Un hilo de Twitter denunció que comunidades indígenas de Pueblo Rico, en Risaralda, se habían quedado sin el único puente que los comunicaba con la cabecera municipal. Debían cruzar el río colgados de una soga mientras el gobernador se ocupaba de la cancha de fútbol del pueblo y el alcalde, el primer emberá en ocupar ese cargo, se gastaba 45 millones en una fiesta durante la pandemia. ¿Quién es la niña? ¿Qué pasó con el puente?
15 de septiembre de 2021
Por: Daniela Mejía Castaño / Ilustración: Angie Pik
El río y la soga

Yeraldin es silenciosa, para que hable hay que hacerle preguntas en un español simple y, si se anima, deja salir una voz ronca de una cara medio seria. Cuando coge confianza puede dar respuestas como «mi mamá dice no vaya a coger hombre, porque hombre maltrata mucho, estudie, estudie niña, yo le doy a usted todo hija». Es menudita y bajita, tiene nueve años, la piel morena, los ojos negros y rasgados, y los párpados gorditos. La nariz la tiene pequeña y achatada. Su cabello le llega un poco más abajo de sus hombros y tiene flequillo a la altura de los pómulos.

Está sentada en el solar de su casa de dos pisos. El primero, de ladrillo, y el segundo, de madera sin inmunizar que tiene preocupado a su padre, porque el comején lo está haciendo polvo. Mientras Yeraldin juega con los dedos de sus pies le dice a María, su abuela paterna, que vayan arriba, a la montaña, a chupar cacao y arrancar yuca. María se deja su falda gris de flores moradas cosida por ella y se pone, por primera vez en más de cinco días, algo que cubre sus pies: unas botas pantaneras negras de caucho. Al dúo se une la madre de , también de falda, botas pantaneras y camiseta de manga larga. La niña se pone una camiseta del Borussia Dortmund de su papá que le llega a las pantorrillas, se calza unos crocs color azul cielo y se tercia un bolsito elegante de cuerina y pone adentro su celular.

Las tres suben por la montaña, monte arriba de su casa que está en Santa Rita, una comunidad indígena del resguardo Emberá Chamí de Santa Cecilia, en el departamento de Risaralda, al ritmo de DJ Sneak gracias al celular de Yeraldin, dando pasos ágiles sobre las piedras, la tierra y las plantas, hasta que llegan a un riachuelo. María acerca sus labios a una piedra grande que disminuye la fuerza de la corriente y bebe del agua. Yeraldin y su madre hacen lo mismo. 

De las cabezas de las tres mujeres cuelgan canastos hechos de bejuco tejidos a mano por ellas mismas, y que utilizan casi todas las mujeres emberá para transportar comida y encargos. Cuando llegamos a la mitad de la montaña, a lo que María llama la sementera de su hijo, la mujer corta los troncos de matas de yuca con su machete, luego les dice a su nieta y nuera que tiren de lo que queda de esos troncos para sacar las raíces. Las raíces salen, una de ellas es enorme, Yeraldin la toma entre sus manos, la levanta y dice «grande». 

Detrás de la camiseta del equipo de fútbol alemán, en su hombro izquierdo, la niña tiene una cicatriz con la forma de un cráter ovalado que sobresale de su piel como la montaña que escalamos. Cuando la herida estaba abierta le salían escamas parecidas a los helechos y plantas rastreras que ahora su abuela corta para que el suelo de la montaña sea transitable. En el mundo de las cicatrices la cicatriz de Yeraldin también podría llamarse grande, y es el rastro del parásito Leishmania, que le ocasionó una leishmaniasis cutánea hace ocho meses. 

El día en que su padre la grabó cruzando el río, Yeraldin iba a un control médico al corregimiento de Santa Cecilia, en donde las enfermeras revisarían su herida y verificarían si el parásito había abandonado su cuerpo. No era algo inusual para una niña indígena de su comunidad tener el parásito: durante los últimos seis meses, de acuerdo a los datos que hay en la Dirección Local de Salud de Pueblo Rico, se presentaron 15 casos de leishmaniasis cutánea; 9 de ellos en miembros de la comunidad indígena y 4 de ellos en Santa Rita, la comunidad de Yeraldin. 

La niña sacó de la repisa de madera de su habitación la blusa roja y el short amarillo que ella misma había lavado días antes con el agua del río que dentro de poco cruzaría, y como es calladita y ágil salió a la cita sin que nadie se diera cuenta. Eso tampoco era algo nuevo: en su caserío todas y todos son familia extendida, o tienen alianzas comunitarias que los hacen muy cercanos. Es normal que las niñas salgan de sus casas y entren sin avisar por puertas de madera sin cerrojos que se mantienen abiertas durante el día. 

Aunque la casa de Yeraldin es diferente, tiene cerrojo; sus padres decidieron ponerlo después de ver que las casas del pueblo lo tenían, y de escuchar a la gente decir que el artilugio los protegía de los ladrones. Entre el padre y la madre, una de las únicas dos auxiliares de enfermería de su comunidad, ahorraron para comprarlo y ahora en el resto de casas se comienzan a ver cada vez más y más cerrojos.

Tras Yeraldin salió su papá, que al no ver rastro de su niña por el camino ancestral de abismos y pantano que araña la montaña hasta llegar a La Punta, el caserío más cercano desde donde salen unas motos lentas de tres ruedas, llamadas chochos, para el puesto de salud, sospechó la travesura recurrente de su hija: cruzar el río colgada de la soga para acortar camino. Cuando llegó al lecho del río la vio peleando contra la corriente. Le pareció ver una marioneta que subía y bajaba y decidió grabarla con su celular. Yeraldin ni se enteró.

Se suponía que el video iba a quedar ahí, olvidado en la memoria del aparato, no que yo le preguntara meses después, y a través de un mensaje de texto a mi profesor de castellano de bachillerato, amigo del padre de Yeraldin: «¿Cómo va lo del puente, profe, sabe algo?», y entonces el profesor de bachillerato le replicara la pregunta a su amigo, el padre de Yeraldin, y este respondiera con el video de su hija colgada de la cuerda cruzando el río. 

Tres minutos después recibí como respuesta el video en mi celular. Antes de abrirlo leí las palabras de rabia de mi profesor: «Mira cómo están cruzando, es el colmo que aún no hayan hecho nada».

Era el colmo: la comunidad había denunciado desde noviembre de 2020 que el puente de Santa Rita, el único que comunicaba a las 500 familias —más de 2.000 personas— que vivían del otro lado del río Ágüita había sido arrasado por una creciente. Ya era enero de 2021, las clases comenzaban pronto y sus gobernantes aún no se pronunciaban ni arreglaban el puente.

Durante dos noches lo único que pude invocar antes de dormir fue la imagen de la niña, me perseguía. Al tercer día claudiqué y lo publiqué en Twitter: «La niña que ven luchando contra la corriente del río es de la comunidad emberá chamí de Pueblo Rico, Risaralda. 2.000 indígenas más deben cruzar el río como ella para salir del resguardo y llegar al pueblo. Es su única opción. Abro hilo».

Después, agregué otros datos acompañados de videos y artículos sobre el estado del puente antes de que fuera arrasado por la corriente del río, y denuncié a los dueños de la desidia: Leonardo Fabio Siágama, alcalde de Pueblo Rico y primer emberá chamí en ocupar el cargo, que había gastado 46 millones en una fiesta de tres días durante la pandemia, un mes después de que la comunidad denunciara que el puente había sido arrasado por la creciente del río; y el gobernador de Risaralda, Víctor Manuel Tamayo, que había recorrido Pueblo Rico unos días antes para ver las obras de infraestructura de ese municipio y solo se pronunció en sus redes sociales sobre la cancha de fútbol del pueblo.

Al día de hoy, la secuencia ha sido retuiteada más de ocho mil veces, reproducida cuatrocientos cincuenta y cuatro mil veces y tiene once mil «Me gusta».

La versión oficial

Un día después de publicar el hilo, el alcalde de Pueblo Rico, Leonardo Fabio Siágama, que también es tío materno de Yeraldin, se pronunció sobre el video: «Esta niña fue obligada por la misma comunidad [de Santa Rita] para que cruzara el río y poder grabar, y poder hacer protesta a que el Estado no ha hecho caso a la solicitud de ella [de hacer un puente]». No explicó, sin embargo, el porqué de la fiesta de tres días que había financiado con dineros públicos en diciembre de 2020, en pleno pico de la pandemia, y al final de su intervención apareció otro hombre que según los créditos era Juan de Dios Querágama, supuesto gobernador indígena de Pueblo Rico. Querágama aseguraba que vivía en la zona tres, la misma de la niña, y apoyaba la versión del alcalde: la menor había sido obligada a cruzar el río. Y agregó un dato más: la comunidad tenía un camino ancestral para llegar a la cabecera municipal. Todo se trataba de un montaje, según la versión oficial.

Pero la persona que aparece en el video como Juan de Dios Querágama —quien en realidad era el gobernante mayor del resguardo Gitó Dokabú, donde viven los emberá katíos, y que antes de morir por una aparente infección intestinal hace cinco meses vivía en la comunidad de Kemberdé, a unas 3 horas del ahora inexistente puente de Santa Rita— en realidad es Julio Alberto Nayaza Restrepo, coordinador académico del Colegio Etnoeducativo Emberá Chamí y autoridad mayor de la guardia indígena. Nayaza vive en Santa Rita, la misma comunidad de Yeraldin, pero en el caserío al otro lado del río Ágüita, donde no se necesita puente para salir o entrar. Dos veces le pregunté al líder Nayaza por qué había utilizado el nombre de una persona muerta para identificarse en su intervención, pero nunca recibí una respuesta. Mientras que la referencia que hacía al camino ancestral La Punta-Embordó como una vía alternativa no es más que una trocha empantanada de abismos de hasta 90 grados de inclinación, que es muy peligrosa y por la que también se debe cruzar una quebrada brava para llegar al caserío. 

Como lo explicó Julio Kechar, miembro de la Guardia Indígena en un reportaje de El Espectador: «A los niños enfermos y a las mujeres en embarazo no tenemos cómo llevarlos al centro de salud». En el mismo artículo, el alcalde Siágama no solo apoyó la versión de Kechar sino que denunció que algo parecido al puente de Santa Rita había ocurrido en la vereda Marruecos, y cuatro años después la comunidad seguía sin puente. Tampoco era la primera vez que Siágama levantaba su voz por el mismo problema, en febrero de 2019 había denunciado, como líder de la vereda Alto Guadual, el peligro que corrían más de 100 personas después de que el puente de la zona, que también atravesaba el río Ágüita, colapsara por falta de mantenimiento. 

De hecho, en mayo de 2016, y según denunció en su momento Caracol Radio, una niña indígena que intentaba atravesar el río Docabú, que entrega sus aguas al Ágüita y está en zona chamí, había muerto ahogada. Otras dos tragedias similares fueron denunciadas en mayo y octubre de 2018: una niña indígena de siete años perteneciente a la comunidad El Cortijo había muerto al tratar de cruzar el río Gitó; y otra más, de cuatro años, mientras intentaba cruzar el río San Juan para llegar a Itaurí, en la vereda Santa Marta. 

Ese mismo año, 2018, la Personería Municipal de Pueblo Rico, junto con los cabildos Emberá Chamí y Emberá Katío, había ganado una tutela en segunda instancia en donde se les ordenó al Insitituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), al departamento de Risaralda y al municipio de Pueblo Rico, entre otras entidades, formar una mesa de diálogo interinstitucional para desarrollar estrategias a corto, mediano y largo plazo que protegieran la vida e integridad de los menores de edad de comunidades indígenas, negras y campesinas risaraldenses, que para acceder a educación o atención médica debían cruzar puentes en mal estado o ríos a nado, y muchas veces terminaban ahogados. 

¿Por qué el alcalde, miembro del resguardo indígena de Yeraldin y testigo directo de las tragedias que la comunidad vive por no tener puentes en buen estado, se contradecía, salía en defensa del discurso oficial y negaba a su propia sobrina? Las alianzas políticas que se tejieron para que Siágama llegara a la alcaldía de Pueblo Rico como el primer emberá chamí pueden responder desde una perspectiva política parte de esta pregunta. 

Siágama pertenece al partido político Movimiento Alternativo Indígena y Social (MAIS) y durante su campaña, llamada  «Unidos hacemos más», se alió, entre otros, al partido conservador y cristiano Colombia Justa Libres, que tenía como candidato a la gobernación de Risaralda a Víctor Manuel Tamayo. 

Ambos ganaron las elecciones en gran parte por el capital electoral que Siágama, el tío de Yeraldin, tiene a su favor en Pueblo Rico: «En este municipio viven cerca de 14.000 personas, pero hay dos resguardos indígenas que suman cerca de 5.000 habitantes y un consejo comunitario con otros 3.000 afrodescendientes. Es decir, se trata de una población étnica cohesionada que fácilmente pone alcalde», escribió la revista Semana en el artículo titulado «El candidato que vive en el filo de la navaja».

Siágama y Tamayo son aliados políticos y a ambos les ciñe un deber que se repite en las dos figuras que ellos representan, y que están consignadas en la Constitución Política de Colombia: «Presentar oportunamente —al Consejo o a la Asamblea Departamental— los proyectos de acuerdo sobre obras públicas que estimen convenientes para la buena marcha del municipio». Un puente y camino alterno que comunica a 500 familias indígenas con la cabecera municipal es una obra pública que se necesita no solo para la buena marcha del municipio de Pueblo Rico sino de todo el departamento, y el video dejó en evidencia el deber desatendido de ambos aliados políticos incluso cuando una tutela, con muertos de por medio, les ordenaba atender la situación. 

Inversiones invisibles

Mónica Paola Saldarriaga Escobar es la secretaria de Infraestructura de la gobernación de Risaralda y fue la única funcionaria de esa entidad que se pronunció sobre el video de la niña, la soga y el río. Lo condenó y aseguró que desde la administración del gobernador Tamayo se habían hecho inversiones muy cuantiosas para las comunidades indígenas. Probablemente se refería, entre otras, a Caminos Ancestrales, una licitación que fue descrita por varios medios locales como «un paquete de obras que renovará los caminos de las comunidades indígenas y restaurará cuatro puentes, incluidos el de Santa Rita». 

Pero en el papel, Caminos Ancestrales no fue un contrato de obras sino de consultoría que costó 400 millones de pesos, ganado por el Consorcio Meza, creado especialmente para aplicar a esa licitación y que tenía como representante legal al curtido contratista público manizaleño Luis Alberto Meza Galeano. La consultoría abarcó seis caminos, representados en 27 kilómetros aproximadamente —incluido el camino ancestral La Punta-Embordó, que pasa por Santa Rita y al que se referían los gobernantes locales como «camino alterno»— y arrojó como conclusión principal que el costo de la ejecución de los diseños que el mismo estudio había trazado sobre esos caminos era de 84.125 millones de pesos.

Después de entregado el informe final de ese contrato en 2019, el viceministro de infraestructura, Manuel Felipe Gutiérrez, y el entonces gobernador de Risaralda, Sigifredo Salazar, se comprometieron a crear mesas de trabajo para conseguir los recursos de la ejecución de los diseños, pero hasta hoy y durante la administración de Tamayo las mesas no se han creado ni se ha recaudado el dinero.

Y eso que los 400 millones que costó la consultoría se financiaron bajo el marco del programa Plan Vial Regional (PVD) del Plan Nacional de Desarrollo 2014- 2018, que tenía por objetivo «incrementar el número de kilómetros de vías de los departamentos a través de proyectos sostenibles impulsados por y para la comunidad».

O tal vez la secretaria Saldarriaga Escobar hacía referencia a la adición de más de 142 millones de pesos al convenio 1064 del 25 de abril de 2019 —que ya tenía un presupuesto de más de 400 millones de pesos— anunciada por el gobernador Tamayo en octubre de 2020. El objetivo de ese convenio era «aunar esfuerzos para cofinanciar los componentes del proceso de presupuesto participativo en el municipio de Pueblo Rico», componentes que por votación popular habían dado como resultado, desde 2018, la restauración de los puentes rurales del municipio, entre ellos el de Santa Rita, y que también tenían un presupuesto de más de 400 millones de pesos. 

Lo cierto es que según una de las actas a las que Vorágine tuvo acceso, más de 500 millones ya habían sido desembolsados para el cumplimiento del contrato a diciembre de 2019. Y después de cientos de millones de pesos y un fallo de tutela a favor, aún mueren niños, niñas y ancianos ahogados por las aguas de sus ríos cuando intentan cruzarlos en zonas rurales de Risaralda para ir a la escuela, al médico o simplemente salir y entrar de sus resguardos. 

Las consecuencias de la colonización 

En 1967 el investigador Luis Guillermo Vasco, en ese entonces un estudiante de antropología de la Universidad Nacional de Colombia, fue por primera vez a Pueblo Rico, a tierras chamí, gracias a un paseo que una de sus profesoras había preparado para que sus estudiantes vieran «indios vivos y no solo los de los libros». Al interactuar con ellos, Vasco vio dos caminos: su experiencia sería su tesis de grado y hablaría con un amigo del Incora, que en esa época «tenía de moda hacer reservas campesinas», para preparar un informe que ayudaría a titularles tierras a los indígenas. El informe se convirtió más tarde en el documento base de la construcción del Resguardo Unificado Emberá Chamí de Risaralda. 

Uno de los apartados de ese informe se titula Guadua: «Este elemento es el centro vital de la cultura material chamí. Con él se fabrican desde importantes obras arquitectónicas o de ingeniería, como viviendas y puentes, hasta objetos tan simples como los recipientes para cargar el agua y los faroles para las correrías nocturnas». Sobre los puentes, Vasco también escribió que «los blancos de la región siempre se ven obligados a recurrir a los indígenas cuando es necesaria la construcción o el reemplazo de uno de estos».

A sus 81 años y retirado en Bogotá del mundo académico desde sus 62, Vasco accedió a hablar conmigo a través de una videollamada de zoom. Quería hacerle una pregunta a él, que compartió más de diez años con las comunidades chamí de Risaralda:

—¿Qué piensa de que ese pueblo que usted conoció, que aunque con amenazas externas parecía ser autónomo y trabajaba la guadua como material primario para enfrentarse y construir su mundo, hoy sea viral en redes sociales por la ausencia de puentes y el abandono estatal?

—Muy gráfico. La dominación no solo es económica, también ideológica. Ellos aprenden que lo suyo es salvaje, entonces quieren tener las cosas de los, entre comillas, civilizados. La explotación y dominación tiene un componente mental, de hacerles creer que hay que darles todo y que no son capaces por ellos mismos. Y si no les dan, pobrecitos, están abandonados. Aunque puede que eso de los puentes sea un boom de ustedes, los periodistas, sin saber bien qué es lo que pasa. Puede ser normal que crucen el río a nado. ¿Por qué tienen que cruzar el río?

—Porque están acostumbrados a visitar al médico, ir al colegio…

—Están acostumbrados no, los acostumbraron. En las condiciones en las que se les dan las cosas les toca ganar plata para poder vivir. Se tuvieron que ir de jornaleros a las fincas y haciendas de los nuevos patrones porque les acabaron con la caza y la pesca, les quitaron la tierra y se les enseñó que toda esa comida que se recogía del monte era de animales. Hasta con el trago, había que emborracharse con aguardiente porque la chicha de maíz o de chontaduro, la de ellos, era de animales y hacía daño. Había que comprar y su único ingreso-plata era el jornal. 

De regreso a la montaña

Cuando Yeraldin, su abuela y su madre terminan de sacar las yucas de la tierra y aperarlas en los canastos, bajamos de la montaña, que en emberá se llama mode, con pasos pesados. Al rato, Yeraldin dice que quiere ir al do, al río. Se descalza y corre montaña abajo, hacia el agua, yo trato de alcanzarla, me mira y dice mipitaa kiruu, «el río está bonito».

Cuando llegamos al río la niña mira con sus ojos negros a un grupo de jóvenes que bregan por el dominio de una piedra que sobresale en la mitad del cauce. Quien pierde el equilibrio se lanza al agua con aire dramático y se deja arrastrar por la corriente un buen rato, luego remonta a nado y regresa a la piedra para continuar la brega. Parece ganar un joven de piel color tierra que brilla por el efecto del sol contra el agua que le escurre del cuerpo. «¡Soy Hulk! ¡Aghh!», gruñe.

Yeraldin suelta la risa y se tira al río. Todos saben qué hacer: extenderle una cuerdita de manos humanas para que cruce la parte agresiva del río hasta quedar en el remanso que produce a sus pies la piedra que hace de ring. Por más de una hora se trata de estar, de reír en el río, de zambullirse en él, de hundirse aquí y salir allá, de tratar de escalar la piedra, de saltar de la piedra al agua, de esquivar a los gladiadores que saltan sin mirar, de pelear con la fuerza del río hasta perder. Yo trato de seguirles el nado, la corriente. 

Cuando está en el agua, Yeraldin me cuenta que no sólo sabe nadar en el río sino también  «barrerlo», lo hace junto a sus padres con un toldillo que sumergen como barrera para atrapar peces que luego cocinan y comen, aunque cada vez hay menos peces; cruzar el río colgada de la soga se ha vuelto un gran divertimento para ella, pero prefiere las aguas quietas de los balnearios porque «no son tan peligrosos». 

Mientras flotamos en el agua fresca del río, ocho niños desnudos han cruzado por la misma cuerda que Yeraldin cruzó en el video, también otros tres hombres fornidos que se han amarrado a la cintura racimos de plátano primitivo. El puente sigue sin ser reparado. Uno de los hombres, Miguel Ángel, me dirá más tarde, cuando le pregunte si para él está bien cruzar el río de esa forma: «No me parece bien con este lazo, a toda hora uno estar pasando en esto nunca se sabe, una creciente baja, y con el peso que lo reviente, hasta uno también se puede ahogarlo, entonces más que todo la necesidad de nosotros es el puente que nos estamos mereciendo».

El esqueleto de la garrucha o tarabita que también prometió instalar la secretaria Saldarriaga Escobar ocho días después de la viralización del video, es decir el 10 de febrero, está detrás de nosotras, un armatoste que solo comenzará a funcionar el 20 de junio, casi un mes después de mi visita al resguardo.

Al salir del agua un grupo de mujeres, entre ellas la madre de Yeraldin, se agolpa a un lado del río, señalando hacia su lado opuesto. Un pájaro negro y grande, parecido a un mirlo, con sus alas extendidas y haciendo esfuerzos tontos es arrastrado por la corriente. El pájaro logra levantar vuelo bajo y se posa sobre una piedra. Las mujeres empiezan a gritar para que sus voces lleguen al otro lado del río y llamen la atención de un muchacho joven que pasa por ahí. El muchacho logra escucharlas, hace lo que le dicen y toma un palo del suelo y golpea la roca del lado contrario al pájaro. El sonido del golpe hace que el animalito levante vuelo con fuerza, como si segundos antes no hubiera estado luchando contra el agua con sus alas inservibles y empapadas.

—¿Qué significa todo esto, por qué le pegan a la piedra? —le pregunto confundida a Luisa, la mamá de Yeraldin.

—Eso es una seña. El pájaro está diciendo algo, como una cosa mala va a pasar. Si muere aquí mucho más malo pasa. 

Esa tarde, mientras comíamos las yucas tiernas adobadas por María, la comunidad se volvió un grito brusco. Ella, María, fue la primera en salir corriendo. «Un niño ahogó», me alcanzó a decir mientras bajábamos a las carreras al río, a unos 100 metros de su casa. Nadie supo cómo ni dónde ocurrió pero todas vimos a un niño de unos siete años, desnudo, del lado de allá del río, sobre la tierra seca y removida, correr hacia arriba y hacia abajo lanzando chillidos de desesperación mientras se mandaba las manos a la cabeza y al pecho. 

La comunidad empezó a armar su versión de los hechos. Esto fue lo que entendí: eran dos niños, hermanos. No eran de Santa Rita, lo que por lógica los ubicaba aguas arriba del río. Podrían estar jugando en el agua hasta que la corriente superó la fuerza de uno de ellos y el otro, el que escuchamos gritando al borde del río, salió corriendo tras su hermano hasta llegar a donde estábamos nosotras. O podrían estar cruzando el río incluso por la misma soga en la que Yeraldin fue grabada por su padre. 

Varios días después, en la noche, cuando ya estoy en Pueblo Rico, lejos de Santa Rita, el bombero Néstor Cardona, que lleva siete años de trabajo en ese municipio con las comunidades rurales, me dice que no tener un puente es el menor de los males de Santa Rita, el mal mayor es su ubicación:

—Ese caserío no solo tiene el río al frente sino que está rodeado por dos quebradas, la de la margen derecha que tiene riesgo por inundación y desbordamiento y la del lado izquierdo, que ya está caracterizada por el Plan Municipal de Gestión del Riesgo. Se sabe lo que va a pasar, por el agua la tierra va a seguir cediendo y todo se irá abajo, nosotros mismos pasamos el informepero hasta ahora nadie ha hecho nada. Igual que con el puente.

Recuerdo a María, de camino a la sementera de su hijo, beber con cuidado de la piedra que está en el riachuelo montaña arriba de su casa.

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