21 de agosto de 2021
Al hombre que tal vez más sabe de consumo de drogas en Colombia no le gusta la marihuana.
Perdón. Según él, no se dice drogas. Es mejor hablar de sustancias psicoactivas.
No es adicción sino consumo problemático o dependiente. No está bien hablar de rehabilitación (porque no se trata de salvar a alguien que está inhabilitado), es mejor hablar de superación de un consumo problemático. Y eso cuando se supera, porque a veces simplemente lo que se necesita es implementar un enfoque de reducción de riesgos y daños.
Hablar de drogas de forma responsable requiere trabajar con el lenguaje, que cambiemos nuestro vocabulario. Al menos eso piensa el protagonista de esta historia.
Julián Quintero hizo parte del equipo que construyó, en 2007, la primera política pública de reducción del consumo de sustancias psicoactivas en Colombia. Fue el primero en el país en hacer análisis y testeo de esas sustancias en espacios de fiesta. Instaló los primeros programas de distribución e intercambio de jeringas para disminuir los contagios de hepatitis y VIH en personas que usan drogas inyectadas (como la heroína). Es uno de los cerebros detrás de los proyectos de ley para regular la marihuana y la cocaína. Es invitado frecuente de la ONU en sus encuentros más importantes sobre el tema en Nueva York y Viena, conferencista en universidades y colegios. Y es autor del libro Échele cabeza: una mirada al consumo de sustancias y a cómo se drogan los colombianos, publicado en marzo de 2020 y elegido hace poco por el Ministerio de Cultura para llegar a todas las bibliotecas públicas de Colombia.
—Fue una noticia muy grata, mi único requerimiento fue que estuviera en los estantes de arriba, lejos del alcance de los niños. Espero que lo lean, lo roben, se lo copien. Ahora solo falta que lo pirateen para entrar a los anales de la historia —dice.
Sus padres lo bautizaron como Julián Andrés Quintero López. Es un gocetas modelo 1978, de barba que ya tiene canas y barriga pronunciada, que con frecuencia se mete en problemas por llamar a las cosas por su nombre, pregona que la guerra contra las drogas es un fracaso y un mundo libre de drogas es imposible, y no olvida que solo un 10% de las personas que consumen tienen problemas (adicción, diríamos nosotros), pero prefiere entender esas sustancias desde el placer que producen.
—Un mundo libre de drogas no existe, quienes nos lo prometieron y han tratado de lograrlo con prohibición y miedo nos mintieron descaradamente. Ahora necesitamos un mundo que sepa convivir en paz con las drogas—, expresa convencido, antes de darle un sorbo al vaso de vodka que tiene en la mano.
—Las drogas no son el problema, el problema son las políticas que las prohíben.
Él también debe hacer un esfuerzo constante por cambiar palabras que ha usado siempre y hoy constituyen su proyecto laboral y de vida, su objeto de estudio.
De todas las sustancias psicoactivas que existen, el alcohol, una legal, es su preferida.
La mina de oro del Estado
El martes 25 de agosto de 2020 Julián Quintero se despertó muy temprano. Estaba nervioso, tenía un «miedito bacano». Aunque la vida seguía alterada por la pandemia de covid-19, ese día por fin se realizó, a las 9 de la mañana, la presentación en sociedad del proyecto de ley para regular la hoja de coca y todos sus derivados, que fue aprobado en el Congreso en un primer debate el 20 de abril de 2021.
El proyecto es arriesgado. Propone que el Estado regule los usos de la hoja de coca según el tipo de producto que de ella se obtenga (sustancia psicoactiva o cocaína, y sustancia no psicoactiva como alimentos o cosméticos), según el tipo de uso que se le dé a ese producto (problemático, no problemático o recreativo, científico, farmacéutico) y según la etapa específica de la cadena de valor en la que se encuentre (cultivo, transformación, distribución, comercialización y consumo). Fue presentado por los senadores Iván Marulanda —Alianza Verde— y Feliciano Valencia —Movimiento Alternativo Indígena y Social— a través de Facebook, y contó con el apoyo de otros 21 congresistas.
La guerra contra las drogas, que nació con la prohibición de la cocaína y la heroína en Estados Unidos por la Ley Harrison de 1914, solo ha hecho del tráfico de esas y otras sustancias uno de los negocios más rentables de la historia. No ha reducido la cantidad de droga que se produce, tampoco el número de sustancias que existen ni el número de consumidores. Más bien lo contrario, las cifras en todos esos campos han crecido exponencialmente a lo largo de los años y van acompañadas de millones de muertes, pues el negocio está controlado por verdaderas mafias transnacionales que han cooptado a los Estados, una industria criminal altamente violenta que es como la hidra de la mitología griega, cuando le matan una cabeza nacen otras diez, más fuertes que la primera.
Una investigación del economista de la Universidad de Harvard Jeffrey Miron demostró, por ejemplo, que en la historia de Estados Unidos la tasa de asesinatos ha sufrido un aumento excepcional en dos periodos muy concretos, y que ambos coinciden con momentos en que la prohibición de sustancias psicoactivas se hizo más fuerte: 1920-1933 (Ley Seca) y 1970-1990.
—Colombia se huele unas 4,3 toneladas al año, pero exporta 1.200. La regulación del mercado de la cocaína, porque es cocaína para echarse por la nariz en una rumba, hay que llamar a las cosas por su nombre, debe pensarse como un proyecto para resolver un problema profundo de violencia y pobreza del campo colombiano, y no el apetito hedonista y estimulante de los consumidores del primer mundo, de los niños de Wall Street. Esto lo necesitamos para resolver un tema de plomo en el campo, que tiene como gasolina el narcotráfico —me explica Julián con un tono de voz impetuoso, vehemente.
Colombia no es un gran consumidor de cocaína. La última Encuesta Nacional de Consumo de Sustancias Psicoactivas, realizada por el DANE y el Ministerio de Justicia en 2019, señala que solo el 2,1% de los colombianos entre 12 y 65 años la ha consumido alguna vez en la vida.
Hoy, tiene más cortes un gramo de cocaína que viaja de Tumaco, en el suroccidente de Colombia, a Bogotá, donde puede valer unos 5 dólares tras pasar por unas 6 manos diferentes antes de llegar al consumidor final, que la misma cantidad que sale de Tumaco directamente a Australia, donde el gramo cuesta hasta 260 dólares, el mercado más caro del mundo para esa sustancia, pero al que llega de muy buena calidad pues solo ha pasado por una o dos manos.
—Lo más preocupante no es solo su bajo costo y su fácil acceso (según la Encuesta Mundial de Drogas de 2018, en Colombia un domicilio de un gramo de cocaína llega más rápido que una pizza), es el nivel de adulteración o pureza. Cuando hicimos los análisis de los bazucos del Bronx, tenían más clorhidrato de cocaína que lo que efectivamente se vende como cocaína. Eso es un peligro y no pasaría si estuviera regulada.
Parte del trabajo de Julián Quintero y de la Corporación Acción Técnica Social, una ONG que cofundó hace 14 años y que hoy dirige, está en asesorar a los que quieren consumirla, decirles cuál debe ser la dosis adecuada según su objetivo, su peso, sus antecedentes y predisposición biológica y psicológica, el contexto y las personas que lo acompañarán en el momento del consumo. Explicarles qué efectos puede producir, con qué pueden mezclarla, cómo enfrentar una posible reacción adversa, una sobredosis.
Si el proyecto se aprueba algún día, los consumidores serán reconocidos como sujetos de derechos y eso significa que podrán demandar una cocaína de calidad —no rendida con polvo de ladrillo o materiales de desecho— que paga impuestos y, sobre todo, no tiene rastro de sangre en su proceso de producción. Legal o ilegal, creen Julián y todos los congresistas que están detrás de la idea, la gente no va a dejar de consumirla.
—[El presidente] Iván Duque dice que va a erradicar 120.000 hectáreas pero cuando termine su mandato va a haber más ‘perico’. Además, aquí nos ocultan que hoy las plantas de hoja de coca de Colombia son 25% más productivas que las de hace 10 años, entonces este man va a salir a decir que bajó de 210 mil a 150 mil las hectáreas y que eso es un gran logro, pero el mercado ni se va a inmutar porque usted con 150 mil hectáreas sembradas en Colombia más las 20 mil de Perú y de Bolivia abastece tranquilamente los 18 millones de narices que hay en el mundo. Eso de reducir 60 mil hectáreas es una victoria falsa, un engaño.
De acuerdo con un informe del Banco Mundial, el lavado de activos representa el 7,5% del Producto Interno Bruto (PIB) en Colombia y el delito que más contribuye en esa cifra es el tráfico de drogas ilícitas. Eso quiere decir, si se toman los datos del 2019, que ese año solamente el lavado de activos produjo cerca de 26.300 millones de dólares.
—El dinero del lavado de la cocaína no mueve la economía colombiana, está claro, pero sí es la cuarta pata que no deja que se caiga. Marica, nos estamos perdiendo un montón de plata, estamos sentados en una mina de oro. Y le digo más, este era el momento perfecto para presentar el proyecto en el Congreso, porque hace cinco o seis años que empecé a proponerlo la posición de los indígenas era desesperante, muy cerrada, inflexible, que ‘cómo así, si la coca es solo para uso ancestral’. Pero ya con Feliciano Valencia a la cabeza dijeron ‘listo, nosotros solo pedimos que respeten nuestro uso ancestral’. Ese proyecto me encanta, es mi preferido e impulsó la Alianza Interpartidista por la Reforma de las Políticas de Drogas, que promovimos y que firmaron 35 congresistas de casi todos los partidos, incluido el Conservador.
—¿Y alguien del Centro Democrático se subió en ese bus?
—No. El único que no firmó obviamente fue el Centro Democrático, e igual nosotros tampoco queríamos que firmara. En esa coalición están los indígenas, los liberales, Cambio Radical, La U, Roy (Barreras), (Gustavo) Bolívar, Aida Avella… Cuando los juntamos nos dimos cuenta de que tenían varios intereses en común y decidimos asesorarlos para que radicaran cuatro proyectos de ley distintos, que también ayudamos a investigar y escribir: dos sobre marihuana, el de coca y cocaína y uno sobre regulación de dispositivos electrónicos para el uso de nicotina.
—Ya que menciona a Gustavo Bolívar, usted habla muy bien de él en su libro, lo califica de audaz, y dice que es el «primer político en reconocer a los consumidores de droga como ciudadanos y no como enfermos y delincuentes». Pero es inevitable recordar que es el creador del género de las ‘narconovelas’, con todo y la promoción de la cultura ‘traqueta’ que eso implica…
—Yo creo que en el fondo él está intentando resarcir su daño y le ha demostrado a la sociedad que no era tan tonto como pensábamos. Yo nunca he visto a un político tomar tantas notas como él, es muy juicioso, estudioso, se sienta, lee, hace todo para tenerla clara. Y aprende muy rápido. Fue Bolívar el que radicó un proyecto del que yo escribí como el 40%, y se comprometió a fondo para sacarlo adelante. Aunque no me gustó el nombre final que le pusieron: «Regulación y control del cannabis de uso adulto». La palabra es recreativo, en el mundo se dice recreativo, hay que dejar de estar disfrazando las cosas, ese es el problema siempre, que todos cuidan las palabras y las formas y así terminan tergiversando la idea central: es marihuana recreativa para sentarse a fumar y a parchar, y que de paso pague impuestos. Eso es. Punto.
El proyecto de ley del que habla fue radicado el 17 de septiembre de 2019 pero se archivó el 20 de junio de 2020, por tránsito de legislatura. Lo presentaron ocho congresistas de cinco partidos distintos. Insistentes, 33 congresistas (liderados por los representantes Juan Carlos Losada y Juan Fernando Reyes Kuri, del Partido Liberal) volvieron a presentar, el 20 de julio de 2021, un proyecto para regular el cannabis de uso adulto, que por ahora solo tiene publicada una ponencia para primer debate. Otra mina de oro que sigue sin ser explotada.
Un burócrata que saca barriga
Julián Quintero hizo seis semestres de Derecho en Pereira y luego viajó a Bogotá para estudiar Sociología en la Universidad Nacional, de la que se graduó en 2006. Poco después entró a Colombia Joven, un programa de la Presidencia de la República. Su misión era hacerse cargo de los temas de salud sexual y reproductiva y de los relacionados con consumo de drogas. Por eso resultó metido en el equipo que construyó la primera política pública nacional para la reducción del consumo de sustancias psicoactivas.
He escuchado a Julián en muchas ocasiones definirse como anarquista. Por eso me intriga tanto que haya aceptado trabajar para un programa presidencial, y además durante el mandato de alguien que representa todo lo opuesto a la visión que él tiene del mundo.
—¿Cómo fue trabajar para la presidencia de Álvaro Uribe, un político de extrema derecha, con uno de los gobiernos más represivos y prohibicionistas en materia de drogas de nuestra historia?
—Pues vea, yo en ese momento creía, ingenuamente, que se podía cambiar el sistema desde adentro, pero hoy ya no creo eso. Es que es muy lento, por lo menos en la escala en la que yo estaba todo era lento y difícil, sí creo que se puede cambiar desde adentro pero de ministro para arriba, de narco para arriba, ni siquiera como congresista, porque tendrían que ser muchos congresistas peleando juntos por lo mismo para que algo pasara; pero en lo técnico, de ministro o director para arriba, y eso que incluso los ministros están al vaivén de la política, de pronto siendo presidente se puede cambiar algo… la cosa es que en el nivel en que yo estaba no se puede hacer mucho. Pero en ese tiempo todavía era ingenuo y por entrar a trabajar al gobierno todos mis amigos tirapiedra y mamertos me dejaron de hablar durante varios años.
A Julián lo llamó Ana María Convers, con quien había trabajado en la Fundación Antonio Restrepo Barco. Uribe la acababa de nombrar directora de Colombia Joven y ella necesitaba armar un buen equipo de gente joven, que supiera del tema y, además, conociera el movimiento undergound y los colectivos juveniles de grafiteros y punkeros, entre otros.
—Necesitaba un puente con toda esa gente porque el Estado no lo tenía. Acepté y claro, como burócrata uno gana un buen sueldo —reconoce—. Pero me retiré porque me estaban cambiando a mí, saqué barriga, se me pegó la burocracia y viatiqué como loco. Y vea cómo es la vida, me regañaban porque trabajaba los viernes en la tarde mientras todos se tomaban el día después de almorzar.
—¿Y usted sí iba de corbata todos los días a la oficina?
—No, nunca jamás fui de corbata, y eso fue súper interesante porque mis resistencias desde el principio eran en ese sentido, en esa época yo tenía cresta, y me la disfrutaba por completo.
Esa primera política pública nacional que Julián ayudó a diseñar en 2007, en ese cargo burocrático en el que sacó barriga, fue pionera en el continente y sentó las bases para que Colombia, al menos en el papel, comenzara a tratar el tema como un asunto de salud pública basado en la evidencia científica, con un enfoque de derechos que tiene en cuenta a los consumidores. Fue en ese entonces cuando oyó hablar por primera vez de la reducción de riesgos y daños, que hoy es su motor y por lo que él y su organización son reconocidos en el país, en Latinoamérica y, sin exagerar, en el resto del mundo.
—¿Fue fácil que lo contrataran en la Presidencia?
—Fue muy divertido. Había que pasar un estudio de seguridad. Uno mandaba la hoja de vida y luego le hacían una entrevista en la casa. En esa época yo vivía en un apartamentico en Galerías y en los últimos años de la universidad había hecho una investigación sobre la prensa roja y amarillista, me encantaba leer El Espacio, entonces lo compraba y lo recortaba; todavía creía en el periodismo. El caso es que tenía recortes de prensa que para mí eran muy bonitos, pero usted sabe cómo era El Espacio y tenía forrada la pared con eso. Así que imagínese, el señor del estudio de seguridad no decía nada, hacía las preguntas normales y solo miraba, aterrado. Y la historia es fantástica porque me llama la que iba a ser mi jefa y me dice: ‘Oiga, paila, usted no pasó el estudio de seguridad, pero yo necesito que usted trabaje conmigo, entonces voy a hablar directamente con Francisco Santos —en esa época vicepresidente— para que lo reciba y usted hable con él’. Me hicieron la cita, entro a la oficina, el man me mira y dice: ‘Uhmm, yo a usted lo conozco’, y yo ‘pues claro, usted fue el que me devolvió la historia de Jaime Garzón en El Tiempo dizque porque él era un pagador de secuestros y a los ocho días lo mataron’. Ahí Santos dijo: ‘Yo a este lo conozco, apruebo el estudio de seguridad de este tipo’, y solo por eso pude entrar a trabajar al gobierno.
Durante mucho tiempo, Julián Quintero quiso ser periodista. Desde los 16 años escribía en el diario El Otún, de Pereira. Fue coordinador de la Revista Camaleón y luego hizo parte de la primera promoción de Código de Acceso, la escuela de comunicación para jóvenes de la Casa Editorial El Tiempo, donde yo lo conocí a principios del 2000.
Unos meses antes, sin embargo, el 13 de agosto de 1999 para ser más precisos, se selló su desencanto con el periodismo.
—Cuando matan a Jaime Garzón me llaman de El Tiempo porque sabían que había sido la última persona del periódico en hablar con él para mi tarea final de Código de Acceso. Me fui de una para allá y cuando me senté a escribir tenía a un lado a Enrique Santos y al otro a Pacho, presionándome. Y yo me puse a llorar, no aguanté la presión. ¿Qué creían que acababa de pasar? Ellos estaban ávidos de la historia pero yo estaba destrozado porque habían matado a este man, que no era cualquier man; yo tenía como 21 años y no tuve el callo. Ahí supe que eso no era lo mío y renuncié al periodismo porque me pareció que uno no podía tener sentimientos en ese oficio. Yo me moría de ganas por ser periodista, me parecía fantástico, pero no pude.
El brownie y el Alka Seltzer: los pecados del periodismo
Septiembre de 2018.
A Juan Diego Alvira, un reconocido presentador de noticias, le da por ilustrar un informe sobre las posibles consecuencias del consumo de sustancias psicoactivas en el cerebro —sí, cualquier sustancia, están todas en el mismo costal aunque sean muy distintas y sus efectos también varíen radicalmente— diluyendo una pastilla de Alka Seltzer en un vaso de agua.
«Si esta pastilla fuera su cerebro y este líquido que ya van a ver fuera la sustancia psicoactiva, una reacción química muy parecida se produce al momento de drogarse, trabarse pero aquí adentro, en su cabeza, veámoslo —dice Alvira antes de lanzar la pastilla en el agua y de que comience a hacer efervescencia—. Sus conexiones y cableado cerebral se ven muy, muy alterados».
Entre los últimos dos «muy» hay una pausa mayor que en todo lo dicho antes. Es un espacio de microsegundos, pero se siente bastante más largo y le imprime un tono aún más grave, solemne y afectado a la frase.
El periodista se tomó con humor la andanada de críticas que recibió por la forma simplista, errónea y sin ninguna evidencia científica con la que trató de explicar los efectos de todas las drogas en el cerebro, pero para Julián Quintero era necesario ir mucho más allá de las risas y los memes que produjo, que fueron cientos.
—Alvira me llama un viernes y me dice que está haciendo esa historia, que lo ayude, yo estaba en Medellín trabajando en una fiesta, cuando digo fiesta o festival es porque estoy trabajando, analizando sustancias, cuando digo que me enrrumbé es porque ahí sí me enfiesté, no estoy en horas laborales. Le dije que esperara que volviera a Bogotá y hablábamos con calma y la sacaba el martes. Pero no se aguantó y la nota salió un lunes a las 7 de la mañana. Y vea cómo salió, un desastre.
Al recordar la nota del Alza Seltzer viene a mi mente un comercial de televisión que fue muy famoso en los años 80, en el que la cara de un joven que al principio se ve muy sano comienza a desfigurarse con el paso de los segundos. Los latidos del corazón hacen las veces de una banda sonora aterradora y al final el locutor dice: “Las drogas destruyen tu cerebro, no consumas droga”. Yo era una niña y me ponía muy nerviosa verlo.
Sigue siendo septiembre de 2018.
Un padre denuncia a su hijo de 14 años con las directivas del colegio porque descubre que tiene unos brownies de marihuana en su locker. La historia, que primero aparece en La W y luego en Semana con el título «Todo comenzó por un brownie», se viraliza en cuestión de minutos y moviliza a miles de personas que se lanzan a opinar en redes sociales.
Por las preguntas que el periodista de la revista le hace al padre -planteadas solo para reforzar la creencia de que su hijo es un adicto, sin tener certeza de que efectivamente sea el caso- y por la redacción misma de la historia —sin contexto, sin datos concretos de consumo que eviten las generalizaciones engañosas—, el mensaje que se envía a los lectores es que toda persona que consuma marihuana tiene un problema de adicción y puede terminar consumiendo otras sustancias.
Consumes = eres un adicto = estás enfermo = necesitas tratamiento urgente, debes salvarte.
Pero la cosa está muy lejos de ser así. Según la Encuesta Nacional de Consumo de Sustancias Psicoactivas del 2019, el 8,3 por ciento de los colombianos de 12 a 65 años han consumido marihuana alguna vez en su vida, unos 4 millones de personas. De esos, se calcula que solo unos 305.000 tienen algún problema de dependencia con esa sustancia. ¿El hijo del padre desesperado pertenecía a ese grupo? Nunca lo supimos.
Julián es enfático: todavía no somos conscientes del daño que los medios le hacen a la sociedad cuando tocan el tema con tanta ligereza, aunada a prejuicios moralistas y anacrónicos, y al afán de clicks, reproducciones y rating.
Pocas cosas lo enfurecen más que «el uso cínico y descarado de los niños y jóvenes como escudo para imponer medidas prohibicionistas» o promover, por ejemplo, el regreso de la fumigación con glifosato. Un caballito de batalla del actual gobierno.
—Nada ni nadie podrá impedir que la droga entre en los colegios o las universidades, solo los niños que hayan recibido una buena educación, basada en la confianza y el conocimiento, podrán tomar la decisión de no consumirla. De nada sirven esos decretos dizque para sacar a los marihuaneros de los parques, porque ellos no persiguen a los niños para drogarlos, está comprobado en todos los estudios que su primer acercamiento a las sustancias psicoactivas se da en los hogares y en la escuela, no en la calle.
—Según usted, ¿qué deberían hacer entonces los padres y madres?
—En lugar de tener miedo de llevar a sus hijos al parque porque van a ver marihuaneros, lo que tienen que hacer es educarlos sobre las sustancias y las personas que las consumen, porque un día esos hijos se les van a soltar de las manos y se van a ir solos al parque y es la educación, y no el miedo, la que hará que tomen decisiones responsables. Que les hablen de forma tranquila, sincera y pragmática sobre la existencia de las drogas, sus efectos, riesgos, daños, sobre lo bueno y lo malo de consumirlas, su impacto en la salud mental, física, social y ambiental de la humanidad. Ninguna estrategia policial ni represiva, ningún esfuerzo de los padres por evitar que sus hijos tengan tiempo libre podrá evitar que tengan acceso a las drogas. Educación antes que prevención. Esta generación ya no les tiene miedo a las drogas ni al sexo —dice, y esta última frase va a repetirla varias veces, a lo largo de todos los encuentros que tuvimos para que yo pudiera escribir esta historia.
El 26 de marzo de 2019, el entonces fiscal general Néstor Humberto Martínez apareció en la Comisión Primera del Senado para lanzar una sentencia alarmante: «Estamos a punto de perder una generación en Colombia por medio del consumo de drogas (…) A estas alturas, el 7% de los niños en edad escolar han consumido al menos una vez cocaína».
Quintero sabía que Martínez estaba mintiendo porque, según el informe más reciente para el momento de esa declaración (el Estudio Nacional de Consumo de Sustancias Psicoactivas en Población Escolar de 2016), el porcentaje de adolescentes y jóvenes entre los 12 y los 18 años que han consumido cocaína al menos una vez en la vida era del 3,9%.
Cuando Noticias Caracol llamó a Julián para que saliera en la nota sobre el tema, él le advirtió a la periodista que desmentiría al fiscal con cifras oficiales.
—Pero editaron la entrevista de tal manera que salí respaldándolo. Eso es darle la espalda a la evidencia, es muy irresponsable. Los medios también me buscan mucho para que les ayude con el testimonio de un exconsumidor que se haya «rehabilitado», «salido del infierno de la droga» o que «haya superado este flagelo». Pero cuando les propongo que hagan mejor una historia de alguien que pertenezca al 90% de las personas que son consumidores recreativos y no tienen problemas derivados del consumo, no vuelven a llamarme. Casi todos los consumidores son funcionales, trabajan, estudian, están completamente integrados en la sociedad. Los periodistas suelen decirme que eso no les interesa a sus jefes, que necesitan al niño huérfano que murió de sobredosis de drogas de síntesis o de bazuco [pasta base de cocaína], pero esa historia no es posible porque no existe.
Así es como el 10% acaba siendo el 100% de la imagen oficial sobre los consumidores de sustancias psicoactivas.
De todas maneras, Julián necesita de los medios. Son sus mejores aliados. La rebeldía de este cuarentón también pasa por negarse a publicar papers o artículos académicos y científicos en revistas indexadas, sobre sus investigaciones y propuestas de política pública. Lo suyo es el prime time de los noticieros, son las emisoras más escuchadas de Colombia, las páginas de domingo de los periódicos, los medios independientes y alternativos.
Hijo del machismo paisa
Pereira, parque de Villa del Prado, un barrio de clase media. Es 1993. Julián tiene 15 años y decide fumar marihuana por primera vez. Está con su mejor amigo, Mauricio Ramírez. Para lograrlo, le piden ayuda a un hombre tan bajito que le dicen ‘Chapu’, porque tiene la estatura del Chapulín Colorado; es un tipo de más de 30 años, educado, que trabaja muy juicioso de 8 de la mañana a 5 de la tarde y, solo después de eso, a veces se fuma un porro y juega fútbol.
—Llegó el día y queríamos hacerlo bien, entonces de todos los marihuaneros elegimos al que nos parecía el más serio, era un man que trabajaba, que cuidaba a su mamá, era un tipo decente que nunca negó que fumaba marihuana, un tipo digno. Nunca se me va a olvidar que nos citó en el parque del barrio vecino después de las 8 de la noche, porque los niños no tienen que estar después de las 8 en el parque ni los marihuaneros tienen que estar antes—, recuerda Julián en nuestra segunda conversación pandémica antes de soltar una carcajada sincera, genuina.
Y así lo cuenta en su libro:
«Llegamos puntuales y ansiosos a la cancha, pero había que esperar a que se fueran los niños para fumar tranquilos. Cuando quedamos solos nos sentamos en el columpio, el pasamanos y las llantas. A cada uno nos dio un moño para que le sacáramos las pepas y los palitos, mientras él desbarataba un Piel Roja para sacarle el cuerpo y así armar el porro. En la mitad del proceso llegó ‘Leo Brakets’, el chico malo del colegio donde estudié, el Deogracias Cardona, que también acostumbraba trabarse en ese lugar. Todos nos pusimos en la tarea. Me tocó comenzar y el primer plon (calada) me pateó. Después de eso lo único que recuerdo es que nos reímos mucho, que rodábamos por un abismo mientras seguíamos riendo. Después de reírnos durante horas rematamos con agua y una chocolatina Jet».
—Pero uno no toma una decisión tan consciente y responsable a los 15 años. Si uno de adolescente siente curiosidad por fumar o beber pues lo hace de la primera forma que pueda, ¿no? Me llama la atención que pareciera que desde los 15 usted ya supiera cómo escoger bien, que es lo que hoy les enseña a muchos jóvenes cuando van a tener su primera experiencia con las drogas…
—Ahora que lo dice, para honrar la verdad, yo me di cuenta de esa coherencia y de esa decisión al parecer tan racional muchos años después. Tengo claro que nunca probé la marihuana, ni las pepas ni la cocaína en un contexto de fiesta en el que un desconocido pasara y me ofreciera. Yo entré muy tarde en las drogas, las probé a esa edad pero que yo sea usuario, eso se da después de los 28 o 29 años. Antes era un borracho por la cultura paisa en la que crecí, esa vaina de ‘tome pa’que sea varón’; las sustancias me han gustado siempre pero entonces lo único que me permitía deshinibirme socialmente era el alcohol. Claro, es algo cultural, y hoy es la que más me gusta de todas las sustancias psicoactivas. Es que el punto preciso entre el segundo y el quinto whisky me parece perfecto, me da como confianza, tranquilidad, sonrisa, espontaneidad, no guayabo, no tropel. Y ya sé que donde empiece a subir de ahí se pone densa la cosa, y antes pues quedo como iniciado, incompleto. Con base en eso es que consumo, para conseguir placer y hacerlo de forma responsable.
—¿Y por qué no le gusta la marihuana?
—Creo que eso tiene que ver mucho con las personalidades, o sea, yo soy un man que habla muy rápido, que se está moviendo todo el tiempo, vivo embalado, qué hay para hacer… por eso no me gusta la marihuana, porque me ralentiza, me pone en cámara lenta y esa no es mi personalidad. No tiene nada de trascendental, es como que un día te dan una sopa de tomate y tú ya sabes que el tomate no es lo tuyo. Yo soy más psicoestimulante, como de esa línea.
El MDMA (Éxtasis), la cocaína y las metanfetaminas son algunas de las sustancias psicoestimulantes que existen.
—¿Entre las ilegales, cuál es su preferida?
—La cocaína, y pues depende también del día o el parche. Ya no consumo tanta como cuando era joven, ahora es un poco más calmado. Pero si es como para una fiesta pues una pepa, para cuando voy de paseo, voy al mar o estoy echando piscina todo el día con los amigos pues me como un pedacito de ácido, o a veces simplemente nada. Depende del momento. Tengo un DMT hace rato que no he podido fumarme pero necesita un momento especial, estar con gente bonita, con todos los chicos voluntarios, les dije que apenas pase esta mierda de la pandemia se vengan para mi casa, prendamos eso y fumemos y amémonos porque este mundo se acabó.
Ahora sonríe.
—De todos los tipos de consumidores que hay y usted define muy bien en su libro, recreativos, habituales, psiconautas, terapéuticos, de consumo problemático, funcionales, ¿usted cuál es? ¿Se puede ser varios a la vez?
—Sí, claro. Yo soy experimental cada vez que pruebo algo nuevo. Soy recreativo cuando tomo la decisión de usar mi tiempo libre para usar una sustancia y compartir con mis amigos o compartir conmigo mismo, que es la mayoría de las veces que la uso. Soy realmente muy poco problemático, creo que puedo contar con los dedos de las manos las malas experiencias que he tenido y casi todas están asociadas al consumo de alcohol, a unos malos tragos. ¿Tengo dependencia? Creo que puedo tener una dependencia funcional a sustancias psicoactivas como el café y al ‘chorro’; después de tres semanas sin trago ya me empieza a saltar el ojo y me da tembleque. Pero no, yo creo que me instalo más en un consumo habitual.
—¿Qué significa habitual? ¿Consumir todos los días?
—No, claro que no. Yo si algo tengo clarísimo y respeto mucho es que mi productividad no la asocio a ninguna sustancia psicoactiva, y después de consumir necesito uno o dos días para que mi cerebro esté en condiciones de ser productivo, para recuperarme física y mentalmente. Respeto mucho mi cerebro en ese sentido, nunca asocio a ninguna sustancia mi capacidad productiva mental, eso de que fumo un porro y soy más creativo o me huelo un pase entonces me concentro más, no. Eso no va conmigo.
—Lo que pasa —continúa sin que pueda detenerlo, está encendido— es que a veces también hay un exceso de cordura muy duro, y cuando pasan más de 15 días sin ponerme nada, ya me empiezo a volver loco. Hoy, por ejemplo, llevo ya tres semanas en las que vengo dialogando con el Distrito, cooperación internacional, los ministerios de Salud y Justicia sobre las posibilidades jurídicas y técnicas de abrir una sala de consumo supervisado en Colombia para empezar a darles marihuana a los que están en la calle y manejar ese síndrome de abstinencia tan bravo que desarrollaron cuando empezó la pandemia. Abrir algo así es dar un quiebre más en el paradigma del tema de drogas en este país y llevo tres semanas a ese ritmo y ya no doy más. Entonces hoy lo que voy a hacer es que cuando termine de hablar con usted pues quemo el fusible, pam, y luego me reconecto el lunes.
Es sábado.
Le confieso que no entiendo algo que cuenta en el libro, y es que al llegar a estudiar Sociología en la ‘Nacho’ él era «un conservador de derecha» y egresó como un «liberal de izquierda». Antes de que se vaya a ‘quemar el fusible’ le pido que me explique cómo ocurrió ese cambio.
—Pues por el contexto del que yo venía, mi mamá es profesora, súper pila, escribe, lee un resto, es una nena medio feminista, pero mi papá es conservadorsísimo, fue compañero de colegio de Óscar Ivan Zuluaga en Pensilvania (Caldas), que es el pueblo en el que yo nací. Entonces en mi casa siempre hubo mucha política, mi papá fue concejal muy joven y yo tenía esa influencia conservadora, pero igual era incómoda. Con el tiempo eso se ajustó. Ahora, más que de izquierda yo creo que me fui dando cuenta que soy libertario, liberal de verdad, mejor dicho. Lo de la izquierda también lo cuestiono mucho. Yo soy del campo, nací en un pueblo frío, odio los moscos y el vapor de la selva y nunca quise ser guerrillero, primero por los moscos, por la humedad de la selva y porque las lentejas todo el día no son lo mío, y luego por la incoherencia. Los radicales de la izquierda se parecen mucho a los ‘fachos’ de la derecha. En el Caguán, cuando yo iba como estudiante a ser testigo de los diálogos de paz en la época de Pastrana, los guerrilleros me decían por la mañana que no estaba bien eso de andar reconociendo el consumo de drogas de una forma tan liberal y por la noche se la pasaban pidiéndome ‘perico’ para escuchar salsa revolucionaria; no, todo mal, eso no es coherencia.
En todo caso, detesta que lo llamen experto.
Entre la prevención y la abstinencia
Si bien los primeros ejemplos vienen de principios del siglo XX, cuando se administraba heroína y morfina a las personas que sufrían síndrome de abstinencia por opiáceos, en el mundo se habla de reducción de riesgos y daños desde mediados de los años 80.
Esas cinco palabras -el mantra en el que Julián más cree cuando se habla de consumo de sustancias psicoactivas- son, básicamente, una solución alternativa a las dos de toda la vida, las tradicionales: prevención y abstinencia. Es decir, son un camino intermedio entre «nunca lo hagas» y «si consumes, tienes que dejar de hacerlo como sea».
La tercera vía, la de Julián, es reconocer que millones de personas no van a cambiar su estilo de vida y no quieren dejar de consumir ni necesitan hacerlo. Con base en ese hecho incontrovertible la idea es buscar que el consumo cause el menor daño posible.
El origen de la reducción de riesgos y daños asociados al uso de drogas está en los programas que Reino Unido y Holanda implementaron para responder al altísimo número de muertes por VIH, en contagios derivados del consumo de heroína al compartir jeringas usadas. Hoy, existen ejemplos de reducción de riesgos y daños para todas las sustancias psicoactivas, tanto legales como ilegales.
Según Catalina Gil Pinzón, consultora en políticas de drogas y construcción de paz, este enfoque implica un fuerte compromiso con los derechos humanos y la salud pública y busca beneficiar tanto a las personas que usan drogas como a la sociedad en su conjunto, sin juzgar a los consumidores ni criminalizarlos, castigarlos u obligarlos a dejar de usar las sustancias como condición para recibir apoyo.
En una columna que escribió para La Silla Vacía en julio de 2020, Gil entregó ejemplos muy claros de reducción de daños cuando se consumen sustancias psicoactivas, aunque ninguno de nosotros les ponga ese nombre, por lo mucho que hemos normalizado esas acciones. El más obvio es el de la prohibición de manejar cuando uno se ha tomado sus tragos.
«La premisa es clara —dice Gil en su texto—. El individuo es autónomo para tomar decisiones sobre su cuerpo, incluso si es para intoxicarse con una sustancia dañina, pero se deben reducir los posibles daños asociados a esa embriaguez tanto para sí mismo como para la sociedad, como sería un eventual accidente al conducir borracho. Otros ejemplos de intervenciones para la reducción de daños son las salas de consumo supervisado, programas de intercambio de jeringas, el testeo de sustancias, apoyo psicosocial, iniciativas de empleo y vivienda, prevención de sobredosis y pedagogía sobre el uso menos riesgoso de las sustancias».
Échele cabeza cuando se dé en la cabeza, creado por la Corporación Acción Técnica Social en 2010, es hoy el proyecto más grande de reducción de daños en espacios de fiesta en Colombia y en América Latina. Hasta antes de que apareciera el coronavirus había participado en casi 200 eventos, impactado a más de 90.000 personas de forma directa, analizado más de 6.000 muestras y publicado 44 alertas tempranas junto con el Observatorio de Drogas de Colombia, del Ministerio de Justicia y la Policía, que han salvado vidas. Además, ha aportado con 8 de las 32 nuevas sustancias psicoactivas que desde 2010 el Observatorio de Drogas ha informado que se han descubierto en el país.
Julián explica, orgulloso, que es un trabajo en equipo: los consumidores donan las muestras, la sociedad civil las recoge y las analiza de manera preliminar, las instituciones públicas las profundizan y validan, y la cooperación internacional apoya y acompaña el proceso.
Y aunque la evidencia sobre la efectividad de la reducción de riesgos y daños es abundante —en Australia, donde se implementa, hay casos de prevalencias de VIH de solo el 2%, mientras en China o Vietnam, que se niegan a hacerlo, superan el 80%—, según Gil «el ilusorio mantenimiento de un mundo libre de drogas como meta final imposibilita que varios países las implementen, como es el caso de Colombia». Aquí, a los que defienden estos enfoques con sustancias ilegales «se les tilda de ‘alcahuetas’ o, peor aún, de promover el consumo y no proteger a la población».
A Julián Quintero le ponen esas etiquetas, constantemente.
Después de conocer la sala de inyección de menor riesgo más grande del mundo en Vancouver y otras salas de Barcelona, además de programas sobre el tema en Suiza y Brasil, él y su equipo abrieron en Colombia el primer programa de intercambio de jeringas y material higiénico de inyección. Era 2014 y arrancaron en Cali, Pereira, Dosquebradas (tres ciudades que estaban entre las de mayor consumo de heroína por vía inyectada en el país, en buena medida por su historia con el narcotráfico) y Bogotá, además de hacer investigaciones en Medellín, Cúcuta y Santander de Quilichao.
El problema es que esos programas suelen depender del alcalde o gobernador de turno y por eso muchas veces son intermitentes o se suspenden, como pasó en Bogotá, Pereira y Dosquebradas en 2017.
—No basta con la evidencia, se necesita voluntad política y capacidad técnica para manejar este problema. El caso de Medellín es asombroso: tiene el mayor número de consumidores de heroína por vía inyectada y la tasa más alta de VIH en consumidores y la segunda más alta en hepatitis, pero las autoridades locales insisten en no adoptar acciones de reducción de daños. Medellín tiene cuatro grandes estudios de consumo de heroína, eso es muchísimo, con un estudio hay de sobra para tomar buenas decisiones y con el segundo para validarlas, pero ellos tienen cuatro y en los cuatro se les ha dicho siempre lo mismo: tienen problemas muy serios de consumo, tienen que incluir programas con naloxona (el medicamento para contrarrestar una posible sobredosis), la gente tiene VIH, tiene hepatitis, repartan jeringas, pero no hacen nada de lo que se les recomienda. En cambio, sí tienen un próspero negocio de centros de tratamiento psiquiátrico y venta de metadona.
La metadona se administra para tratar la abstinencia a los opioides. Según un estudio del Ministerio de Justicia de 2017, en Medellín había 3.548 consumidores de heroína ese año, mientras en Bogotá se registraba menos de la mitad, 1.546.
—La última vez que presenté un estudio delante de toda una mesa de expertos dije que Medellín es la ciudad capital más atrasada del país en programas de reducción de riesgo y daño y se emputaron, que me retractara y yo que no, no me voy a retractar, golpe en la mesa, y luego un psiquiatra que fue concejal (Ramón Emilio Acevedo, del Partido de la U) va y dice, en contra de toda la evidencia, que allá no se necesita un programa de intercambio de jeringas porque «el que tiene para el whisky tiene para el hielo». No, coma mierda, levantada de mesa, por un tiempo se rompieron las relaciones de la Alcaldía de Medellín con los Ministerios de Justicia y de Salud en ese tema por esa emputada que yo me meto. Esa es una de las historias famosísimas de mi carácter, a todo el mundo le encanta decir que me cerraron las puertas en Medellín y no me las cerraron, yo lo hice solito, salí de allá puteando porque es el colmo que alguien diga eso. Ese señor representa esa rama de la psiquiatría que quiere enfermar a la gente y cambiarle la heroína ilegal por medicamentos legales, que igual terminan volviéndolos adictos.
Casi 20 de las 383 páginas del libro de Julián son una diatriba contra los psicólogos y los psiquiatras para quienes, según él, «tomarse una cerveza tres veces a la semana es alcoholismo y echarse un pase de vez en cuando es razón suficiente para ser remitido a una de las mal llamadas clínicas de rehabilitación».
—No generalizo, claro, pero buena parte de ellos se dedicaron en los últimos 50 años a patologizar un comportamiento normal de la historia humana y hacernos pensar que buscar estados alterados de conciencia es sufrir un vacío emocional o una crisis de existencia que solo puede ser curada con sus drogas legales, las mismas que producen las farmacéuticas con las que hacen negocio.
Salir del clóset psicoactivo
—¿Cómo está Colombia frente al resto de América Latina y del mundo en el tema de drogas?
—Colombia venía como una ‘tromba’ con [Juan Manuel] Santos pidiendo desde 2012 que esto cambiara, con un montón de propuestas concretas, pero llegó [Iván] Duque y todo se estancó, aunque eso solo le duró un año, porque muchas de las cosas que ya existían eran muy sólidas y aguantaron. Colombia sí es un país que indudablemente tiene innovaciones significativas en el abordaje del tema de drogas en América Latina, pero eso ha sido impulsado sobre todo por la sociedad civil, que con mucho esfuerzo ha logrado que varias cosas terminen siendo política pública. No ha sido en la vía contraria, por voluntad de quienes están en el poder. La sociedad civil es clave en este tema porque guarda la memoria de las intervenciones entre un gobierno y otro, corre los riesgos que los gobiernos no son capaces de correr y hace siempre el desgaste político y financiero antes de que aparezcan los políticos para la foto, cuando las acciones ya no son riesgosas para sus votos.
Julián no sabe de modestia. No la necesita. Además, no todos los expertos que hablan de drogas con evidencia reconocen abiertamente que consumen; él sí y eso le da credibilidad, incluso entre aquellos que no pueden o no quieren decir públicamente que también lo hacen.
Para todas esas personas Julián acuñó una expresión: salir del clóset psicoactivo.
—Yo durante mucho tiempo quise sacar a la gente del clóset psicoactivo: salgan y defiendan su derecho, pero luego me di cuenta de que hay gente que no quiere o que simplemente no puede hacerlo porque vive en un contexto en el que su pareja lo bota, su familia lo deshereda o lo echan del trabajo, entonces tampoco hay que presionarlos, pero sí tratar de generar las condiciones para que un día tomen la decisión. Y si no la van a tomar pues no importa, pero que no me ‘chimbeen’ a mí si yo lo hago. Que colaboren desde su lugar y si no van a salir del clóset, no jodan a los que sí salen.
¿Cuántos políticos, altos funcionarios del Estado, policías y militares dicen públicamente, de día, que las drogas son el demonio pero las consumen en la noche, a hurtadillas?
‘El Julio Verne de las drogas’
Hablé con cuatro expertos —tres hombres y una mujer— que han trabajado con Julián en distintos proyectos con organizaciones internacionales y entidades estatales del orden distrital y nacional, y todos coincidieron en algo: es un hombre que siempre habla duro, sin eufemismos, sin filtro.
Todos reconocen en él a un tipo brillante, trabajador, visionario. Hubo incluso quien me lo describió como el «Julio Verne de las drogas», «el loco al que en el futuro le darán la razón». Pero también lo definieron como un ser «muy confrontativo». Por eso, aseguran, lo han vetado en varios sitios.
—Lo digo en el libro y es que si algo no me ha servido es que yo soy un man muy grosero. He hecho la reflexión al respecto y tampoco puedo caer en el reduccionismo de decir que ‘así soy yo y no lo voy a cambiar’. Es que no me quedo callado cuando no estoy de acuerdo con algo y en este mundo también hay un círculo diplomático de alabanzas y una forma de hacer las cosas que es bastante hipócrita, eso es algo que no soporto. Al final yo me debo a los usuarios de drogas, a las personas que consumen, yo no me les debo a las agencias de cooperación ni a los políticos ni a los funcionarios intermedios. La gente se indigna por las formas porque no se puede indignar por la evidencia. Aunque no crea, yo ahora intento cuidar mis formas, usted me viera en algunas de esas reuniones, a veces me tengo que agarrar las manos durísimo. En el libro escribí que la próxima vez voy a tratar mejor a los burócratas, ineptos y mediocres. Lo prometo.
Julián está convencido, además, de que la ONU será la última en cambiar sus políticas sobre drogas. Y para explicar lo que va a pasar en el mundo habla del efecto represa: los países más conservadores y prohibicionistas están tratando, a como dé lugar, de taponar un río cuyo caudal cada vez es más fuerte. Pero el agua los va a desbordar. Pronto.
—Muchos países ya lo han hecho. Canadá, Estados Unidos, Colombia en algo, Perú, Uruguay, la mayoría de países europeos; de los casi 190 que hay en la ONU, unos 100 ya van en ese camino. Naciones Unidas es el último eslabón de la burocracia retardataria.
Rebelión internacional
El mundo se rige por tres convenciones de las Naciones Unidas en materia de drogas: la Convención Única sobre Estupefacientes (1961), el Convenio sobre Sustancias Psicotrópicas (1971) y la Convención contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas (1988).
Hasta hace poco, si esas convenciones decían que tocaba prohibir una sustancia, todos los países la prohibían; si tocaba perseguir el lavado de activos, lo perseguían; si tocaba meter a la gente a la cárcel, lo hacían. Sin chistar. Sin levantar la mano. Ninguno.
Sin embargo, varios países se han ido rebelando contra esa postura de la ONU y prefieren superponer las convenciones internacionales de derechos humanos y de salud pública a las de drogas.
—Eso es divino —afirma Julián—. Lo que está pasando en el mundo ahora es muy interesante, hace 20 o 30 años había consenso en el tema de drogas, hoy en día el consenso es que no hay consenso, hoy en día cada país va por su lado. Canadá tiene su propio camino, Estados Unidos va por otro, Uruguay es chiquito pero jueputa sí saca esos dientes en todas las conferencias, Colombia dice ‘bueno cómo es que es el negocio’, Perú está ahí detrás, muchos países de Europa igual, y Naciones Unidas todavía diciendo ‘venga, prohibamos’. Eso demuestra que ya no tiene dientes.
Para mí, Portugal es uno de los mejores ejemplos que existen. En 1999 se convirtió en un referente mundial al despenalizar el consumo y la posesión, aunque no la venta.
«Si también hubiera regulado y legalizado el comercio, Portugal habría sido el primer país en renunciar a las convenciones de la ONU. Un paso que podría haberle costado sanciones y represalias de otros países —escribió el periodista británico Johann Hari en un libro magnífico sobre la verdadera historia de la guerra contra las drogas, que se llama Tras el grito—. El tráfico de drogas sigue en manos de bandas criminales, pero Portugal cree que fue tan osado en ese momento como pudo haber sido, ningún otro país ha ido tan lejos desde que se puso en marcha la prohibición de las drogas».
Las cifras demuestran que esa política, que ante la evidencia no han podido ni querido echar para atrás los gobiernos portugueses, de izquierda o de derecha, ha sido un éxito: al principio hubo un leve aumento en el consumo de todo tipo de sustancias, que pasó del 3,4% al 3,7% de la población. Pero hoy, exactamente 20 años después, Portugal registra un consumo bastante menor al del promedio de la Unión Europea.
Hari lo deja claro en su libro: «¿Y qué pasó con las 3 razones que esgrimían los prohibicionistas para seguir con la guerra contra las drogas (adicción, muertes por sobredosis y consumo en jóvenes)? Según el Ministerio de Salud portugués, en 2015 el número de adictos se había reducido casi a la mitad, pasando de 100.000 a 50.000. Según la revista British Journal of Criminology, las sobredosis también se redujeron de manera significativa y la proporción de personas con VIH por consumo de drogas bajó del 52% al 20%. Y en cuanto a los jóvenes: entre 1999 que se aprobó la ley y 2005, el consumo de cocaína en jóvenes de 16 a 18 años pasó de 2,5% a 1,8%, por ejemplo».
—¿Las convenciones de la ONU entonces no han funcionado para nada? —le pregunto a Julián en nuestro último encuentro.
—Naciones Unidas en su fantasía nos prometió hace 20 años que para el 2018 no iba a haber más drogas ni más consumidores, ni más muertes ni más accidentes, pero a ver, ¿dónde estamos hoy? Eso es una farsa.
¿Quién tiene el poder, entonces, de cambiar algo a nivel global en el tema de drogas? Una entidad que pocos ciudadanos de a pie saben que existe: la CND (por Commission of Narcotics Drugs, sus siglas en inglés) o Comisión de Estupefacientes de la ONU.
Cada año, la CND reúne a los representantes de solo 53 países en Viena (sí, Colombia es uno de ellos) para tomar las decisiones que a todos nos afectan, a todos, en una esquina de Indonesia, una calle de Bolivia, una casa de Italia o un bar de Nigeria.
—Lo que yo hago en un barrio, lo que yo hago de repartir jeringas, de analizar drogas, lo que hacen los amigos de varios países de legalizar la marihuana, todo eso son acciones locales que dependen de la autonomía de cada nación, pero el régimen internacional solo va a cambiar cuando los de la CND lo reconozcan y nos digan que eso cambió para el mundo. O sea, lo que yo hago puede ser muy importante para mi país o para Bogotá, Pereira o Dosquebradas, a nivel local, pero si no hay muchos países pensando igual y ellos no son mayoría en Viena, las cosas no cambian.
Cuando llegó el covid-19, Julián Quintero llevaba cinco años viajando a Viena como representante de la sociedad civil, y vivía fascinado con lo que ocurría en esas reuniones. Según él, la primera vez que fue podría calcular un 15% de países progresistas en materia de sustancias psicoactivas y un 85% prohibicionista. En 2020, cuando estuvo pero desde su casa en Bogotá, virtualmente, calcula que esas cifras ya iban en 50%-50%.
El método de la Comisión de Estupefacientes de la ONU para elegir qué droga entra cada año a la lista negra es un poco ‘escuelero’, porque en unas pantallas gigantes proyectan el nombre de la sustancia y luego preguntan quiénes votan para prohibirla, cada país levanta o no la mano, y alguien cuenta.
La sociedad civil no tiene voz ni voto en esas elecciones. Por eso, una vez terminan, organizaciones como la de Julián sacan lo que se conoce como un «contrainforme».
—Nos unimos con oenegés de otros países y cada vez que sale el informe de nuevas drogas ilegalizadas nosotros vamos un paso adelante, les mostramos las variaciones de eso que acaban de ilegalizar y les decimos a todos: ‘vea, para esta que prohibió ya salió esta variación, para esta otra ya existe esta en el mercado, síganse engañando’.
—¿Cuál es la diferencia entre legalizar y regular?
—Tiene que ver con la historia que nos antecede frente a lo que implica la legalización, y es la experiencia que tenemos con el alcohol y el cigarrillo, que antes eran dos sustancias ilegalizadas. Cuando se legaliza, se entrega para la explotación comercial una sustancia de altísimo riesgo. Y lo que hizo ese manejo por la ley de oferta y la demanda terminó en el desastre que teníamos hasta hace poco, 20 años atrás la publicidad de alcohol y cigarrillo estaba en todas partes, se fumaba en todo lado, patrocinaban todos los deportes. ¿No se acuerda? Tenemos una experiencia desafortunada porque legalizar es entregarle por completo el control de la sustancia al mercado, entregársela a un tercero capitalista para que la explote como quiera. El otro extremo es la prohibición. Ambos, prohibición y legalización, han sido criados con el miedo, hay que prohibir porque si legaliza los niños podrán conseguir cocaína, los niños no serán protegidos. Así como nos aterrorizaron con la prohibición, que era el pecado, nos aterrorizan ahora con la legalización. Pero hay un punto medio: la regulación, que es cuando el Estado pone unas pautas de control que permiten un producto que puede ser altamente riesgoso pero que la sociedad está dispuesta a consumir. Por eso hoy se habla de regulación del mercado ilegal del cannabis. Con la regulación el Estado prohíbe la publicidad, la venta a menores de edad, pone unos impuestos altos y la plata que se consiga va para prevención y otras cosas que sí lo necesitan.
Regular ayudaría, además, a evitar las muertes por sobredosis. Lo dice Hari en su libro, citando a Ethan Nadelmann, uno de los líderes de la reforma de las leyes antidroga en Estados Unidos: «Si se registran muertes por sobredosis es porque en el régimen prohibicionista la gente no sabe si la heroína que consume tiene una pureza del 1% o del 40%. Para entenderlo, imaginemos lo que sucedería si cada vez que quisiéramos bebernos una botella de vino no supiéramos si su contenido de alcohol es del 8% o del 80% o si cada vez que nos tomáramos una aspirina no supiéramos si es 5 o de 500 miligramos».
El placer del viaje
—Usted dice que hay que cambiar el enfoque desde el cual entendemos a las sustancias psicoactivas, asegura que hay que analizarlas desde el placer, ¿qué quiere decir eso?
—Es que cuando nos acercamos al tema de las drogas casi siempre lo hacemos desde los daños derivados. Siempre hablamos de la adicción, la dependencia, la violencia intrafamiliar, todas las cosas negativas que producen. Que nadie las niega. Pero nunca nos acercamos desde las cosas satisfactorias que generan, que están en varios niveles y son inevitables: por ejemplo, en el cerebro se produce una reacción neuroquímica que hace que usted tenga una recompensa, y eso es lo más parecido a la felicidad. Yo creo que el acercamiento a las sustancias también debe darse desde el hecho de que las personas toman los riesgos que toman porque las sustancias producen algo rico. Vea, nadie se droga para ‘malviajarse’ o para volverse ‘drogadicto’. Y el placer va desde uno que parece ingenuo, que es solamente sentir amor, hasta el que siente un bazuquero en una esquina soplando bazuco toda la noche. Yo solo hasta que entendí que a algunos les gustan los cuadros paranoides derivados del consumo de bazuco, pude comprender la dependencia a esa mierda. A muchos les gusta eso.
—¿Todas las sustancias psicoactivas generan algún tipo de placer?
—Sí. Y el cambio de paradigma empieza por entender el fenómeno de las drogas desde ese placer, la satisfacción que generan. Por ejemplo, el MDMA/Éxtasis y el alcohol son de socialización, no son sustancias que una persona suela consumir solo, salvo casos de consumos problemáticos. El alcohol y el MDMA se parecen porque son muy desinhibidores, aumentan la líbido y generan empatía con el entorno, son excelentes vehículos de socialización. Es decir, el placer no se produce solo neuronalmente, en las reacciones químicas, sino también en cómo se facilitan las relaciones sociales con los otros. Cuando se usan bien, y no hay consumo problemático, las drogas cumplen una función social importantísima.
—¿Ese cambio de paradigma no significa negar sus efectos nocivos?
—Para nada. Claro que hay efectos negativos si se le va la mano, es como el chicharrón, es delicioso pero si abusa pues obvio, probablemente le dé un infarto. Los efectos negativos los sufre una porción mínima de los consumidores. Ese es el otro gran error que todavía se comete mucho: solo el 10% de las personas que usan drogas en el mundo tienen un consumo problemático, el 90% de las personas no tienen ninguno. Pero como ese 10% tiene unos problemas tan visibles, usted los ve en la calle robando, asesinando o pegándole a la mujer en la casa porque están borrachos, pues piensa que todos los que consumen son así, y eso no es cierto. La gran mayoría de las personas tienen una buena relación con las drogas, pero no salen del clóset por el estigma, el señalamiento, el castigo.
Los peores ‘viajes’ de Julián han sido culpa del alcohol, del ‘chorro’.
—¿Los colombianos sí sabemos darnos un buen viaje o casi siempre nos ‘malviajamos’?
—En Colombia tenemos un gran problema con el alcohol. Si a la generación que hoy tiene muchos malos tragos, malos viajes con el alcohol, le diéramos la educación que nosotros les estamos dando hoy a los más jóvenes que consumen pastillas, drogas de síntesis, mejor dicho sustancias ilegales, tendríamos una mejor sociedad. Es que nadie le enseña aquí a la gente a beber. Nadie nos dice cómo se toman unos buenos tragos, qué mezclar y qué no, nada de eso. Solo nos dicen «no tome», «no coja el carro si va a tomar o se va para la cárcel», o sea la educación en este país es con miedo, prohibición y castigo, no nos han enseñado a tomar de forma responsable, unos vinitos con calma, un par de rones o de cervezas y a descansar. No, en Colombia la gente se sienta a beber hasta que no puede más, hasta caer mal y joderse y joder a los demás. Yo creo que hoy están mejor educados los que consumen sustancias ilegales que los que consumen sustancias legales, entonces podría decir que en ese sentido tienen mejores experiencias con las sustancias quienes se drogan con lo ilegal. Mejores viajes.
Según la Encuesta Nacional de Consumo de Sustancias Psicoactivas de 2019, el 84% de los colombianos entre 12 y 65 años han consumido alcohol alguna vez en la vida. Es, de lejos, la sustancia psicoactiva que más se consume y también la que más afecta los indicadores de riñas, lesiones personales, homicidios, accidentes de tránsito, maltrato intrafamiliar, violencia sexual y robos.
—¿Cómo es eso de que uno puede ser un consumidor ocasional o frecuente y al mismo tiempo ser exitoso?
—Piense en Michael Phelps y en Usain Bolt. Fueron noticia poco después de ser los más duros en toda la historia de las Olimpiadas en sus respectivas disciplinas porque se echaron una rumba la hijueputa fumando marihuana. Dos de los medallistas más bravos de los últimos años son ‘remarihuaneros’. Y así podríamos seguir con la lista. Lo importante aquí es el equilibrio, que la sustancia no se vuelva el centro de su vida. En esos ejemplos las personas usan las sustancias para recrearse, para pasarla bien, no porque de ellas dependa su éxito, su profesión. Las usan en su tiempo libre, para descansar, después del entrenamiento o de la alta competencia, después de que salieron del trabajo como corredores de bolsa. No son personas que trabajen trabadas. Eso es clave. Yo, por ejemplo, nunca en la vida he producido intelectualmente ni trabajado bajo el efecto de las sustancias. Yo no necesito fumarme un porro ni meterme una pepa para sentarme a escribir un documento. El secreto está en usar las sustancias como esparcimiento, como una recompensa al trabajo duro. Esa es la gente que lo logra. Cuando se mezclan las dos cosas ahí ya se va todo para el carajo, y para eso no hay que ver sino el caso de Maradona. Creo que si usted cumple con las obligaciones que la sociedad espera de usted, la sociedad no tiene porqué andarle preguntando si se droga o no. A uno ni siquiera lo castigan porque se droga, lo castigan por lo que hace drogado, o por lo que deja de hacer. Y si usted cumple con esas obligaciones, pues que no jodan.
Julián Quintero trata de pararse en el año 2050 y le emociona lo que ve, aunque dice que no cree que vaya a estar para contarlo.
—El futuro es muy chimba, antes el acercamiento a las sustancias estaba muy referido al daño, ahora ya sabemos que usted puede consumir sustancias con menor probabilidad de que le causen un daño o de que se enganche y se vuelva dependiente; y además lo que se está descubriendo es que casi todas las sustancias que han sido prohibidas tienen un potencial medicinal o terapéutico, o incluso trascendental, muy poderoso. El futuro ya no es solo que se pueden consumir drogas con menor riesgo y menor daño, sino cómo las drogas nos pueden ayudar a ser mejores personas, y cómo van a ayudar a esta sociedad a que resuelva muchos de los problemas que tiene.
—¿Usted cree que las drogas nos hacen mejores personas?
—Sí. En 30 o 40 años cuando se haya reducido mucho el estigma sobre las sustancias, ya ni droga le vamos a llamar. Vea lo que está pasando ahora con las sustancias psicodélicas, es un universo grandísimo y regresaron a recuperar el espacio que el prohibicionismo les quitó en los últimos 40 o 50 años; Nixon las mandó al ostracismo, la negación y la sanción, porque cuando explotaron fueron muy liberadoras. Vea el caso concreto del LSD, ahora están volviendo a introducirlo con fuerza pero como apoyo terapéutico para el estrés postraumático. Yo estoy seguro de que muchas sustancias sí nos van a ayudar a ser mejores como sociedad en el futuro.
—Usted insiste en que un mundo libre de drogas no es posible, que más bien hay que aprender a convivir con ellas. ¿Cómo se hace eso?
—Lo primero es desaprender todo lo que nos hicieron creer era lo malo de las drogas y hay que ser conscientes de que siempre van a existir y entender que esta película en la que nos montaron fracasó. Debemos volver a la relación milenaria que hemos tenido con las sustancias, una relación que era mediada por un chamán, que hoy en día le podemos llamar una persona que hace reducción de riesgo y daño o un médico, como quiera, pero lo que hace es que esa experiencia con las sustancias para trascender como ser humano no sea traumática y en vez de ganar un mal viaje pues le ayude a crecer como persona. La prohibición de las drogas es producto de la cultura moderna, un lapsus mínimo comparado con los más de 6.000 años de historia y relación de los seres humanos con las sustancias psicoactivas. En 40 o 50 años tendremos las drogas legalizadas y reguladas, va a ser muy largo para usted y para mí que nos vamos a morir y de pronto no lo veamos, pero para la historia de la humanidad el cambio es ya. O sea, la historia dirá que solo hubo 100 años o un poco más de prohibicionismo y que eso cambió porque no funcionó y dejó millones de muertos.
En el antebrazo derecho de Julián hay un tatuaje grande, que va desde el codo hasta la muñeca. Nice people take drugs, dice. La gente buena consume drogas.