la mano.
Casi una semana antes de que Petro suspendiera el cese al fuego, líderes sociales como Luis Fernando en Chigorodó, Birleyda en Apartadó y Marisol en Unguía, escucharon “el campanazo” y, viendo que la violencia en el Bajo Cauca no daba tregua, se reunieron para “ponerle el pecho” a la crisis.
«¿Nos vamos a encerrar otra vez? No. Ahora es cuando más fuerte tienen que oírnos», asegura Hinestroza.
Por eso, el 13 de marzo pasado convocaron en Necoclí a 11 coordinadores de mesas de víctimas y crearon la “Mesa Permanente Humanitaria y Paz Total de las víctimas de la violencia de la región de paz Urabá, Atrato y Darién”. Cuando esta historia se publique, esa mesa permanente ya le habrá enviado al presidente y al alto comisionado de paz una carta de cinco páginas en la que piden ser “facilitadores de paz” en el proceso de negociación que se haga con las Autodefensas Gaitanistas de Colombia.
En esa carta se lee lo siguiente: “Rogamos a su despacho recomponer un camino de diálogo (…) y tener en cuenta la voz y la participación más efectiva de las comunidades que nos podemos ver afectadas directamente (…) Nosotros hemos creído que un gobierno del cambio y para la vida se debe centrar en buscar soluciones eficaces para proteger a las comunidades y librarlas de la revictimización, sin límites de esfuerzo y recursos, por eso vemos hoy con total asombro que algunos miembros destacados de la bancada de gobierno en el poder legislativo y funcionarios de la rama ejecutiva enarbolan discursos aferrados a la guerra y a la creación de un enemigo público contra el cual descargar toda la acción militar del Estado”.
—¿Qué tan prudente es visitar la zona donde nacieron las AGC la semana siguiente de que se rompa el cese el fuego con ese grupo armado? —le pregunto a Hinestroza mientras nos tomamos un café sin azúcar.
—Pues ahora está calmado, hemos venido moviéndonos por las comunidades y por suerte no se ha presentado todavía algo, pero sabemos que los actores están aquí, entre nosotros, uno a veces hasta ni sabe con quién está hablando, quién lo saluda, quién es el que se sienta al lado, entonces como estamos en medio de ellos y ellos están en medio de nosotros, pues queremos luchar para que se reverse esa suspensión y el gobierno escuche al pueblo.
—¿Qué le quieren pedir, en concreto, al presidente?
—Queremos que la Mesa Permanente sea acreditada por el gobierno y que nos den la posibilidad de ser facilitadores de paz, no meros negociadores sino facilitadores porque estamos en la región. Ellos están en nuestro territorio, conviven con nosotros, están en los barrios, en las veredas. Hasta pueden ser familia de uno, sin saberlo. Si el gobierno no es capaz de dialogar, nosotros iniciamos el diálogo con los actores y el gobierno, porque esto ya necesita otras dinámicas.
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El 23 de octubre de 2021, el entonces presidente Iván Duque anunció en una rueda de prensa que la captura de Dairo Antonio Úsuga, alias ‘Otoniel’, era el golpe que marcaría “el final del Clan del Golfo”. Un año y medio después las AGC no solo son el grupo armado y narcotraficante más grande de Colombia, sino que pasaron de estar presentes en 12 departamentos a hacer presencia en 20, según lo reveló hace unos días el defensor del Pueblo Carlos Camargo.
De acuerdo con cálculos de la Policía Nacional, las AGC reunían, a finales del año pasado, cerca de 3.800 hombres y controlaban entre el 30% y el 60% de las exportaciones de droga desde Colombia.
Es con esa organización criminal que el Gobierno suspendió el cese al fuego, tras culparla de estar detrás de las acciones armadas y el paro minero en el Bajo Cauca antioqueño. Y es con ellos con quienes los representantes de las víctimas del Urabá, el Bajo Atrato y el Darién chocoano quieren sentarse, como facilitadores. El problema es que las AGC no encajan en las definiciones tradicionales de los grupos armados ilegales y hay ciertos aspectos, dicen algunos expertos, que no se han tenido en cuenta para que de manera efectiva dejen las armas y abandonen la violencia y los negocios multimillonarios de los que viven, mucho más allá de una eventual ley de sometimiento.
«Hay un error que es un lugar común y es que como las AGC se derivaron de las AUC por las desmovilizaciones paramilitares son una simple extensión, un apéndice de un grupo paramilitar. Pero no son lo mismo», considera Luis Fernando Trejos, politólogo, profesor de la Universidad del Norte e investigador especializado en el conflicto armado colombiano. Según él, las AGC no son un simple grupo paramilitar pues no son, como plantea la teoría, un grupo contrainsurgente. Al contrario, pelean contra competidores armados que amenazan el control de los territorios donde hacen presencia y eso puede incluir desde el Estado hasta grupos guerrilleros o paramilitares. Eso explica, por ejemplo, los pactos de no agresión y acuerdos que el Clan del Golfo ha hecho con las Farc -antes del acuerdo de paz de 2016- y con el ELN en distintas zonas y distintos momentos.
Otra característica de los grupos paramilitares es que son organizados, promovidos o eventualmente tolerados por el Estado. Y es muy amplia la lista de acciones armadas de las AGC contra la fuerza pública, sobre todo en el Bajo Cauca y el sur de Córdoba. Sin hablar de las operaciones Agamenón I y II, un esfuerzo inédito en la historia de la confrontación del Estado contra estos grupos que terminó con la captura de su jefe máximo, ‘Otoniel’, en octubre de 2021.
«El otro error y lugar común es decir que las AGC son narcos puros y duros, como si las gobernanzas criminales del grupo obedecieran única y exclusivamente al control del mercado de la cocaína. ¿Qué tiene que ver la resolución de un problema de linderos entre vecinos o de violencia intrafamiliar con la regulación del mercado de cocaína? -se pregunta Trejos-. Esta organización necesita ordenar los territorios para poderlos controlar y por eso termina cumpliendo funciones exclusivas del Estado: en muchos lugares son quienes ostentan el monopolio de la violencia, recaudan tributos vía extorsión y a veces hasta administran justicia».
Por el temor que generan esas acciones de las AGC, que la gente debe acatar en los territorios controlados por ellos, ya es posible afirmar, según Trejos y otros analistas como Reynel Badillo, que tienen un componente político. No ideológico, pero sí altamente político. Y su política es tan pragmática que no importa si tienen que pactar el orden social con una guerrilla, con actores institucionales o con otros actores criminales, como grupos paramilitares.
«Lo que está pasando con el Clan del Golfo hay que leerlo dentro de una gran improvisación con la política de “paz total”. Por eso tomaron la salomónica pero desacertada decisión de que solo van a negociar políticamente con organizaciones que hayan tenido origen político, lo que demuestra que el análisis del conflicto actual se hace con marcos de interpretación propios del siglo pasado, cuando hoy en Colombia ya ninguno de estos grupos está luchando por la toma del poder. El factor para determinar si un actor criminal es político debería ser si tiene gobernanzas armadas en los territorios. Y las AGC las tienen todas, además de que cuentan con legitimidad, dan empleo, resuelven problemas que el Estado no resuelve… eso no se acaba porque Petro firme un papel o rompa un cese al fuego».
Con el doctorado obligado que les ha dado la vida, Birleyda, Luis Fernando y Marisol han llegado a la misma conclusión de expertos como Trejos.
«Vamos a ser facilitadores con tal de conseguir la paz porque eso es lo que el territorio quiere. No podemos dejarle el mismo problema que tuvimos en nuestra niñez a nuestros hijos y nietos», dice Birleyda convencida, mientras acaricia la única foto que le queda de su hermano desaparecido, una de esas de carné que él se tomó cuando prestó el servicio militar, en los años 90.
Es una de las pocas certezas que le quedan a Birleyda, acostumbrada como está ahora a ser nómada, a tener que agarrar un morral con dos mudas y ponerle candado a su casa en cualquier momento, si reaparecen las amenazas y los panfletos intimidantes “de los grupos”, como les dice. «Mi carrera [ahora trata de terminar el pregrado de Administración Pública a distancia y ya es tecnóloga en Gestión de Información y técnica en Administración de Granjas Integrales] ha sido con las comunidades, esa es la universidad de la vida, la que me ha enseñado con golpes. Ahí he hecho todos los diplomados de derechos humanos del mundo. Por eso tengo como decir que esta paz sin las víctimas no se puede hacer. El Gobierno tiene que contar con nosotros».
* Con la colaboración del periodista Juan Arturo Gómez