15 de diciembre de 2024
En octubre de 1989 empezó a circular un libro polémico y hasta ese momento sui géneris en el mundo editorial colombiano. “Un narco se confiesa y acusa”, se titulaba la publicación que contaba, desde las entrañas de la mafia, las intimidades del negocio del tráfico de drogas, los orígenes del paramilitarismo y las relaciones del hampa con los políticos y empresarios colombianos. Tenía 128 páginas y no estaba firmado. Al final, su autor sólo se identificaba como uno de “Los extraditables”, es decir, como uno de los capos del narcotráfico que estaban en la mira de Estados Unidos.
El libro fue lanzado a las calles en un momento convulso. Dos meses antes, el cartel de Medellín y sus socios en el establecimiento habían asesinado a Luis Carlos Galán, y en plena campaña presidencial, el país estaba enfrascado en la polémica sobre si se debía prohibir la extradición. La guerra entre Pablo Escobar y el Estado pasaba por uno de sus momentos más violentos, y por el contenido del libro, era evidente que su autor era cercano al capo antioqueño.
Pero durante años, apenas se especuló sobre su identidad. En una reedición, en 2016, el editor le atribuyó la autoría a “los abogados encargados por Pablo Escobar y sus lugartenientes del cartel de Medellín”. En “La Parábola de Pablo”, la biografía de Escobar, Alonso Salazar citó apartes del libro, y se lo atribuyó a Fabio Ochoa, el menor del clan de los Ochoa, aliados claves del “patrón” de la mafia y cofundadores del poderoso cartel. Finalmente, en 2022, en uno de sus informes sobre el narcotráfico, la Comisión de la Verdad lo reseñó como “un libro cuya autoría se le imputa, entre otros, a Fabio Ochoa”.
En “Un narco se confiesa y acusa”, Ochoa hizo mil maromas, torpes y absurdas, para justificar moralmente el narcotráfico, e intentó lavar las manchas de los miles de crímenes atroces cometidos por el cartel de Medellín. Sobre todo, se enfocó en atacar la figura de la extradición, que en ese momento era el castigo más temido por los narcos colombianos y uno de los motivos de la guerra brutal en la que habían hundido al país. Pero fue precisamente el menor de los Ochoa -además de Carlos Lehder- el único miembro de la plana mayor del cartel que terminó preso en Estados Unidos.
Mientras los otros grandes capos de esa organización cayeron en medio de la guerra contra el Estado, o negociaron con la autoridades y pagaron sus condenas en Colombia, Fabio Ochoa fue capturado en 1999 y extraditado a Estados Unidos en 2001. Allá, justamente, terminó de purgar su condena, y ahora, con 67 años, el menor del clan Ochoa espera regresar a Colombia.
Aunque el libro que se le atribuye es un compendio de propaganda descarada del narcotráfico, también contiene revelaciones que, por el mismo perfil criminal de Ochoa -uno de los últimos grandes capos que sobreviven- sirven para comprender algunos de los momentos y fenómenos más oscuros que Colombia ha padecido.
La doble moral frente al narcotráfico
En el libro, Ochoa describió la estrecha relación que sostuvieron los narcos con la alta sociedad, especialmente la antioqueña, durante los años 70 y 80. La élite social se rodeaba de ellos y participaba de su prosperidad. “En un comienzo, cuando empezábamos a ganar dinero y lo derrochábamos en fiestas y compra de propiedades, se nos veía como personajes folclóricos e ingenuos, que no inspiraban recelo alguno. Los ricos de entonces asistían a nuestras reuniones y fiestas”, escribió.
El dinero de los narcos fluía y personajes de todas las procedencias intentaban arañar una tajada, decía el capo: “Los ricos querían relacionarse con nosotros, pues aspiraban, casi siempre, a vendernos caro sus fincas, residencias o paquetes de acciones de empresas quebradas o al borde de la quiebra. Y casi siempre cuando la amistad era ya de algún calado, pretendían obtener de nosotros un buen crédito, sin intereses y de pago incierto. Inclusive, no pocos, en medio de la euforia que provoca el licor, nos planteaban que los apuntáramos en algún envío, anotando casi siempre, en voz baja, para que nadie oyera: ‘pero que no se sepa, con la mayor reserva, ¿tú me entiendes, no?’”.
Ochoa se quejaba, sin embargo, del doble rasero con que los trataban, de que pretendían su dinero, pero no les permitían integrarse por completo a su esfera social. “Lo que sí es odioso y repudiable es que se le haya negado el ingreso a nuestros hijos a los colegios llamados ‘buenos’, pues los hijos no son culpables de las faltas que cometen sus padres (…) Sin embargo, cuando los que han tenido poder económico se quiebran, son muy distintos con nosotros, entonces ya no hay discriminación y poco importa la moral, pues lo buscan a uno para proponerle negocios, ahí sí ya uno no les huele maluco”.
En el libro, el capo contó que esas relaciones se extendieron más allá del momento del despunte del negocio, cuando las autoridades ya perseguían al cartel: “Incluso cuando ya se conocían públicamente los nombres de muchos narcotraficantes, numerosas personalidades no vacilaban en relacionarse con ellos, en ser sus amigos, lo cual se entendía como un cierto respaldo y apoyo a sus actividades”.
Ochoa decía que las autoridades ponían el foco en los narcos, pero que poco se preocupaban por las redes de lavado de dinero, en las que participaban banqueros y empresarios. “En el lavado de dólares, tanto si éstos se quedan en el exterior o ingresan a Colombia para transformarse en pesos, se requiere la participación de varios cómplices. En uno y otro caso, de bancos o entidades financieras que tienen que saber muy bien el origen de dichos dólares, para poder realizar operaciones ficticias. (…) ¿Por qué no se castiga con la misma dureza a los banqueros cómplices?”.
El menor de los Ochoa calculaba que, para esa época, alrededor de dos millones de colombianos se beneficiaban de los “dineros calientes”, en alguno de los muchos eslabones del narcotráfico. Usaba ese argumento, el de la expansión del negocio en todas las capas de la sociedad, para tratar de normalizar sus delitos: “Mi familia, que sabe de mis actividades, no me ve como delincuente. Ni mis amigos sanos. Ni las personas con las que llevo a cabo toda suerte de negocios. Ni el cura que recibe mis limosnas. Ni el político al que entrego mis aportes. Ni los policías ni militares que son mis amigos”.
El origen del paramilitarismo
Un capítulo con relevancia histórica del relato de Ochoa es el que le dedica a los inicios del paramilitarismo. El capo del cartel de Medellín se alejó de la teoría de que estos grupos se formaron con algún tipo de posición ideológica contrainsurgente, y señaló su origen como el nacimiento de un brazo armado del narcotráfico: “Los paramilitares se dieron porque los guerrilleros se habían adueñado de gran parte del comercio y elaboración de la coca en los Llanos, Amazonía, Caquetá, Putumayo, Yarí”.
En los años 80, el cartel de Medellín, especialmente Gonzalo Rodríguez Gacha, “El Mexicano”, sostuvo una guerra contra las Farc por el control de campamentos cocaleros, sobre todo en los Llanos. Ochoa escribió: “Entonces hubo necesidad de armar gente para que desplazara la guerrilla de lo que no era suyo”. Y agregó: “Lo anterior explica por qué varios grandes empresarios de la coca les facilitaron dinero, armas y hombres a los antiguos comerciantes y campesinos de esas zonas para que desplazaran a la guerrilla”.
También se refirió a los primeros grupos de paramilitares que surgieron en el Magdalena Medio, como los de Puerto Boyacá, de Henry Pérez, y los de Antioquia, de Ramón Isaza y Fidel Castaño: “En dicha región desde hace ya muchos años existía lo que llaman las autodefensas, que tenían esa zona en paz, desde mucho antes de existir el apogeo del narcotráfico, pues eran apoyadas por los antiguos ganaderos, agricultores y habitantes de la región”. Así explicó la cercanía que hubo entre narcos del cartel de Medellín y esos fundadores del paramilitarismo: “Entonces los nuevos empresarios (los narcos) ya a lo último compraron tierras y también apoyaron a los grupos de autodefensas”.
“Los gringos” y el origen del narcotráfico
Ochoa contó en su libro que entró al narcotráfico por una propuesta que le hizo un piloto estadounidense. “Comenzamos a venderle la mercancía al mencionado piloto gringo, que llegaba a Colombia en un avión norteamericano y la pagaba, inmediatamente, en dólares. El negocio me pareció aparentemente fácil, poco riesgoso, rentable”.
El capo del cartel de Medellín explicó que el negocio empezó a cambiar en los años 80, y que ya no eran los narcos estadounidenses los que se hacían cargo del transporte de la droga. “En la actualidad hay que llevársela hasta la mitad del camino, desde donde los gringos se encargan de transportarla y entrarla a los Estados Unidos, en donde uno les paga la pasada, que es lo más caro”.
Según Fabio Ochoa, ese cambio se dió por el interés de los narcos estadounidenses de disminuir el riesgo para ellos en las operaciones. “Luego los gringos se la compran a uno al por mayor y pura, o sea que ya no corren riesgos, porque ya una vez coronada la mercancía, los riesgos son mínimos. Por eso ellos son los más ricos”.
Incluso, el narco colombiano dió una explicación a la epidemia del crack que afectó a Estados Unidos a finales de los 80, causó la adicción de millones de personas, y aumentó las tasas de delitos como los homicidios y los robos en las principales ciudades. “Una vez ya la mercancía en los Estados Unidos, los gringos proceden a cortarla, la mezclan con pastillas molidas, polvos, cal y otros productos. (…) De Colombia sale un producto casi ciento por ciento puro, que es el cristal de cocaína, que no es una droga tan fuerte, adictiva y dañina como el crack, que es lo que allá hacen, y que por los cortes pueden vender más barata que la coca pura”.
Ochoa contaba todos estos detalles para quejarse de que la persecución de las autoridades estadounidenses estuviera enfocada en los eslabones colombianos del negocio, y no en los narcos gringos. “Del costo de 12.000 dólares que vale allá para el gringo, éste llega a hacerle a un kilogramo hasta 200.000 dólares después de cortarla y menudearla. Esa utilidad queda totalmente en manos de norteamericanos. Entonces yo me pregunto: ¿Si en Colombia hay capitales hechos con la coca en los volúmenes que se afirma, dónde están los capitales y los capos gringos?”.
Cuando Ochoa publicó este libro, el cartel de Medellín estaba en la cima de su poder y su delirio. Enceguecidos, usaron sus fortunas y un arsenal de métodos violentos y despiadados, que nunca se habían visto, para amedrentar a la sociedad colombiana, especialmente en la cruzada para que se prohibiera la extradición. Pero pronto vino el desmoronamiento, y los fundadores empezaron a caer uno por uno. Primero murieron “El Mexicano” y Gustavo Gaviria, en operativos de las autoridades. Luego, los hermanos Ochoa se entregaron y arreglaron penas leves con la justicia. En 1993, Escobar cayó en el tejado de su escondite en Medellín.
Tras la guerra final del cartel, a mediados de los 90, Jorge Luis y Juan David, los mayores del clan Ochoa, supieron alejarse de los reflectores. Pese a la gravedad de sus crímenes, pagaron condenas cortas, de unos cinco años, y quedaron libres en Colombia. Pero Fabio, el menor, retomó el negocio, se alió con los carteles mexicanos y terminó extraditado a Estados Unidos. Tras casi 25 años en una prisión extranjera, uno de los últimos capos que conoce los mayores secretos de la mafia se alista para volver a su país.