El desamparo de Buenaventura, el puerto sitiado por siete grupos armados diferentes
29 de junio de 2025

Tres niños se aproximan por una calle destapada del barrio La Magdalena*, en Buenaventura. Van vestidos con bolsas de basura. Les abrieron huecos en un extremo y por allí metieron el cuello y los brazos. El plástico negro les cubre el torso, les llega a los tobillos. En la cabeza llevan bolsas más pequeñas que les tapan los ojos, les obstruyen la vista y los hacen trastabillar. Van descalzos, seguramente les arden los pies porque es mediodía, el cielo está despejado y el golpe directo del sol calienta la tierra y las piedras sobre las que caminan. A medida que se acercan, se aprecian más detalles. Se puede calcular su edad: entre 8 y 10 años. En las manos sostienen tablas más largas que sus brazos. Las agarran de un modo que revela su juego: los niños imaginan que esos trozos de madera son fusiles, imaginan que ellos son los hombres que, vestidos de negro, encapuchados y con armas largas, patrullan su barrio en las noches y desatan balaceras que no dejan dormir a nadie.
La escena, ocurrida a finales del año pasado, quedó registrada en un video que se regó por Buenaventura y causó tanta o más indignación que los muertos que las guerras de verdad dejan con frecuencia en las calles del puerto marítimo más importante del país. Fue como si se hubiera traspasado un límite, como si existiera un consenso entre los bonaverenses: que la violencia que sufren a diario no debería permear algo tan inocente como los juegos de los niños. Aunque todos allí saben que ellos no están a salvo, que desde los 12 años, las bandas los reclutan para que sirvan de campaneros en las esquinas. Un vecino de la zona cuenta un par de detalles más sobre los protagonistas del video: los tres niños hacen parte de una sola familia. No van al colegio. Sus padres los dejaron al cuidado de los abuelos.
Cuando se grabó el video, hace poco más de seis meses, este barrio pasaba por un periodo de intensificación de la guerra. Según varias fuentes, La Magdalena está bajo el control de Los Chiquillos, una banda delincuencial relativamente pequeña, que hasta hace un par de años se mantenía neutral en la guerra entre los grupos más grandes que se disputan la ciudad: Los Shottas y Los Espartanos. Pero la tregua se acabó y Los Chiquillos entraron en la disputa, se alinearon con los Espartanos para enfrentarse a Los Shottas.
Desde entonces, hay una frontera invisible que separa La Magdalena de sus barrios vecinos, donde viven miembros de la banda enemiga. A finales del año pasado, hombres vestidos de negro, con fusiles, empezaron a patrullar el sector en las noches, para asegurarse de que nadie cruzara los límites. Se produjeron enfrentamientos, ráfagas de fusil cruzaban de barrio a barrio. Nadie dormía y la lista de muertos aumentaba.
La guerra llegó a su peor momento en marzo pasado, cuando en La Magdalena asesinaron al hijo de Robert Quintana, el jefe de los Chiquillos, quien, aunque estaba preso en la cárcel de Buenaventura, mantenía el control de la banda. Según un vecino, el muchacho de 18 años estaba lavando su moto en la calle cuando le dispararon. Entonces, Quintana lanzó su venganza. Los vecinos de La Magdalena dicen que vivieron dos semanas críticas de tiroteos y amenazas. Los niños no iban al colegio. Después de las 2 de la tarde no se veía a nadie en las calles.
La ola violenta se extendió desde ese barrio hacia toda Buenaventura. Hombres armados interceptaban los buses urbanos para bajar a quienes señalaban como miembros de las bandas enemigas. Después del atardecer, eran pocos los que se atrevían a salir a la calle. La situación solo dio tregua cuando, a comienzos de abril, el jefe de Los Chiquillos fue trasladado a la cárcel de máxima seguridad de La Dorada, en Caldas.
Apenas hay que cruzar la calle que sirve de frontera invisible entre La Magdalena y el barrio el Gaitán para encontrar otra cara de esta guerra. Allí, alrededor del 60% de las 400 casas fueron abandonadas en los últimos tres o cuatro años, cuando arreció la guerra entre los Shottas, Los Espartanos y, en menor proporción, Los Chiquillos.
Un habitante explica cómo funciona el ciclo de la ruina: los miembros de una banda le ordenan a una familia que desaloje su casa. A veces les dan apenas cinco minutos para que se vayan, si no quieren morir. Los amenazados suelen irse solo con la ropa que tienen puesta. Una hora después, los miembros de la banda llegan a saquear el lugar: se llevan los electrodomésticos, los muebles, cualquier cosa de valor. Luego, con el paso de los días, se llevan las puertas y hasta los marcos de las ventanas.
Después, la naturaleza completa el ciclo. El barrio está ubicado en los límites de la ciudad, muy cerca de la selva. Con el calor y la humedad, la maleza crece rápidamente y empieza a tragarse lo que queda de las casas. Las más modestas, que son de madera, se caen en cuestión de meses: las tablas de los muros se pudren, el zinc de los techos se oxida. Las de concreto resisten un poco más, hasta dos años, antes de irse completamente al piso.
Así que recorrer las calles destapadas del Gaitán es como adentrarse en los despojos de un pueblo fantasma. Se pueden caminar cuadras enteras sin ver a nadie. De repente, aparece alguno de sus desconfiados habitantes, casi siempre alguien mayor, pues este no es un lugar seguro para los jóvenes. Al entrar a uno de los últimos recodos del barrio, una mujer advierte: “por allá no vaya, por allá es de terror”. Son dos cuadras contiguas, compuestas por 30 casas, todas abandonadas. Allí vivía Manuel, un joven del que los vecinos no saben mucho: solo que era estudiante y que iba a la iglesia. En enero del año pasado lo asesinaron en la calle. Con el pasar de los días, mataron a otros tres residentes de esa misma cuadra. Entonces, todos los que vivían allí se fueron.
Los comercios también cerraron. En una esquina se ve una casa grande de ladrillo, que antes albergaba la tienda principal del barrio, hoy clausurada; sus ventanas están selladas con tablas de madera. En el techo de la capilla Madre Laura se alcanzan a contar varios agujeros de balas. En una loma queda el colegio al que asisten los niños del Gaitán y de los barrios vecinos, controlados por bandas enemigas. Hace tres años, allí estudiaban cerca de 800 jóvenes, hoy no quedan ni 200.
La vida en La Magdalena y el Gaitán refleja lo que pasa en el casco urbano de Buenaventura. Las bandas se disputan los barrios con la intención de controlar rentas sobre el tráfico de drogas, armas y contrabando que se mueve por el puerto. También pretenden imponer extorsiones a transportadores y comerciantes. Todo esto sigue sucediendo pese a que, desde 2022, los Shottas y los Espartanos se sentaron en una mesa de diálogo, en el marco de la Paz Total del gobierno de Gustavo Petro.
Las negociaciones han pasado por momentos de treguas, de calmas frágiles, y por crisis que revuelven el conflicto. Pero la violencia se extiende más allá de los límites urbanos. En los ríos y en la selva de la extensa área rural de Buenaventura se libra una guerra entre ELN, las disidencias y Clan del Golfo.
Los ejércitos
A comienzos de 2022, el Clan del Golfo entró a San Isidro, un caserío al norte de Buenaventura, a orillas del río Calima, y señaló a sus pobladores de ser miembros del ELN, guerrilla que había dominado por años la región. Los hombres armados reunieron a la comunidad en el embarcadero y les revisaron sus celulares, en busca de cualquier excusa para incriminarlos. Les dijeron que tenían una lista de personas por matar. Les impidieron que se conectaran a la red celular, para que no pudieran dar aviso de lo que estaban pasando. Durante casi dos meses, cientos de pobladores estuvieron encerrados en sus casas, mientras el Clan del Golfo y el ELN sostenían combates alrededor de las casas de madera que no ofrecían mayor resguardo a sus ocupantes.
Alonso Victoria, de 64 años, vivía en una de esas casas con su esposa Alicia y sus pequeños nietos. Tenían una tienda, dos lanchas, animales y cultivos: el fruto de 20 años de trabajo. Alonso todavía recuerda con espanto el último combate. Se prolongó durante cuatro días y fueron tantas las explosiones y los tiros que escucharon, que la comunidad decidió abandonar el territorio, aunque los hombres armados les habían prohibido que lo hicieran porque los civiles les servían como escudo humano. El 11 de abril de 2022, aprovechando que la lluvia de balas dió una tregua, 300 personas se montaron en un par de chivas, que iban llenas hasta el techo, y dejaron atrás la comunidad donde habían construido sus vidas.
Los desplazados llegaron al casco urbano de Buenaventura y se refugiaron en el coliseo El Cristal, donde esperaban que las autoridades les dieran soluciones. Pero los meses empezaron a correr sin muchas respuestas, y cada vez era más difícil soportar el destierro. En las noches se mojaban, pues el techo del edificio tenía goteras. Dormían apiñados en colchonetas tan delgadas que parecían sábanas. Los baños no daban abasto. Hacían fila para comer y a veces los alimentos no alcanzaban para todos. Pasaron hambre y sed.
“Los jóvenes no podíamos salir ni a la tienda porque afuera había otra guerra”, dice Delia, de 20 años, refiriéndose a los enfrentamientos entre Shottas y Espartanos, que se disputan la comuna donde estaban refugiados. “Nos descuidaron y la gente se empezó a enfermar”, agrega. En el coliseo los alcanzó la muerte de la que llegaron huyendo.
La abuela de Delia murió de una trombosis. Tenía 57 años. A otra mujer, que apenas pasaba de los 50, le regresó un cáncer que supuestamente ya se había curado, y se la llevó. En total, murieron cuatro personas. Alicia, la esposa de Alonso, fue la última. Tenía 53 años, era una mujer sana, pero estaba angustiada: quería regresar a San Isidro, pero le daba miedo. Sufrió un infarto. “Penamos mucho en el coliseo y por eso perdimos a esas personas. Porque llegamos allá pensando en lo que habíamos dejado atrás, sintiéndonos desprotegidos. Y encerrados en cuatro paredes, como en una cárcel, nos llenamos de estrés”, dice Alonso.
En junio de 2024, dos años después de haber sido desplazados, los 300 refugiados del coliseo se montaron en seis chivas y regresaron a San Isidro. La Fuerza Pública les aseguró entonces que la guerra había amainado e instituciones locales y nacionales les prometieron ayudas para el regreso. Cuando volvieron a su pueblo, encontraron muchas casas tumbadas por el viento y la lluvia. Los animales se habían ido también y sus pertenencias habían desaparecido. Alonso, quien volvió solo, sin Alicia, no encontró nada de lo que había dejado.
La tranquilidad prometida duró seis meses, mientras las tropas del Ejército estuvieron alrededor de la comunidad. Al final del año pasado la guerra volvió, y esta vez con más fuerza y más grupos involucrados. “Ahora las cosas son peores. Cuando nos fuimos eran dos grupos: El Clan del Golfo y el ELN. Ahora son cuatro: aparecieron las disidencias de la Jaime Martínez y Los Chiquillos”, dice un poblador.
Entonces, en San Isidro comenzaron a ver los cuerpos que bajan por el río cada semana, o cada 15 días, después de los combates. Tres hombres que se habían desplazado en 2022 -uno de ellos había estado refugiado en el coliseo- y que retornaron el año pasado, fueron asesinados. Todos tenían entre 20 y 30 años. “Uno mantiene encerrado en la casa. No puede escuchar un sonido porque lo asocia con un disparo”, dice Delia. Alonso tampoco ha podido volver a sus cultivos: “No me he encontrado con la valentía de volver a trabajar mi parcela”, dice.
La situación de San Isidro se repite en varias comunidades del Bajo Calima -al norte de Buenaventura- que limitan con el litoral del río San Juan que, a su vez, conecta esta región con el Chocó. La guerra que allí se vive es una extensión de los enfrentamientos que desde hace años se sostienen en ese departamento vecino. Una disputa agudizada por la reciente llegada de las disidencias de la columna Jaime Martínez.
La mezcla de violencias que se vive en Buenaventura es una de las más complejas del país. Se habla de que hay una alianza entre disidencias y Clan del Golfo para enfrentarse al ELN en la zona rural. Mientras que en la ciudad, en el puerto, estos grupos sostienen alianzas con las bandas urbanas. La información varía dependiendo de la fuente. Según alguien que conoce ese conflicto, las disidencias trabajan con los Espartanos y el ELN con los Shottas. Además, en el municipio hay reductos de las disidencias de la Segunda Marquetalia y de otras bandas menores, como los Chiquillos.
“Esa guerra no es contra el Estado, ni siquiera entre los grupos, es una guerra contra la población civil”, dice un líder de la ciudad. Y explica que la gente ha tenido que acostumbrarse a la presencia de todos esos ejércitos, mientras tratan de seguir con sus vidas: “Si en una comunidad los ven pasar, le avisan a la otra comunidad para que sepan a qué lado pueden ir a trabajar o a pescar. Lo mismo para salir de fiesta. Si avisan que están en un lado, hay que ir al otro”.
A Delia, la joven que pasó más de dos años refugiada en el coliseo El Cristal, la entristece el hecho de no poder bañarse en el río. Ese solía ser un plan de los muchachos para divertirse. Pero ya no lo hace, dice, porque el río está contaminado por tanto muerto que han tirado al agua.

La fiebre del oro
Los pobladores de la región del Naya, al sur de Buenaventura, tampoco se bañan en su río, como lo habían hecho siempre. Allí, el motivo no son los muertos que flotan, aunque también sufren la guerra, sino el mercurio vertido en sus aguas para la minería ilegal. Según un poblador, en la parte alta del río Naya, en las montañas, hay 45 retroexcavadoras que trabajan a diario removiendo la tierra para buscar oro. Otros dicen que son casi 100. En apenas un par de años, este gran afluente, que sirve de frontera entre Cauca y el Valle del Cauca, se transformó por completo.
Lorenzo Rentería, un habitante de la región, lo recuerda: hace un par de años bebían de esa agua, ahora prefieren no tocarla. A los niños, que no pueden resistirse a los juegos en el río, les da diarrea y les salen granos en la piel. En verano, cuando la lluvia que recogen los pobladores solo alcanza para preparar los alimentos, y se ven obligados a recurrir al agua del Naya para asearse, sienten piquiña en el cuerpo.
La pesca de sábalo, barbudo, y bocón solía ser fácil. Había suficiente pescado para todos. A Lorenzo le alcanzaba para alimentar a su familia, para regalarles a sus vecinos y hasta para vender. Ahora, “los peces desertaron, desaparecieron”, dice. La mojarra, por ejemplo, sólo se puede atrapar donde el agua es clara, pero el río se volvió turbio y ya es imposible encontrarla. Incluso si encuentran peces, prefieren no comerlos. Una mujer de 60 años empezó a sufrir mareos y vómitos a comienzos de este año. Fue al médico en Buenaventura y este le dijo que no podía seguir consumiendo el pescado de su río.
Las máquinas empezaron a entrar al Naya en 2023 y la producción fue tan buena que causó una fiebre del oro. Antes, con el barequeo, un minero artesanal ganaba hasta 200.000 pesos a la semana. Ahora, pueden ser dos o tres millones. Por eso, la parte alta del río se llenó de entables mineros. En cada uno de estos suele haber dos retroexcavadoras que revuelcan y agujerean el fondo del afluente, y hasta cien personas trabajan allí. Cada semana, llegan los compradores, personas foráneas, a llevarse el oro. La bonanza es tanta que el precio del gramo se disparó: el año pasado lo vendían en 210.000, ahora el precio llega a los 300.000 pesos.
¿De quiénes son esas máquinas?: Esa es la pregunta que a los habitantes de la zona les da miedo responder. Uno de ellos contesta con otra pregunta: “¿Quién puede tener los 500 millones de pesos que puede valer una retroexcavadora de esas?”, dice. Aparte de pagar su precio, para llevar una máquina de esas hasta el Naya hay que pagar sobornos millonarios a las autoridades en cada paraje por donde pasen. “Los dueños son los narcos”, se atreve a decir otro. Los grupos armados, que en esta zona son el ELN y las disidencias de la columna Jaime Martínez, cobran comisiones para permitirles esa explotación a los capos de la minería ilegal.
La comunidad del río vecino de Yurumanguí es la única de esa región que no ha permitido la entrada de la maquinaria minera a sus tierras. Por eso, todavía se bañan y beben agua del río. Tampoco permiten la siembra de coca en su territorio. Pero sostenerse en esa decisión les ha costado dolor y zozobra. Abencio Caicedo y Edinson Caicedo eran dos de sus líderes más destacados, quienes defendían la determinación de la comunidad frente a los grupos armados presionaban para meter la coca y las retroexcavadoras. “Ellos se enfrentaban al que fuera”, dice alguien que los conoció. El 28 de noviembre de 2021 desaparecieron cuando iban a una reunión y nunca se volvió a saber de ellos.
Desde entonces, el asedio de los grupos ha venido en aumento. Las disidencias de la columna Jaime Martínez se ubicaron en los caseríos, mientras que el ELN se guarece en las montañas, desde donde ataca y se repliega. Los dos grupos sostienen combates con frecuencia. Los disidentes son quienes ejercen mayor presión, ya no tanto por la coca, sino por la minería, que es ahora el negocio más boyante. Citan a reuniones a toda la comunidad, en las que los pobladores permanecen de pie, nunca se sientan, para mostrarle al grupo que no están cómodos con su presencia. Allí, los hombres armados les advierten: “La minería va porque va, ya van a llegar las máquinas”, les dicen. La gente resiste y entonces los amenazan. Les dicen que tienen una lista de los líderes y que van a matar a los que se opongan a la entrada de las retroexcavadoras.
La comunidad de Yurumanguí se mantiene en su decisión, aunque cada vez se siente más débiles ante el asedio violento. Por eso, optaron por no hablar de minería en sus reuniones. Los líderes están agotados. Las disidencias, entonces, intentan una nueva estrategia para doblegarlos. “Dicen que con la minería va a llegar la plata, que van a construir un colegio, un hospital, que le van a dar regalos a la gente”, cuenta un poblador. Allí temen que, tras años de una desgastante resistencia, las retroexcavadoras finalmente lleguen a revolcar el Yurumanguí.
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Buenaventura es un municipio muy extenso. Su superficie es mayor a la de departamentos enteros como Atlántico o Risaralda. En cada rincón de ese territorio se escuchan historias similares sobre estos ejércitos que, con brazaletes distintos, pero a veces tan indistinguibles, han trastocado hasta lo más esencial e íntimo de la vida de miles de personas.
Un ebanista lleva meses sin fabricar un solo mueble porque no se atreve a entrar al bosque a buscar madera. Un grupo de curanderas que hace pomadas y ungüentos interrumpió su producción porque no pueden ir a recolectar las plantas medicinales. Una mujer no asistió al velorio de su sobrina porque no le permitieron cruzar una frontera invisible entre dos barrios. Una adolescente perdió a su bebé porque cuando comenzó a dar a luz ya casi era de noche, y ningún lanchero se atrevió a salir al río para llevarla a un hospital.
Cuando cuentan sus historias, estas personas dejan ver un sentimiento común: el desamparo. En Buenaventura, la gente resiste en soledad, se inventan formas de sobrevivir mientras albergan una profunda sensación de abandono porque nadie, ni el Estado, ninguna institución, está ahí para socorrerlos, porque están a merced de los ejércitos.
Antonio Murillo es oriundo de una de las comunidades del norte de Buenaventura, en los límites con Chocó, pero frecuentemente viaja al casco urbano a trabajar. Así ilustra la desprotección y el desconsuelo: “Si un día tengo que venir desde una de las veredas que quedan más al fondo, me subo a una lancha en El Guadual para irme por el río Calima. De ahí a San Isidro puede salir el Clan del Golfo. De San Isidro a La Esperanza, siguiendo por el río, está el ELN. De ahí hasta La Colonia manda la disidencia de la Jaime Martínez. En ese punto, sigo el trayecto por carretera hasta llegar a la comuna 12, donde empieza el casco urbano, y me pueden aparecer Los Chiquillos. Luego, paso por El Retén y ahí está el Ejército. Me meto por el centro y pueden salir Los Shottas. Finalmente llego a La Isla, donde queda el puerto, y me encuentro a Los Espartanos”.
En un recorrido que dura tres horas, que se hace en lancha y en moto o en chiva, Antonio Murillo puede cruzarse con siete grupos armados distintos. “Y cualquiera me puede detener, me puede llevar, me puede desaparecer. Y si no me pasa nada, es un viaje en el que voy a ir todo el rato con terror”, dice.
*Los nombres de las personas y algunos barrios mencionados en este reportaje fueron cambiados por razones de seguridad.