La ciudad cerrará el año con la menor tasa de homicidios en décadas, mientras la negociación con el crimen tambalea por el desinterés del comisionado de paz.
27 de octubre de 2024
Por: Jaime Flórez, Medellín* / Ilustración: Angie Pik
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* Este reportaje hace parte del proyecto “Tras las huellas de la Paz Total”, apoyado por el Fondo Canadá de Iniciativas Locales, de la Embajada de Canadá en Colombia.

En un café de un centro comercial de Medellín, Jorge Mejía, un hombre tranquilo y ponderado, toma su celular y abre su correo electrónico para mostrar un informe que le llega todas las madrugadas: el de los asesinatos en la ciudad. “Mire —dice con una satisfacción contenida— ayer, 10 de octubre, no hubo ningún homicidio, y este año van 229; en el mismo periodo del año pasado iban 288”. Mejía es el coordinador de la delegación del gobierno nacional en la mesa de diálogo de la cárcel de máxima seguridad de Itagüí (el espacio de conversación sociojurídica, en la jerga oficial), donde se negocia un posible desarme de las estructuras criminales de la capital antioqueña y el Valle de Aburrá.

El relato de por qué Medellín está a punto de registrar su año más pacífico en la historia reciente está dividido. Desde la cárcel de Itagüí y a través de Whatsapp, los voceros de la Oficina -antes conocida como la Oficina de Envigado-, dicen que la explicación pasa por su decisión propia: “Es una clara muestra de la voluntad de paz de las estructuras. Antes de que esto empezara a suceder se comunicó a la delegación del gobierno nacional que, en el compromiso por la paz, estas cifras empezarían a reducirse”, le aseguran a VORÁGINE.

Desde la alcaldía de Federico Gutiérrez apuntan a que la disminución de los homicidios se debe a su gestión para combatir el crimen. Por su parte, los estudiosos de la violencia hablan del aprendizaje de estas organizaciones armadas que, después de muchas guerras internas, han comprendido que sus negocios ilegales pueden ser más prósperos si no se matan entre ellos. La respuesta a la aparente tranquilidad en Medellín seguramente pasa por una combinación de todos estos factores.

Lo cierto es que la violencia en la ciudad está lejos de ser la que fue en los años 80, cuando emergieron las bandas criminales en medio de un coctel de pobreza en las barriadas, en combinación con la plata  del cartel de Medellín y la ebullición de las milicias guerrilleras. También se ve lejano el registro de los noventas, la época más violenta, la de la disputa del hampa por asumir el poder del decadente Pablo Escobar y del boyante paramilitarismo. Incluso, la postal se aleja de la que se veía hace 15 años, durante la última guerra de grandes capos de la Oficina. 

Pero el andamiaje criminal sigue operando. Las estructuras sobrevivientes de todos estos ciclos de disputa controlan el narcotráfico, el sicariato, la extorsión y buena parte de la vida en la ciudad. Por eso mismo, muchos advierten que la calma se puede romper en cualquier momento, pues la historia de Medellín ha mostrado que cada tanto comienza una nueva guerra. Es en medio de esa frágil tranquilidad que avanza la negociación de paz del mayor conflicto urbano del país. Un proceso complejo que hoy tambalea —en esto coinciden la mayoría de entrevistados para este reportaje— por la apatía del gobierno nacional, representado en la figura de Otty Patiño, el consejero comisionado de paz.  

Una foto inédita

El 2 de junio del año pasado se tomó en la cárcel de Itagüí una foto inédita en el medio siglo de la guerra urbana del Valle de Aburrá. En el centro penitenciario de ese municipio, al sur de Medellín, se reunieron los delegados del gobierno, algunos representantes del movimiento social y 16 jefes criminales: los sobrevivientes de las guerras de las milicias, del Cartel, del paramilitarismo y de las refriegas internas de la antigua Oficina de Envigado. Ellos aseguran que ya no son los capos del crimen en Medellín, que afuera, en las calles, hay otros que los reemplazaron. Pero también dicen que tienen la vocería para negociar en nombre del 90% de las estructuras armadas.

Ese día, las bandas representadas en la Oficina, más otras dos que se consideran independientes, El Mesa y Los Triana, comenzaron el diálogo de la paz urbana. A partir de información de las autoridades y de investigadores sociales, se puede decir que en el Valle de Aburrá operan entre 15 y 17 bandas que recogen 350 combos repartidos en los barrios, que a su vez suman entre 12.000 y 14.000 integrantes. De lejos, el panorama criminal urbano más amplio del país. 

Los nombres, los alias y sobre todo las acciones violentas de los voceros que se presentaron ese día en la cárcel de Itagüí han resonado durante décadas en el Valle de Aburrá. Sin embargo, a la mayoría de ellos no se les había visto nunca en público. Y mucho menos juntos, pues algunos han sostenido guerras o han estado alineados en bandos enemigos. Por eso, a quienes conocen la historia de esta violencia les causó impacto verlos en la instalación de la mesa. “Fue un evento simbólico y políticamente potente. El hecho de que dieran la cara, el reconocer esos rostros que han estado en las guerras. Ahí dije: ‘esto va en serio’”, asegura Diego Herrera, quien estuvo presente en el evento como representante de las organizaciones sociales. 

Para lograr esa foto se había recorrido un buen trecho. Las exploraciones de paz comenzaron durante la campaña presidencial. Antes de la victoria de Gustavo Petro, algunos emisarios suyos ya habían sondeado entre las bandas la voluntad de sentarse a negociar. Las primeras búsquedas, en la fase secreta del proceso, se adelantaron por dos vías: la del abogado Daniel Prado y la de Juan Fernando Petro, hermano del presidente, y Danilo Rueda, excomisionado de paz. 

“Las estructuras ya venían con la idea de empezar un proceso y la política de paz total se encontró con esa voluntad, y eso se tradujo en un acuerdo último (de las estructuras): el de ir todos juntos y nombrar a unos voceros”, explica Henry Holguín, en una cafetería en La Bayadera, un sector del centro de Medellín de talleres mecánicos y venta de autopartes que él mismo controló hace décadas, cuando era jefe de una banda de sicarios al servicio de Pablo Escobar. 

Holguín pasó más de diez años en la cárcel y hoy pide que se le presente así: “soy un actor, como muchos otros, que pudo pasar de la ilegalidad a la sociedad civil, y que hoy busca la paz”. En esas fases exploratorias, Sinergia, la organización social de la que Holguín hace parte, fue vocera de la banda los Pachelly. Su interlocución con las demás estructuras armadas también es conocida. 

Hacia septiembre de 2022, varias estructuras criminales pactaron una tregua para frenar la violencia en la ciudad y así ambientar la negociación. Y para finales de ese año, el gobierno empezó a trasladar a Itagüí a varios de los viejos líderes de las organizaciones armadas que estaban presos en otras cárceles, entre ellos Juan Carlos Mesa, alias Tom, quien para el momento de su captura en 2017 era considerado por las autoridades como el jefe de la línea que agrupaba la mayoría de bandas de la Oficina.

“Con Danilo Rueda como comisionado de paz había actividad todo el tiempo en la mesa, nos mirábamos a la cara, y se hicieron muchas cosas. Se ayudó a parar enfrentamientos y a hacer labores humanitarias, por ejemplo, con personas amenazadas, cosas de ese tipo”, cuenta alguien que ha participado en los acercamientos.

Ya con la mesa instalada en la cárcel de Itagüí, era necesario definir su agenda, es decir, los puntos del diálogo entre el gobierno y las bandas. Jorge Mejía, el coordinador de la delegación del gobierno, explica que esa hoja de ruta se alcanzó a elaborar, y que incluía seis puntos: el tránsito de las economías ilegales a las legales, la intervención de los territorios, la humanización del conflicto, la justicia restaurativa, la memoria y la transformación de las estructuras. 

Pero un día antes del lanzamiento programado de la agenda, el presidente Gustavo Petro anunció que Danilo Rueda salía de la oficina del comisionado de paz. En su reemplazo llegó Otty Patiño, exguerrillero del M19 y experto en temas de conflicto y paz. En Medellín y el Valle de Aburrá hubo optimismo con el nombramiento, pues consideraban que, aunque Rueda había sido eficiente abriendo las negociaciones, Patiño podía ser más efectivo para concretarlas. 

Hoy, la mayoría de los involucrados en el diálogo con las estructuras armadas coinciden en que la llegada de Patiño paralizó la mesa. Casi un año después de su nombramiento, la agenda de mesa de Itagüí no se ha lanzado, así que, al menos públicamente, ese diálogo no tiene un horizonte claro. 

“En la última audiencia de la paz urbana convocada por algunos congresistas de la coalición de Gobierno, todas las organizaciones de la sociedad civil invariablemente fueron muy críticas con la actitud tan pasiva del alto comisionado, que se refleja en que ni siquiera asistió a la audiencia pública”, dice Julián Múñoz, profesor de la Universidad de Antioquia que dirige el grupo de investigación sobre conflicto, violencia y seguridad humana, y que ha seguido de cerca el proceso.

Una persona cercana a la mesa, asegura: “Es una estupidez, una inutilidad, el desaprovechamiento de todo lo que se puede hacer allí. Se han perdido muchas oportunidades”. Mientras tanto, desde la cárcel, los voceros de las estructuras dicen que la gestión del comisionado “deja mucho que desear”, y que para descongelar el diálogo es necesario “que nombren a un comisionado para la paz urbana que no tenga ningún sesgo ideológico, y que así también puedan avanzar las conversaciones con los grupos no rebeldes”.

Alrededor de la mesa se especula sobre las razones del desinterés del comisionado. Algunos dicen que el diálogo de Medellín no cabe entre sus prioridades, pues está enfocado en las negociaciones con el ELN y las disidencias. Otros apuntan a que Patiño es escéptico de lo que se pueda lograr en esta mesa, entre otras cosas, porque le parece necesario que el alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, y el gobernador de Antioquia, Andrés Julián Rendón, se sumen al proceso, y esto resulta difícil tanto por las posturas políticas de los dos mandatarios, como por el escaso avance de la mesa. 

Pero el comisionado Patiño, en entrevista con VORÁGINE, se mostró optimista frente al proceso: “Yo no creo que haya habido parálisis. No es el Estado central el que paraliza o no hace las cosas. Desde luego, a veces reclaman la presencia de uno, de la Oficina del Alto Comisionado, pero la gente se sigue moviendo por encima de cualquier circunstancia y lo están haciendo muy bien”.

También se refirió a la hoja de ruta de estos  diálogos: “El gobierno no puede imponer una agenda que no sea concertada con los sectores sociales de Medellín, la paz tiene que nacer de los territorios. Lo que nosotros podemos hacer es apoyar los esfuerzos que haga la gente y en eso intervienen, por supuesto, quienes están en las bandas”. 

Patiño también le dijo a VORÁGINE que ya hay avances con las estructuras y que, por ejemplo, está a la espera de que ellos le presenten pronto una agenda contra la extorsión, en la que se comprometan a disminuir ese delito, una de las rentas principales de estos grupos delincuenciales. “Si las bandas no muestran una disposición a cambiar esas realidades territoriales y lo único que esperan es un marco jurídico para terminar fortaleciéndose, el gobierno, por lo menos en el tema de paz, no va a mover un dedo”, agregó.

Las dudas 

Muchas de las discusiones más importantes de la paz urbana en Medellín tienen que darse por fuera de la mesa instalada en la cárcel de Itagüí. Entre esas, la delimitación del marco jurídico de lo que la institucionalidad puede ofrecerles a la Oficina y las demás estructuras para que se desarmen, en términos de acuerdos con la justicia, entrega de bienes, reparación a las víctimas, entre otros. Sobre esa oferta, hoy hay muy poca claridad. 

“El marco jurídico es un tema difícil, una de las limitantes”, explica Jorge Mejía. Y continúa: “hoy el código penal no permite una negociación colectiva con las estructuras criminales. Por eso, la Corte Constitucional orientó que el Congreso debía producir una ley en ese sentido”. Pero en el legislativo no hay ambiente para un proyecto de este tipo. 

Así que lo que queda es negociar con lo que ya existe. “Justamente tenemos una reunión con la fiscal general, que está muy interesada en que, en lugar de crear más marcos jurídicos, consolidemos los que ya existen en temas de justicia. De tal manera, que hay que adaptar lo existente a la realidad y no crear nuevas realidades jurídicas”, explica el comisionado Patiño. 

La clave de un eventual desarme pasa por lo atractiva que puede ser para las estructuras armadas la propuesta que les haga la institucionalidad. Quienes conocen las bandas por dentro aseguran que hay asuntos como la reparación de las víctimas o la entrega de bienes que no parecen tan problemáticos, entre otras cosas, porque la justicia nunca ha podido determinar cuánta plata tienen.

La colaboración con la justicia, en cambio, se ve como un desafío mayor. “Ellos no quieren que esto implique más judicialización”, dice Mejía. Andrés Preciado, director del área de conflicto y seguridad de la Fundación Ideas para la Paz y ex subsecretario de Seguridad de Medellín, explica: “si usted le dice a un integrante de las bandas que para someterse o pasar por la sujeción a la justicia tiene que delatar a otros, hasta ahí llegó, porque ese es el mayor punto de disputa moral del crimen. Tener que salir a delatar a otros es imposible para ellos”. 

El panorama es todavía más complejo si se tiene en cuenta la historia y las características de la Oficina y las bandas del Valle de Aburrá. Estas no son ejércitos jerarquizados, sino una federación de estructuras que se ponen de acuerdo para delinquir. No está claro qué tan efectivo puede ser el poder de un jefe a la hora de ordenarles a los miembros de una banda que se desarmen. Ni el nivel de influencia de los voceros, presos en Itagüí, sobre quienes controlan el crimen en las calles.

Así lo explica Preciado: “los de afuera tienen una gran expectativa de acumulación, pueden pensar: ‘ahora que yo soy el que está afuera coordinando, que me estoy lucrando, que estoy mandando, ahora sí me van a enviar a un proceso de desarme’. Nunca fue muy evidente, y todavía no lo es, por más que los jefes tengan mando, que tengan ese mismo poder para decirle a un pelado que se desarme y se entregue”. 

Una persona cercana a las estructuras asegura, por su parte, que los voceros no negociarían nada si no estuvieran seguros de que en la calle están de acuerdo y dispuestos a acatar. Pero para la mayoría de entrevistados, el desarme, al menos el de la mayor proporción del crimen en Medellín, es improbable. “La idea es reducirlos, quitarles espacio e influencia”, dice Luis Fernando Quijano, asesor de la delegación del gobierno y experto en este conflicto. Agrega que si al menos el 35% de los integrantes de las bandas llegaran a desarmarse, el proceso ya daría buenos frutos. 

En medio de la lentitud y las dudas que gravitan alrededor de la paz urbana, en Medellín sí se percibe un consenso: para la ciudad es mejor sostener una mesa con el crimen, incluso si no avanza, que acabarla. Es preferible mantener un espacio de diálogo con las bandas que apostar simplemente a la guerra contra ellas, una fórmula que ha fracasado durante décadas. Esto lo dicen los expertos y las partes involucradas en el diálogo, y lo dicen, sobre todo, quienes han sufrido la guerra. 

La guerra

“No queda otra que negociar”, dice Lucila Cortés** en la sala de su casa en un barrio alto, desde donde se alcanza a ver buena parte de Medellín. La vida de esta lideresa social y la de su familia recorren, casi completa, la historia de la violencia en la ciudad. Cinco generaciones —desde su abuela hasta sus nietos— han sido testigos de primera mano del surgimiento de la guerra, de sus intensificaciones y sus constantes reciclajes, pero, sobre todo, han encarnado una resistencia tenaz.

La abuela de Lucila llegó desplazada de un pueblo del suroeste antioqueño en los 60, en época de violencia partidista, cuando los relatos de masacres y degollamientos abundaban en el campo. Como miles de familias, encontraron en las laderas de Medellín un espacio para construir sus ranchos, que poco a poco fueron ocupando las montañas de la ciudad hasta casi alcanzar sus filos. 

A mediados de los 80, las guerrillas del M-19 y del EPL entraron a los barrios populares para ampliar su influencia política y armada. De sus propias entrañas, aprovechando la formación militar impartida por los guerrilleros y las armas que trajeron consigo, surgieron algunas de las primeras bandas que luego terminaron al servicio de los narcotraficantes.  “Entonces uno escuchaba que la guerra era entre los milicianos y los Nachos, y se armaban las balaceras y mi mamá nos metía debajo de la cama, acá en esta misma casa”. 

En los 90, recuerda Lucila, las bandas se organizaron más: “ya se hablaba de las fronteras invisibles”. Su casa quedaba justo en la calle que dividía los límites de tres estructuras armadas, dos de esas todavía existen y hacen parte de la Oficina. A comienzos de la década del 2000, dos primos suyos —uno de ellos de 11 años— fueron asesinados por cruzar la acera frente a su casa.

Por esos días, a Lucila también la marcó el asesinato de una vecina a quien tuvo que ayudar a cargar, entre cobijas, hasta el hospital. “Ella tenía 64 años. Si mataban a una señora de esa edad era porque cualquier cosa podía pasar”. Al día siguiente, cuando tomó el bus hacia su trabajo, sus nervios se quebraron. Por la ventana veía la calle llena de fantasmas, como si las decenas de muertos del barrio se hubieran levantado en el mismo sitio donde los habían asesinado.  

La última guerra dura fue en 2009, dice. Se refiere a la confrontación en la que entró la Oficina tras la extradición a Estados Unidos de Don Berna, quien, impulsado por el poder del paramilitarismo, se había convertido en el único criminal capaz de controlar a todas las bandas de Medellín. Entonces, para ocupar su lugar, alias Sebastián y alias Valenciano se tranzaron en una confrontación que dejó unos 7.000 homicidios, según Luis Fernando Quijano.  

“Desde eso, ha habido amagues de que se vuelve a prender, pero no tanto como antes”, dice Lucila. Su diagnóstico, que proviene de lo que ha vivido en su barrio, coincide con el de los estudiosos del conflicto. Quijano explica que, entre 2017 y 2019, se dió la última disputa dentro de la Oficina, protagonizada por las dos líneas en las que se divide la organización: una que reúne alrededor del 60% de los combos y con mayor influencia en el norte de Medellín y del Valle de Aburrá, y otra que recoge el porcentaje restante, y con más influencia en el sur. No hubo confrontación directa, y por eso no escaló hasta una guerra, pero sí hubo disputas entre los “satélites” de las líneas, cuenta Quijano. 

Desde entonces, la Oficina funciona en una aparente calma. Todavía hay decenas de asesinatos cada año asociados a su operación: venganzas, sicariatos, ajustes de cuentas. Pero las estructuras llegaron a acuerdos para repartirse la torta del crimen. Al parecer, las viejas tensiones entre los bandas se diluyeron un poco más con la instalación de la mesa en la cárcel de Itagüí. “Gracias a esto se solucionaron y dejaron atrás viejos conflictos”, le dicen los voceros de las estructuras a VORÁGINE, a propósito del hecho de que ahora, en esa prisión, están reunidos algunos que antes fueron enemigos.

Los caminos de la paz urbana

“Aquí tenemos unas experiencias acumuladas de resistencias sociales que vienen jalonando lo poco que todavía hay de la paz urbana. Este proceso se ha mantenido sobre todo por la tenacidad de la sociedad civil”, dice el profesor Muñoz, en su pequeña oficina en la Universidad de Antioquia. Así como el crimen ha sumado años de aprendizaje y refinamiento en Medellín, también hay un acumulado de experiencia y esfuerzos entre quienes buscan salidas al conflicto. 

Tras la instalación de la mesa, decenas de organizaciones sociales empezaron a reunirse para buscar maneras de incidir y empujar el proceso. “Fue muy bonito porque empezamos a reunirnos y empezó a llegar gente con la que comúnmente no nos juntábamos: otro tipo de iniciativas, gente que había participado en procesos de pactación anteriores, gente que ya había salido de la cárcel. Se abrió el abanico. Ya no es la conversión del mundo las ONGs, es más compleja y muy positiva”, dice Diego Herrera, vocero del Comité de Impulso de la Paz Urbana, una instancia que se creó desde ese encuentro de organizaciones civiles. 

El pasado 17 de octubre, las organizaciones lograron que el gobierno nacional aprobara una hoja de ruta para su participación en el diálogo de paz. Con esta esperan configurar una agenda social para presentar propuestas al gobierno sobre los proyectos, las intervenciones y los procesos que se deben implementar en los barrios y comunas para comenzar a transformarlos. El comisionado de paz, Otty Patiño, asistió al lanzamiento de la hoja de ruta. Fue la segunda vez, desde que asumió el cargo hace casi un año, que el funcionario viajó a Medellín para un evento de la paz urbana. 

“Es fundamental que la Oficina del Consejero Comisionado se implique de manera decidida y sin dilaciones en el proceso de paz urbana (…) por lo que esperamos que en este nuevo momento que se anuncia, se responda con mayor dinamismo y eficacia, demostrando que la paz urbana continúa siendo una prioridad para el gobierno”, dijo en un comunicado el Espacio Autónomo de la Paz Urbana, donde se reúnen las organizaciones sociales. 

Pese al impulso del movimiento social, la paz urbana terminará en fracaso si no se avanza en la negociación con las estructuras criminales. A menos de dos años para que se acabe el gobierno Petro, el tiempo empieza a acosar la mesa. “Con el proceso de paz urbana no va a pasar nada, ni bueno ni malo. Eso va a seguir como está, en un letargo, en la dinámica de conversar por conversar, hasta el final del gobierno Petro”, pronostica Andrés Preciado.

Desde la cárcel de Itagüí, las estructuras armadas aseguran que se van a mantener en la mesa pese al estancamiento. Henry Holguín, de Sinergia, organización que hace parte del Comité de Impulso de la Paz Total, asegura: “Lo más importante es que ya hay una unidad de voluntad (de las estructuras) para continuar. Si el gobierno cierra el espacio, es problema del gobierno”.

Por su parte,  el comisionado Patiño parece apuntar más a lo que se pueda hacer en los barrios que a lo que se pueda negociar en la cárcel. “Lo importante es que en este tiempo no pensemos en un gran acuerdo, sino en procesos irreversibles que se vayan haciendo en los territorios, de pasar de economías ilegales a las legales, que en los hogares haya respeto por las mujeres, por los mayores, la convivencia en los barrios.  Esos procesos son lo más importante porque van a marcar la pauta más que los papeles que un gobierno posterior, sea el que sea, puede volver trizas”, asegura el comisionado. 

Lucila Cortés, rodeada de sus nietos en la misma casa que levantó su abuela hace 60 años, dice que en el barrio no se ha sentido mucha diferencia desde que se instaló la mesa en la cárcel de Itagüí, hace 16 meses. La cotidianidad transcurre en medio de esa calma pesada, en la que hay que saber leer los códigos del crimen para sobrevivir. Una calma similar a la que se extiende por esta ciudad que vive su año más tranquilo en décadas. Ella, que ha perdido seres queridos en estas guerras, y que también tiene familiares dentro de los combos, concluye: “Está claro que hay que seguir negociando, pero que se vea la negociación en los territorios, no sólo metida allá en la cárcel”.

* Este reportaje hace parte del proyecto “Tras las huellas de la Paz Total”, apoyado por el Fondo Canadá de Iniciativas Locales, de la Embajada de Canadá en Colombia. El proyecto busca informar a la ciudadanía en general, a los tomadores de decisión y a los líderes de opinión sobre el estado de las distintas negociaciones y diálogos que se están llevando a cabo en el marco de la política de la Paz Total, impulsada por el gobierno nacional. 

** Nombre cambiado por razones de seguridad.

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