17 de septiembre de 2023
Eunice Patricia Bailarín Domicó no pudo terminar su relato frente al funcionario de la Defensoría del Pueblo. Ya no le salían las palabras. Acababa de contarle cómo unos soldados encapuchados la agredieron sexualmente estando su esposo en la casa. Eunice se volvió un nudo de lágrimas delante de Víctor López, el hombre que estaba tomando su declaración en una pequeña oficina de Tierralta, en Córdoba. El evento traumático estaba a flor de piel.
Era la primera vez que esta mujer de la etnia embera katío y de 26 años hablaba de lo que ocurrió el lunes 11 de septiembre en su comunidad, un caserío de veinte casas en madera llamado Bocas del Manso. La vereda está en una zona montañosa del departamento de Córdoba, en la pura entrada al Nudo de Paramillo, en medio de una selva sin vías de acceso ni luz eléctrica. Tampoco hay agua potable.
A Bocas del Manso solo se puede llegar por el río Sinú, un afluente de color terroso no muy profundo donde habitan caimanes y por el que solo se puede navegar en canoas con pequeños motores de 40 caballos de fuerza. Uno más grande se quedaría enterrado en las piedras. Los campesinos llaman a los botes ‘johnsons’ y a los motoristas, ‘johnseros’.
Es un viaje de cinco horas que comienza en el casco urbano de Tierralta, y que pasa por la represa de Urrá. Monte adentro, a lado y lado del caudal aparecen en el paisaje parcelas con cultivos de hoja de coca, grandes árboles como ceibas, lianas, enredaderas y arbustos. En Bocas del Manso, el río Sinú es más que un río: es donde la gente se baña, nada, pesca, y saca el agua para cocinar.
A eso de las 12:20 del mediodía, Eunice oyó los gritos de los soldados encapuchados y sin insignias de las Fuerzas Militares que gritaban e insultaban. Todo fue muy rápido. A su esposo lo sacaron de la casa, lo tiraron al suelo boca abajo, le pusieron la mira de un fusil Galil en la espalda. A otro vecino que estaba a esa hora ahí conversando se lo llevaron a un cuarto. A Eunice la encerraron, le levantaron la blusa y la falda, la manosearon y la sometieron a actos degradantes.
Y así fueron de casa en casa, sacando a la gente a empellones, planazos de machete, siempre amenazando. El presidente de una junta de acción comunal de la zona que prefiere no dar su nombre recuerda haber sido testigo de un momento de tortura sicológica: un soldado le dijo a una muchacha del caserío que le diera el código para desbloquear su celular y revisarlo, y que si no lo hacía le cortaba el dedo. “La puyaba con un puñal por la espalda todo el tiempo”.
Amenazaron hasta con matar niños
A las 12:40, el profesor de la escuelita de Bocas del Manso estaba viendo el noticiero en la caseta comunal, en compañía de varios de los niños que habían salido de estudiar. Nelson Ramos, se llama. Unos diez miembros de la comunidad también se encontraban allí escuchando música. El docente vio cómo los hombres armados empujaban a la gente hacia la estructura de madera. Los campesinos llegaban con las manos en la cabeza, unos cuantos venían apenas en toalla pues la incursión armada los había sorprendido bañándose en el río.
El terror se propagaba por Bocas del Manso como una oscura pesadilla. Los menores de edad también llevaron su parte. Fue el caso de uno de los hijos de Arelys Lucía Díaz Durango, una mujer de 40 años. La familia estaba almorzando cuando los soldados irrumpieron en su casa y los hicieron salir. “Nos decían, ‘¡salgan gonorreas, salgan!”‘. La comida quedó tirada sobre el piso de tierra de la sala. Los obligaron a marchar en fila hacia la caseta. Hubo un momento en que el perro de la casa comenzó a ladrarles a los militares. Ellos, por su parte, apuntaron con sus armas, dijeron que si no dejaba de ladrar lo mataban. Y fue cuando Darwin David Mercado Diaz, uno de los hijos de Arelys que tiene 15 años, saltó a abrazar a su perrito: “¡No maten a Negro, no maten a Negro!”, gritaba.
Un uniformado le apuntó al joven con el fusil, le dijo que si se quería hacer matar. La amenaza se escuchó a lo lejos y quedó flotando sobre un nudo de gritos, llantos e insultos que venían de las otras casas.
En la caseta los fueron reuniendo. Los soldados obligaron a los hombres a tirarse al piso. “Trajeron a una muchacha con un niño en brazos, cuando ella fue a revisar su bolso, le dijeron que si no se quedaba quieta le volaban la cabeza al niño”, testifica el profesor. Se trataba de infringir sufrimiento delante de decenas de niños.
En medio de la confusión se escuchó que uno de los uniformados dijo que eran del frente 5to de las Farc, versión que muchos de la comunidad no creyeron. “Era imposible que fueran de la guerrilla, sabíamos que eran del Ejército porque hacía cuatro días los soldados nos habían salido en el camino. A unos cinco kilómetros también sabíamos que había tropas, era evidente”, dice otro de los líderes.
Muchos de los testimonios recogidos por VORÁGINE en la vereda apuntan a que los soldados robaron la tienda de la caseta, sacaron aceite y víveres. También aseguran que se llevaron dinero y teléfonos celulares.
En los pocos videos que alcanzaron a grabar los campesinos quedó registrado uno de los momentos más tensos y aterradores de la incursión. Una mujer que sostenía a un bebé en brazos y que ahora teme por su vida les pidió a los armados que se identificaran, los increpó. El militar que estaba enfrente suyo cargó la pistola, le apuntó en la cabeza, luego le puso el dedo en la frente con violencia.
Ella, sin soltar a su bebé, les dijo que eran unos criminales. Sacando fuerzas y valentía de quién sabe dónde, les gritó: ¡para qué vienen a atropellarnos! Mientras desde otro flanco un fusil apuntaba a la persona que estaba grabando, la mujer volvió a decir: ¡vamos a ver si son capaces de meterme un tiro con mi hijo!
Hasta ahí pudieron grabar. Y fue entonces cuando un militar se le acercó a Mario Medrano, el otro docente que dicta clases a los niños del cabildo embera katío, y le dijo:
—Venga, gonorrea hijueputa —y le cogió el carné de profesor que tenía colgado en el pecho—. Esto para mi vale mierda, hágame el favor y busca un lapicero, un cuaderno y me le coge los nombres a todos, con nombre completo y número de cédula.
A Medrano le temblaban las piernas, no era capaz de buscar una libreta para cumplir la orden que le acababan de dar. Entonces, le pidió el favor al profesor Nelson que se sentara en un pupitre y levantara la lista de todos los vecinos. Y así sucedió.
La retención duró cerca de tres horas y media. Antes de irse, los militares se llevaron al profesor Nelson y a Dagoberto López, el presidente de la Junta de Acción Comunal de Bocas del Manso. Los condujeron hacia un descampado a unos quince minutos del caserío. Una vez allí los tiraron boca abajo al barro a punta de culatazos. Los golpearon, les dijeron que no se movieran. Y se fueron.
Un proceso fallido de sustitución de cultivos
Bocas del Manso es una vereda donde abunda la hoja de coca, eso no es algo que nieguen los campesinos. Muchos de ellos dicen que las tensiones con el Ejército parten de un proceso de sustitución de cultivos que no funcionó por incumplimientos del Gobierno. Se suponía que a través del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (Pnis), los mismos labriegos erradicarían las matas a cambio de poder emprender proyectos productivos. Algunos líderes dicen que los dineros llegaron incompletos o que simplemente no llegaron.
Lo más complejo es que en esta parte del país sacar un kilo de yuca o un racimo de plátanos para venderlo en Tierralta es toda una odisea, y al menos se requeriría de que el Gobierno dispusiera de algo de infraestructura para apoyar la cadena. El problema es que en Bocas del Manso no hay Estado, no hay nada. La escuela de la vereda fue construída por los mismos campesinos. Si es que se le puede llamar escuela. En el espacio donde 19 niños reciben clases hay apenas un tablero, y pupitres en madera bajo una caseta sin paredes y con techo de zinc.
Los habitantes de Bocas del Manso dicen que están en medio de un conflicto entre las autodenominadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC, también conocidas como Clan del Golfo) y el Ejército, un conflicto cuyos impactos no deberían estar padeciendo. “Nosotros somos civiles, somos neutrales, se supone que las Fuerzas Militares están para cuidar a los ciudadanos, no para atacarlos. Y esa es la estigmatización que hacen con nosotros, nos tachan de ‘paracos’”, dice Diana Avendaño, la presidenta de la Asociación de Comunidades del Parque Paramillo Sinú Tigre y Manso (Acopsytima). La organización agremia a ocho comunidades.
El 13 de febrero de este año, un campesino resultó muerto en medio de un operativo de la Policía Antinarcóticos que adelantaron en un lugar cercano llamado Quebrada Seca. Abraham Andrés Caret Morales, se llamaba el hombre. En los hechos también salieron heridos otros tres miembros de la comunidad. En Bocas del Manso denunciaron que las balas que mataron a Abraham vinieron de la policía. A un señor llamado Marceliano Polo le destrozaron una pierna. En su momento, la policía no se pronunció. Y el comandante de la Brigada XI, coronel José Edilberto Lesmes, dio una respuesta sin mucho contenido: “Serán los entes judiciales competentes los que determinarán qué fue lo que ocurrió exactamente y la manera en que esta persona perdió la vida”.
Y así hay una lista de incidentes que los campesinos recuerdan. Para nadie es un secreto que después de la firma de los acuerdos con las Farc, en 2016, el Clan del Golfo entró con sus hombres al Nudo del Paramillo. Y de allí no han salido. Las confrontaciones entre la fuerza pública y este grupo criminal han dejado en varias ocasiones a los civiles en medio de combates. Estar en el corazón de la guerra también afecta a las comunidades hasta en los asuntos más cotidianos. A Bocas del Manso no llega el internet ni señal de celular, en parte, dicen algunos, justamente por la presencia del Clan del Golfo, para que entre ellos no se comuniquen. Cuando ocurre algún suceso, como la incursión violenta de los soldados el pasado 11 de septiembre, los líderes tienen que recurrir a cartas escritas a mano para avisarles a sus compañeros de las otras veredas sobre las novedades.
A Bocas del Manso pareciera que no fuera nadie. Este no es un lugar de paso hacia otras regiones. Después de la vereda sólo hay selva cerrada hacia arriba. Son los límites del Parque Nacional Natural Paramillo, que entre otras cosas es considerado una de las regiones megadiversas más importantes del país. Una investigación de hace algunos años registró en esta área la presencia de 580 especies de plantas, 45 de peces y 344 de vertebrados terrestres. Es la paradoja eterna de Colombia: territorios emblemáticos en cuanto a la naturaleza donde al mismo tiempo habita la guerra con toda su ferocidad.
Las secuelas de la incursión
Pocas horas después de que en las redes sociales se conociera el video de la mujer con su bebé increpando al encapuchado que le apuntaba a su cabeza, el Ejército reconoció que los involucrados eran hombres adscritos al Batallón Junín. El miércoles pasado, el general Luis Mauricio Ospina Gutiérrez, comandante del Ejército, dijo que diez militares serían suspendidos por estos hechos.
Las investigaciones penales y disciplinarias podrían tomar meses. Solo hasta el jueves 14 de septiembre, es decir, tres días después de la incursión violenta de los militares, a la vereda llegó en helicóptero un fiscal de Derechos Humanos a tomar las declaraciones para iniciar el proceso. El tema es que allá también arribaron miembros de la Armada Nacional, que desde la Justicia Penal Militar intentarán asumir el caso, en un típico choque de competencias que tendrá que dirimir un juez. El ministro de Defensa, Iván Velásquez, dijo en un trino que lo sucedido en Tierralta, Córdoba, era de suma gravedad y “exige la adopción de drásticas decisiones. Ninguna tolerancia con comportamientos que no solo afectan a las comunidades sino a las propias Fuerzas Militares”.
No son pocas las situaciones a esclarecer. En primer lugar, dicen los líderes de Bocas del Manso, es importante saber qué militares de alto rango sabían o dieron la orden de incursionar en el caserío. O por qué los miembros de esa fuerza se presentaron disfrazados de guerrilleros, qué buscaban, por qué quisieron sembrar el terror en medio de niños y bebés, qué harán los militares con todos los nombres y números de cédula que recogieron en la caseta, qué garantías de seguridad tendrán los campesinos y los líderes que fueron amenazados. El miércoles 13, por ejemplo, no pudo aterrizar un helicóptero militar en el que se desplazaba un grupo de funcionarios de la Defensoría del Pueblo porque fue impactado con disparos desde tierra. En la comunidad tienen dudas frente a de dónde vinieron las balas.
Entre los campesinos hay terror. Es evidente en las mujeres, sobre todo. Las afectaciones psicológicas en menores de edad no tienen nombre. Nilsa Franco es una mujer de 46 años, morena, de abundantes trenzas largas, se dedica a las labores del hogar. Cuando quiso contar lo que había sucedido se puso a llorar largamente. Al final prefirió no hablar, simplemente los nervios no la dejaron.
Darwin, el jovencito que salió a defender a su perro Negro, no sale de su casa desde el lunes de la incursión. Tiene miedo de que vuelvan por él, de que los armados cumplan con las amenazas. La mujer del bebé en brazos que enfrentó a los militares no quiere aparecer más en cámaras ni hablar con nadie de lo sucedido. Cuando VORÁGINE estuvo en la vereda, ella caminó entre las sombras de sus vecinos con una chamarra con una capucha cubriéndose la cabeza. Es más que entendible el pavor que la embarga. Arelys Lucía Diaz, la mamá de Darwin, dice que no puede dormir en las noches. Se levanta en medio de pesadillas. Cualquier paso que escucha afuera de su casa durante las noches la hace parar de la cama, esconderse, como si estuviera en medio de una guerra. ¿Quién va a proteger ahora a los campesinos de Bocas del Manso?