En una de las naciones más inequitativas del mundo, la protesta social no logra el fervor que sí desatan, por ejemplo, las victorias sin importancia de sus equipos de fútbol. ¿Tiene futuro el sindicalismo en un país en el que la mayoría de sus ciudadanos, a pesar de la pobreza, la corrupción y la violencia, se declaran felices?
28 de enero de 2021
Por: José Alejandro Castaño / Ilustración: Camila Santafé
USO

Su intrepidez más reciente fue la gestación del sindicato de trabajadores de las tiendas D1, el gigante de los supermercados mínimos, con más de mil quinientos locales en casi todos los departamentos del país y cuyo lema es ese de los precios justos. Justos al parecer para sus clientes, no para sus más de trece mil obreros. Una vendedora que acababa de regresar de su licencia de maternidad le pidió ayuda porque la habían despedido sin justa causa, después de haber reclamado un mejor trato para ella y sus compañeras, sometidas a horarios y condiciones de trabajo abusivas e, incluso, a acoso sexual. Edwin Palma Egea tiene voz de locutor y podría ser narrador de peleas de boxeo o animador de verbenas, pero a sus treinta y siete años, además de ser el presidente más joven de la Unión Sindical Obrera (USO), el sindicato más viejo del país, es columnista de opinión y un twittero consagrado, con once mil quinientos seguidores, más de los que caben en el estadio de fútbol de Barrancabermeja, donde nació y vive, a orillas del río Magdalena.

Palma Egea es abogado especializado en Derecho Laboral y Constitucional, Magister en Derecho del Trabajo de la Universidad Externado de Colombia y miembro del grupo de expertos latinoamericanos en relaciones laborales de la Universidad de Castilla-La Mancha. Los empresarios más ricos lo detestan, seguro lo ven amenazante, como un alacrán con alas. A los políticos de la extrema derecha, capaces de la imperturbabilidad y la distancia despreciativa, se les transparenta algo en el rostro cuando se ven obligados a conversar con él, a responderle preguntas. Hace meses le pasó a un congresista, indignado con el sindicalista por promover la valla en la que se veía al expresidente Álvaro Uribe Vélez con el consecutivo policial de su captura por fraude procesal y soborno. La valla decía: “Sabemos quién dio la orden y en Barrancabermeja exigimos justicia”.

Esa leyenda, en letras negras sobre fondo amarillo, se refería a otro crimen del todo brutal, mil veces peor: el asesinato a sangre fría de miles de jóvenes pobres a quienes miembros de las Fuerzas Militares acribillaron e hicieron pasar como guerrilleros muertos en combate. Aquel exterminio, que la propia Fiscalía General de la Nación ha cifrado hasta ahora en 2.248 asesinatos, compromete los dos períodos presidenciales de Álvaro Uribe Vélez, entre 2002 y 2010, años de la llamada Seguridad Democrática, su célebre política de gobierno por la que sus seguidores más fervorosos creen que será recordado de manera perpetua, es decir hasta el fin del mundo o de los tiempos, lo que ocurra primero.

El desprecio por Palma Egea no es personal. Quienes lo desprecian lo repudian menos a él que a lo que representa. Y es comprensible: Colombia es un país de privilegios, una de las naciones más inequitativas. Según la Base de Datos de Desigualdad Mundial, apenas el 10% de los colombianos —algunos de ellos nacionalizados por estrategia empresarial— son dueños del 50% de la riqueza del país. Es muchísimo dinero. La economía colombiana es la cuarta más rica de América Latina, después de la brasileña, mexicana y argentina, y está tasada entre las treinta más grandes del mundo. La cereza de semejante pastel tan dulce es que, como si fuera una gracia caída del cielo, apenas el 4% de los trabajadores en Colombia están sindicalizados. En cambio, según la Organización Internacional del Trabajo, en Argentina lo está el 35%, en Uruguay el 25%, en Brasil el 18%, en Venezuela el 13%, en México y Chile el 12%. El dios de los empresarios colombianos es muy eficiente y no deja de prodigarles bendiciones.

Porque a pesar de la menor mediación de los sindicatos en nuestro mercado laboral —lo que en consecuencia les da a los empleadores mayor libertad para imponer sus condiciones de contratación de modo unilateral—, Colombia es al mismo tiempo el país donde más sindicalistas son asesinados. Según la Escuela Nacional Sindical, tres mil trescientos fueron acribillados entre 1978 y 2019, ochenta en promedio cada año. Hay quienes pretenden negarlo, a pesar de la contundencia de las pruebas: Colombia, el paraíso de los empresarios, es el infierno de los sindicalistas.

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Edwin Palma Egea nació en el barrio Las Granjas, en el nororiente de Barrancabermeja, ocupado como el resto de las periferias del puerto petrolero en ráfagas migratorias que, sobre todo a partir de 1980, multiplicó su población a una velocidad de seis mil familias por año, todas atraídas por la promesa de la refinería más grande del país, un complejo de trescientas hectáreas y cuyas plantas de refinamiento de combustibles, su encordado de tubos y chimeneas, refulgían bajo el sol como barcos trasatlánticos. La mayoría de esas familias eran sobrevivientes de múltiples naufragios, algunos acaecidos a pocos kilómetros de distancia, en las riberas del Magdalena, en los municipios de Yondó, El Carmen y San Vicente de Chucurí, Peroles, Yarima y San Pablo, el sur de Bolívar, y en la región del Opón.

El papá de Edwin era cobrador a cuotas de electrodomésticos y su mamá era madre comunitaria del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. Es posible que esa idea de lo propio puesto en común le venga de crianza. Su casa, que era a la vez guardería, tenía nombre: Los traviesos. El presidente de la Unión Sindical Obrera creció compartiendo los juguetes, el comedor, el baño y la atención de su mamá con otros quince niños que, sin ser sus hermanos, eran como sus hermanos. Cada uno de ellos era hijo de una historia singular que sin embargo tenían en común a padres y abuelos analfabetos, o casi, de origen campesino y sin tierra, desarraigados a tiros o a machetazos en noches de espanto.

A Barrancabermeja llegaron familias desde Cundinamarca y Boyacá. Y desde la Costa Caribe, de pueblos del Atlántico, Cesar y hasta de La Guajira. Huían de la pobreza extrema y de la indolencia de un Estado nimio, en exceso aparatoso, incompetente y centralista. El caserío de pocas chozas con el que tropezó Jiménez de Quesada en 1536, y que bautizó Barranca Bermejas, estaba rodeado por espejos de agua y una selva en la que vivían jaguares, caimanes, monos, águilas, dantas, manatíes y nutrias.

El sumo señor de esas tierras era el cacique Pipatón, iracundo descendiente de los indios Caribes que se alargaban el cráneo para espantar a sus enemigos. Poco queda del miedo que infundía. Ahora su nombre se lee a colores en hostales, panaderías, talleres mecánicos, tiendas de esquina y salones de belleza. En el puerto petrolero, donde el calor puede superar los cuarenta grados centígrados y la sensación térmica acercarse a los cincuenta, viven doscientos diez mil habitantes, la mitad de ellos en condiciones de pobreza, lo mismo que sus padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos, como si el tiempo no hubiera transcurrido. Es inaceptable.

En Barrancabermeja se procesan doscientos treinta y cinco mil barriles de petróleo al día, con los que se obtiene gasolina, diésel, propileno, gas licuado, combustóleo y asfalto. Las ganancias anuales de esa industria, propiedad del Estado colombiano, alcanzan los dos millones de millones de pesos. Debería ser una obligación ciudadana saber escribir esa cifra: son doce ceros después del dos. ¿Cómo es que tanta riqueza no alcanza para superar el umbral de pobreza extrema, al menos en los barrios más próximos a la refinería, desde cuyas casas se pueden otear las chimeneas de la factoría ardiendo día y noche?

Para el presidente de la Unión Sindical Obrera, la culpa de tanta iniquidad es del poder tras el poder, uno omnipotente que, el año pasado, por ejemplo, decidió desestimar el proyecto de ley que impulsaron las centrales obreras en el Congreso para optimizar su actividad sindical y homologarla con estándares internacionales. A cambio, y tras una orden perentoria de ese mismo poder tras el poder, el Gobierno aprobó un decreto que, en opinión de Palma Egea, pretende la masificación de contratos basura disfrazados de formalización. Es decir, en resumen, que los trabajadores ganen menos y que los empresarios ganen más.

El presidente de Colombia insiste en negar que ese decreto sea para formalizar la contratación por horas que propuso su entonces ministra Alicia Arango. Un ingeniero de sistemas, dijo ella a manera de ejemplo, puede trabajar dos horas al día y que le paguen eso, ni más ni menos. Ella lo dijo riéndose, debajo de su flequillo cortado a ras, a la altura de las cejas, como si compartiera una ocurrencia graciosa. Pero ese modo de pensar no tiene nada de gracioso, al revés. Durante el primer gobierno de Álvaro Uribe Vélez, en el que Alicia Arango fue su secretaria privada, de pronto comenzó a oscurecer a las diez de la noche, no a las seis de la tarde, como ocurre en cualquier país del ecuador terrestre, donde jamás hay estaciones y el día y la noche están divididos en partes iguales, con doce horas de luz y doce de oscuridad. Fue un truco de magia y donde había derechos laborales, de la nada, apareció un conejo. En la Unión Sindical Obrera lo recuerdan.

La Ley 789 de 2002 eliminó cuatro horas del recargo nocturno y el pago extra por trabajar domingos y festivos, y aumentó el número de semanas necesarias para pensionarse y la edad de jubilación, y creó las cooperativas intermediarias de empleo, lo que facilitó la contratación tercerizada. Hasta la forma de hablar cambió desde entonces y a los trabajadores se los comenzó a llamar colaboradores, para matizar la relación de correspondencia entre quien cumple una tarea y quien le paga por ella. Fue como ponerle azúcar a un bebedizo inmundo. Los trabajadores no tuvieron más remedio que tragarse aquello sin escupir, sin protestar. Y además debieron decir gracias. Es un esfuercito que, si Dios quiere, creará más trabajo, prometió el entonces presidente Álvaro Uribe Vélez por televisión en tono eclesiástico, antes del capítulo estelar de la telenovela más vista en esos días, que se llamaba Pecados Capitales. En efecto, se suponía que todas esas medidas de empobrecimiento de los trabajadores servirían para que las empresas crearan más empleo. Pero no ocurrió así. Los índices de desempleo no sólo no se redujeron sino que, de hecho, aumentaron.

Dieciocho años después de la promulgación de la Ley 789, seis de cada diez empleos en Colombia son informales, es decir, sin cobertura de ningún derecho ni contrato ni auxilio ni resguardo. La salud, consagrada en la Constitución como derecho fundamental, es para quien pueda pagarla. Para quien pueda pagarla aunque a los médicos no les paguen.

Edwin Palma Egea se pregunta qué está haciendo el Ministerio del Trabajo para evitar el abuso contra los trabajadores de la salud, justo en los tiempos de la pandemia planetaria por el Covid-19. Cientos de ellos, enfermeras, médicos y auxiliares, llevan sobreviviendo doce meses sin cobrar sus sueldos. Algunos llevan catorce meses, otros dieciséis. Es una ironía, pero no es graciosa: el actual ministro del Trabajo de Colombia se llama Ángel Custodio. La pregunta, a la luz de tanta oscuridad, no es retórica: ¿Ángel de quién, custodio de qué?

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Ocurrió el pasado cinco de noviembre en Bogotá. Fue a las cinco de la mañana. Un hombre de veintidós años de edad estacionó la bicicleta en la que iba para su trabajo y se lanzó de cabeza desde lo alto del puente de la estación número veintiuno de Transmilenio. Horas después se supo que trabajaba en una tienda como vendedor, acomodador y cajero. Un hermano suyo contó que vivía muy angustiado por las jornadas de trabajo tan arduas, sin casi descanso, y contó el trato abusivo que recibía y que había terminado deprimiéndolo, agobiándolo. Un portal de noticias publicó el informe del levantamiento de su cadáver con todo detalle, sin escrúpulos:

“Presenta trauma cráneo encefálico severo, sangrado abundante, herida en región occipital, otorragia bilateral, pupilas midriáticas no reactivas, deformidad en brazo derecho y pierna derecha”. La información que ese portal omitió, y que también omitieron todos los que dieron la noticia esa mañana, es que la tienda en la que trabajaba el suicida, donde su hermano dijo que lo habían maltratado hasta extenuarlo, era de la cadena de tiendas D1, cuyo dueño mayoritario es el Grupo Santo Domingo, uno de los consorcios empresariales más poderosos de Colombia.

Edwin Palma Egea recogió numerosos testimonios de otros trabajadores abusados en las tiendas D1, e incentivó la creación de su sindicato. La reacción de los dueños fue despedir a quienes se atrevieron a levantar la voz y hacer preguntas, pero no pudieron impedir que cientos de ellos se asociaran. Se trata de otra lección aprendida: llegado a cierto punto, la indignación es más fuerte que el miedo y el sindicato de la cadena de tiendas de descuento más grande del país fue inevitable.

El presidente de la Unión Sindical Obrera dice que el nuevo sindicato comenzará a negociar su pliego de peticiones en breve y que, entre otras reclamaciones justas, exigirá horarios de trabajo ceñidos a la ley, con períodos de descanso remunerado y sin malos tratos. Según Palma Egea los precios justos de los que se precia la cadena D1 no pueden ofrecerse sin justicia laboral. Brindar descuentos mientras se abusa de los trabajadores es como vender yogurt rancio, o huevos podridos, o pan con hongos.

***

Los yacimientos de petróleo, que los cronistas españoles llamaron brea y chapapote, fueron sangre de urgencia para la economía del país a comienzos del siglo XX, anémica después de la Guerra de Los Mil Días, esa guerra que aún no termina y que impuso, además de su estela de muertos y de rencores, la pérdida del Istmo de Panamá. El Estado colombiano no tenía dinero ni para pagar la nómina de sus empleados oficiales. Los telegrafistas, como ahora cientos de médicos, por ejemplo, debían trabajar sin sueldo, viviendo de la caridad de familiares y vecinos. Así que los políticos propusieron hacer concesiones de explotación de crudo a empresas estadounidenses para conseguir dinero.

Una de las primeras fue la otorgada a la empresa Tropical Oil Company, la Troco, como se la conoció entonces y se la recuerda ahora, con un dejo de enojo y desprecio genuinos. Hay razones inolvidables. En sus campamentos a orillas del río Magdalena se martirizaba los obreros, mal pagados y sin reconocimiento de derechos. Fue allí, a causa del abuso patronal de los estadounidenses, donde comenzó a gestarse de modo clandestino el primer movimiento sindical del país en 1922. Se llamó Sociedad Unión Obrera y después Unión Sindical Obrera.

La mayoría ni siquiera lo sabe: la creación de Ecopetrol, la empresa más poderosa del país, fue posible gracias a las luchas sindicales de los obreros del petróleo en el Magdalena Medio. En agosto de 1951, muchos muertos después, el permiso de explotación en exclusiva de la Tropical Oil Company fue cancelado y se creó la Empresa Colombiana de Petróleos, Ecopetrol. Nada de eso se menciona en la página oficial de la compañía, como si jamás hubiera ocurrido. Pero todo está documentado y es historia viva.

Es célebre la frase de un tal Mr. W. H. Dawies, empleado de la Tropical Oir Company, quien dijo en un alarde de enfado que los colombianos no merecían otra cosa que ser esclavos. Seguro lo pensaba con franqueza. En los campamentos de esa compañía escaseaban el agua potable, los alimentos y las medicinas, y los obreros eran obligados a trabajar en horarios sin descanso y a los gritos, con sonido de latigazos.

Aquellos eran campamentos hediondos y muchos hombres murieron a causa de infecciones cuya hedentina atraía moscas y gallinazos. Suena literario pero fue literal. Los residuos de la extracción del crudo se mezclaban en la superficie de las barracas con la mierda y la sangre de los obreros.

En su libro sobre la historia de los trabajadores del petróleo, Gustavo Almario recuerda que, según algunos gringos de la Tropical Oil Company, matar obreros colombianos era como matar micos. De nuevo, nada de eso se lee en las reseñas oficiales de Ecopetrol. En ninguna parte se mencionan las huelgas de comienzos del siglo XX que hicieron posible la creación de la compañía. A cambio de aquellos relatos de miseria e injusticia se ve la iguana de su emblema corporativo tomando el sol. Es un reptil sonriente.

El cargo en Ecopetrol del presidente de la Unión Sindical Obrera es técnico de laboratorio. Aunque a Edwin Palma Egea aún le faltan tres años para cumplir cuarenta años, en cuatro meses cumplirá veinte trabajando en la refinería. Su decisión es retirarse entonces, pero no para parar sino, dice él, para seguir. En una entrevista escolar que le concedió a su hijo, recuerda los más de veintinueve procesos disciplinarios que le empresa petrolera le ha abierto por culpa de su militancia sindical.

Una vez, hace años, la Fiscalía lo capturó y pasó un par de meses en la cárcel. Pero las acusaciones fueron infundadas y las autoridades no tuvieron más remedio que dejarlo libre, absuelto de toda culpa. No parece un hombre que se asuste fácil. El presidente de la Unión Sindical Obrera ha dicho lo que otros sindicalistas no se han atrevido por miedo a represalias.

Dijo que la lucha armada del Ejército de Liberación Nacional, guerrilla responsable de secuestros, asesinatos y atentados terroristas en el puerto petrolero, no tenía futuro. Ningún futuro. Él no lo confirma ni revela detalles, pero semejante declaración provocó que lo amenazaran. Tras miles de muertes, las armas de nadie, ni siquiera las del Ejército o de la Policía, conjuran el miedo en las calles del puerto. Sólo entre 1990 y 2000 fueron asesinadas seiscientas noventa y cinco personas en Barrancabermeja. El combustible, y de nuevo la ironía no es graciosa, ha sido tanto petróleo. En las polvaredas donde no brilla ninguna riqueza material no hay guerrillas ni policías, ni políticos importantes ni empresarios de nada.

Palma Egea dice que, después de que se retire como el dirigente más joven del sindicato más viejo del país, tal vez se dedique a la política como candidato electoral. Necesitará algo más que buena suerte.

Hace dos noches dispararon contra la casa de Yuli Velázquez, lideresa ambiental que se opone a la contaminación de la ciénaga de San Silvestre, uno de los espejos de agua más importantes del Magdalena Medio, amenazada por el vertimiento de desechos químicos de la industria petrolera, la minería legal e ilegal de oro y las ciento ochenta toneladas de basura que se producen en Barrancabermeja cada día.

A pesar de la gravedad, y de lo que ese hecho debería significar en un país en el que cada año asesinan cientos de líderes sociales, el atentado contra Yuli Velázquez apenas si apareció reseñado en los portales de noticias. La noticia más destacada de El Tiempo, el periódico más leído del país, propiedad del hombre más rico de Colombia, fue la desclasificación de los archivos secretos de la CIA sobre objetos voladores no identificados. Para eso, para mirar allá, no acá, sí hay tiempo.

* Con el apoyo de la Friedrich-Ebert-Stiftung en Colombia (Fescol). Esta crónica es el resultado del trabajo periodístico de Vorágine. La Fundación Friedrich-Ebert-Stiftung no comparte necesariamente las opiniones vertidas por el periodista ni las fuentes de consulta.

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