26 de agosto de 2021
Fueron 317 los excombatientes de las Farc que se acogieron al acuerdo de paz en 2016 para cumplir con la dejación de armas en el Catatumbo. Allí se establecieron dentro de lo que hoy es el AETCR (Antiguo Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación) Caño Indio, en el municipio de Tibú, en el departamento de Norte de Santander. Casi cinco años después quedan poco más de 50 personas en este lugar, de las que unas 15 son mujeres en proceso de reincorporación, sin contar las que han llegado como parejas de los excombatientes.
El paisaje civil
Cuando se llega al AETCR Caño Indio, una valla bastante desteñida da la bienvenida al lugar. Sigue una cancha de tierra donde hoy juegan fútbol y voleibol los que antes estaban en la guerrilla con los campesinos de la comunidad, en una sana competencia.
Puede que para algunos sea necesario exaltar el ambiente festivo después de tantos años de guerra obligada, porque también hay varios establecimientos recreativos con mesas de billar y restaurantes. Los fines de semana, el estruendo de la música debe ser inexorablemente soportado por todos los excombatientes.
Dos salones abiertos, uno a cada lado del camino de entrada, empiezan a definir el paisaje que también protagonizan la enfermería y la biblioteca. Pero el colorido y sentido de varios murales son los que ubican a cualquier foráneo: algo sucede con la paz allí, algo pasó con la guerra aquí. Una historia de guerra atravesada por casi seis millones de desplazados internos, de acuerdo con el Centro Nacional de Memoria Histórica, de los cuales cerca de un 60% son mujeres. Colombia es hoy el segundo país con mayor desplazamiento forzado interno después de Siria, pero por muchos años fue el primero.
Durante el recorrido por el AETCR Caño Indio es posible encontrarse con las ojeras amarillas, la panza azul brillante y el plumaje arcoíris de algunos pavos reales que se desplazan a lo largo y ancho de todo el terreno arenoso.
Palabras como cambio, sueños y, por supuesto, paz, junto a composiciones utópicas como el dibujo de un niño cabalgando un gallo, destacan entre los mensajes que vivifican algunos muros. Más de 50 estructuras prefabricadas constituyen los módulos habitacionales que funcionan como hogares de los excombatientes. Y muchas dinámicas de la vida en la montaña pudieran tener parecido con estos espacios, por ejemplo, los baños siguen siendo compartidos.
Estas son las historias de ocho de las mujeres que hoy viven en este espacio, donde a pesar del olvido y de la falta de apoyo, siguen apostando por la paz de Colombia.
Katerin Avella, la lideresa que echó raíces en el Catatumbo
Un cabello negro azabache peinado, casi siempre, con un par de trenzas que caen sobre sus hombros enmarca la mirada fija de Katerin Avella, una de las lideresas del AETCR de Caño Indio, en el Catatumbo. Su tez tostada y sonrisa generosa revelan unos aires caribeños que escasean en los húmedos y calurosos lares nortesantandereanos. Su voz es fina, su acento bastante neutro y su elocuencia se distingue por lo pausada. Estas virtudes resultan cónsonas con la paz que hoy defiende y vive dentro de su proceso de reincorporación, tras la dejación de armas producto del acuerdo firmado en 2016 entre el Gobierno y la guerrilla de las Farc.
Katerin Avella es el nombre que decidió conservar desde que entró al grupo armado. “El verdadero lo dejo solo para mi familia y los documentos”, cuenta. Y si bien se reserva los antecedentes de su ascendencia y terruño, sí comparte mucho de su vida por estos días y lo narra en clave de paz, de reconciliación.
Sobrevivir más allá de la poca luz de la selva
Kate, como le gusta que le digan, defiende su relación con la naturaleza como una forma esencial de vida. Asume su condición de “ser vivo” en paralelo con la tierra y llama a la interconexión con cada uno de sus elementos vitales. “Todos hacemos parte de este sistema y somos uno, somos el universo, todos dependemos de todo”. Para ella la paz tiene que ver con un principio de vida: “Si yo no me siento por encima de otro, no me siento superior a una planta, a una gallina o a las palomas que tengo, sino que los veo como mis iguales, como seres vivos, entonces eso me genera a mí paz y, con esa paz, puedes tejer más con los seres humanos”.
Incluso, nociones como la libertad representan para ella significados más mentales y espirituales que netamente físicos. “Yo sé lo que es tener el cuerpo tras las rejas, pero eso no impedía tener momentos de mucha tranquilidad, de felicidad, en medio de todo”, recuerda.
“Cuando uno está en la inminencia de la muerte, todo lo que está a tu alrededor, tú lo sientes. Un compañero podía salvar la vida si uno le daba la mano y la de uno se podía salvar si él le daba la mano”, dice. Y en esa medida justifica que incluso en medio de la guerra, mientras formaba parte de las Farc, también tenía paz. “Era nuestra espiritualidad”, asegura mientras habla de solidaridad y fraternidad como pilares fundamentales de su época en la guerrilla, especialmente por la constante vulnerabilidad de aquellos momentos.
La montaña sola no salva, la gente sí
Tanto en plena guerra como ahora en el proceso de reincorporación, para Kate la ecuación de la fórmula de la paz solo se completa en conexión con la gente. Por más espeso que fuese el verde que los arropaba, muchas veces acciones tan simples como un vaso de agua o tan complejas como la atención a un herido, solo podían ser posibles gracias a las comunidades que los rodeaban. “En definitiva, las montañas solas no nos protegían, eran las comunidades; nosotros sobrevivimos y hoy día también tenemos ese tejido”.
Ese ser relacional que trasciende el alma de Kate sigue dando frutos después de la guerra que decidió dejar atrás. Por eso lidera allí, en el AETCR, un taller de costura que se constituye como proyecto productivo que une tanto a mujeres reincorporadas como a algunas oriundas de la comunidad de Caño Indio. El trasfondo del taller está conectado con la autonomía que Kate cree que las mujeres necesitan, no reducida a lo económico, sino como la capacidad de decidir en pleno sobre su cuerpo, su vida y el poder ser como quieran ser. Otro de los vértices de su trabajo de liderazgo femenino es la prevención de las violencias basadas en género.
Puntadas por la paz es el nombre del taller que ya arrancó con su primer desfile de faldas, la línea inaugural de la marca Ixora, que ellas mismas crearon.
“Que la mujer se empodere tanto de lo que es como ser humano, como mujer, que ella pueda decidir en su vida, en su cuerpo, decidir en sus cosas, esos son en gran parte mis sueños. Y no solamente con las de reincorporación, sino con las de aquí de la comunidad, que son muy sujetas a las decisiones del compañero y que no se atreven ni a vender un pollo si el marido no dice cuánto cuesta, cuando es ella quién lo cría”, expresa.
Kate tiene hoy 62 años. La decisión que la llevó a ingresar en las filas de la guerrilla estuvo motivada por haber sido perseguida por pertenecer a la Unión Patriótica y al Consejo Superior Universitario del campus donde estudiaba. “Llegó el momento en que el cerco se fue estrechando”. Pero también pesaban las razones económicas.
Dice que en la montaña no usaban excusas por el hecho de ser mujeres, a la hora de cumplir cualquier tarea; que siempre tuvieron los mismos derechos y que no había distinciones de género cuando se designaban funciones tanto de cocina como de combate, por ejemplo. Sin embargo, aclara, fue un proceso evolutivo impulsado por ellas mismas para consolidar sus roles igualitarios.
En medio de la guerra, Kate era clave en labores de comunicaciones, especialmente organizacionales, dada su capacidad persuasiva y sus dones para las relaciones sociales; “tenía como esa facilidad de llegarle a la gente”, dice. Sin embargo, sus ojos empiezan a brillar más cuando habla de sus actuales funciones como educadora de sus compañeros. Pareciera aflorar la sensibilidad de una vocación magistral soterrada.
Describe como una experiencia “mágica” la oportunidad de abrir “el mundo y la vida” a sus compañeros de montaña, a través de la posibilidad de leer y escribir. Hoy, persiste en esas mismas funciones, ya convertidas en pasiones que motorizan su vida. Además, las ha venido potenciando en su trabajo como enlace del Partido Comunes con la Comisión de la Verdad, donde le ha tocado conocer muchos testimonios de compañeros que antes ignoraba en medio de aquella vida secreta que le imponía ser parte de las Farc.
El problema, dice Kate, es que ahora que no están dentro de la guerrilla “ha habido algunos matices” dentro de los papeles que desempeñan las mujeres. Un tono nuevo lo definen las que no tuvieron hijos mientras combatían y ahora sí los tienen. “No son todas, pero algunas han querido asumir el papel tradicional”, dedicándose a labores de cuidado de los niños, de la casa, de los animales, “y el hombre es el que sale a la vida pública, a trabajar y se convierte en el proveedor”.
La vida en Caño Indio
“Nosotros no teníamos tiempo de ocio, sino cambio de actividad”, recuerda Kate a la hora de explicar las dinámicas de su historia como combatiente. Por eso, al entregar las armas y establecerse en Caño Indio, todo cambió. Ella cree que la reincorporación también es para reencontrarse con las familias y buscar emprender proyectos de vida. “Yo me he quedado aquí porque este es un proceso único e irrepetible, y yo quiero vivir este proceso. Si duré tantos años en la guerrilla, quiero seguir viviendo este proceso. Además, me gusta la naturaleza, quiero seguir viviendo en el monte, no me atrae para nada la ciudad. Me siento bien aquí”.
De hecho, Kate destaca el gusto por la carranga y el fútbol como espacios de encuentro recreativo entre los exguerrilleros y las comunidades aledañas. Y recuerda algunas misas de bautizo recientes en las que supo que también comparten el padrinazgo de muchos niños.
Crecer mientras se camina hacia la paz
La educación formal no era una opción factible para los combatientes rasos de las Farc, por eso es un eslabón del proceso de reincorporación social establecido en los acuerdos, según Kate. De este modo, dentro del AETCR Caño Indio existe la posibilidad de estudiar bachillerato y también de homologar saberes en distintas áreas profesionales. Es un sistema abierto a toda la comunidad, se estudia por niveles.
“Por ejemplo, había excombatientes que ejercían labores odontológicas o de enfermería dentro de la guerra y hoy día se han homologado a través de la Cruz Roja, a través del SENA esos saberes y les han dado su título como tecnólogos en algunas de esas áreas”, cuenta Kate contenta.
“Nosotros, o por lo menos yo, estoy segura, que eso no era firmar los acuerdos y que por decreto al día siguiente el país ya iba a estar diferente. No. De pronto no es la panacea, pero sí sería fundamental que todo lo que esté allí lo lográramos conseguir, porque nos daría unas condiciones de vida muchísimo mejores en Colombia”.
Cuando se le pregunta si para ella valió la pena dejar atrás las armas, afirma convencida que sí, y se apresura a esgrimir su razón de mayor valía: “La guerra no es buena para absolutamente nadie”.
La enfermera de la guerra que hoy salva a las mujeres de paz
Cecilia Usme nunca perdió su acento paisa, lo que sí dejó atrás fue su nombre de cuna, porque desde que decidió formar parte de las Farc se asumió como Johana Ríos: “Es algo que yo no quiero arrancar, lo llevo conmigo siempre”.
Su personalidad es tan dulce como excéntrica. Ojos pequeños, pero profundos, acompañan la espontaneidad de su discurso. Cejas delgadas y perfectamente delineadas con su cabello corto y oscuro destacan su tez clara, incapaz de delatar más de 30 años a la intemperie de la selva. Desde muy joven, por allá en el año 1984, conoció a la guerrilla y aunque ingresar no le resultó fácil, todavía hoy sigue activa dentro del quehacer político, ya no con fusil al hombro, sino entregada a la misión de empoderar a las mujeres.
Se desvive por las plantas ornamentales y medicinales, muchas florecen y aromatizan la entrada de su hogar, el único de fachada colorida dentro del AETCR Caño Indio, donde junto a Kate Avella conforman el liderazgo femenino.
Ella recuerda a su papá con amor. “Lo adoro, todo lo que soy se lo debo a él, me enseñó a ser respetuosa, a tener valores”, pero no puede olvidar que “era un hombre machista”. Este último rasgo de su padre lo padeció la niña Cecilia cuando se le negó la posibilidad de ir al colegio, “porque el estudio era solamente para los hombres”.
Aquella niña no tenía ninguna noción ideológica definida, solo le llamaban la atención los uniformes y las armas, y especialmente el hecho de ver a mujeres portándolos y usándolos, ese fue uno de sus principales enganches con la guerrilla.
Además de contarle sobre la igualdad de las mujeres con los hombres dentro de las filas de las Farc, una de esas mujeres uniformadas y ataviadas con armamento le habló de algo que escaseaba dentro del entorno familiar de Cecilia: oportunidades como el estudio, por ejemplo. “Entonces yo decía: ‘¿Cómo?, si están en el monte’”.
Con el tiempo, la joven empezó a colaborar con el grupo armado haciendo mandados. Hasta que un día tomó la decisión formal de “pedir el ingreso”. En un principio, se lo negaron. En ese entonces, Cecilia ya tenía dos hijos, esa sería la razón aducida para el rechazo. Pero llegó el momento de la amenaza, dada su cercanía con las Farc, iban a matarlos a ella y al papá de los niños.
“Yo siempre he dicho que la culpa de yo haberme ido a la guerrilla la tiene el Estado, porque muchas veces dicen que la guerrilla obligaba a los mismos a irse pa’ la guerrilla. A mí me obligó el Estado por medio de la violencia”, cuenta Johana.
Una única oportunidad para la niña Cecilia
La primera mujer con la que compartió de cerca Johana en su época de guerrillera se llamaba Gladys, ella le enseñó todo lo básico sobre cuidados de emergencia en salud. Ahí empezó a entender que la enfermería era una labor generalmente asociada a las mujeres en la guerra.
En poco tiempo se convirtió en auxiliar, luego de dominar el arte de curar heridas en medio del plomo, con tan solo 16 años. Hasta cursos recibió. Cargaba dentro de su equipo “lo necesario para salvar una vida, para prestar los primeros auxilios”, porque “uno en la pelea no podía cargar un equipote grande, porque cómo iba a correr después”.
Un entorno familiar limitado por su condición de mujer y agravado por la violencia intrafamiliar la empujó también a tomar la decisión de incorporarse a las filas de las Farc. “Tengo mis valores y he aprendido a valorarme como mujer, entonces eso no lo hubiera logrado yo quedándome en la casa, porque a uno siempre lo enseñan que la mujer es pa’ tener hijos”, dice.
Incluso, Johana cree que, si no hubiese sido guerrillera, jamás habría podido aprender el oficio de enfermera. “De pronto nos dieron esa oportunidad de ser alguien”, expresa con un brillo escapado de sus ojos chiquitos.
Ya no hay guerra, pero tampoco paz
Aunque nunca perteneció al Frente 33 de las Farc, el grupo de combate designado a la zona del Catatumbo en tiempos de guerra activa, para ella no hubo problema en vivir el cese al fuego desde este territorio, donde está actualmente ubicado el AETCR Caño Indio. Primero, porque cumplió con las órdenes de sus superiores. Luego, porque para ella no hay distinción de personas, siempre que sean de su misma gente guerrillera: “Pa’ donde lo mandaran a uno, con tal de que fuera Farc”.
Hoy, después de firmar el acuerdo de paz con el Gobierno y entregar las armas, Johana percibe una involución de valores sociales en algunos de sus compañeros del AETCR. “No se ve ese sentimiento de camaradería, de solidaridad”. Evoca el dulce sabor de la panela y cómo un solo pedacito podía confortar a varios compañeros en la humedad de la selva, porque “todo se compartía”.
Ella asume que la vida civil ha cambiado las formas de convivencia, “nos estamos dejando absorber por la sociedad, por el consumismo”.
Al machismo camuflado, derechos de frente
A Johana le preocupa que algunos compañeros presentan conductas negativas que afectan la independencia de las mujeres en su nueva vida. “Se les está saliendo ese ‘chucky’ que tenían adentro camuflado, hay unos que también son muy machistas. Eso es muy triste, que lo que aprendieron en la guerrilla lo dejaron olvidar”.
No obstante, resalta el caso diferente de las parejas que conservan su unión desde los tiempos en la selva: “Las mujeres que viven con excombatientes saben y no se dejan: ‘Venga y ayúdeme, compartamos las tareas’”.
Johana, enfermera por vocación, ya titulada por la Cruz Roja, está convencida de la significación de su aporte social gracias a lo aprendido en batalla, selva adentro. Su enfoque es empoderar a las mujeres en el conocimiento de sus derechos, para lo cual se formó con la Organización Internacional de Migraciones (OIM) a través de un diplomado en prevención de violencias basadas en género. De todos modos, no es fácil cambiar patrones mentales históricamente impuestos a la mujer dentro de sus entornos.
Esta lucha con el arma de la palabra, como ella misma la ha bautizado, resulta compleja, pero junto a Kate Avella sigue insistiendo: “Vamos por los laditos”. Johana opina que la clave de la prevención de la violencia contra las mujeres radica en su independencia, especialmente económica. Y aunque a las lideresas les ha tocado ir poco a poco, lidiando con el desinterés, la decepción y la incredulidad de sus compañeras, ya vislumbran un faro de esperanza: el taller de modistería.
La joven Cecilia descubrió tempranamente su vocación de enfermera en medio de las balas y los enfrentamientos a muerte. La adulta Johana ha consolidado su misión en el proceso de búsqueda de la paz ayudando a las mujeres de su entorno para empoderarse a sí mismas. En los dos procesos vitales se conjuga una misma razón de ser: salvar vidas.
Johana, junto a Kate, cumple un trabajo de resistencia pacífica, ella misma se compara con una gotica de agua que no deja de caer sobre un terreno duro, hasta que ablanda. Dice que, aunque muchas excombatientes no han estudiado, ella ha ido a insistirles, contagiándolas de su devoción por la preparación intelectual. “Ese ha sido mi sueño y voy a seguir estudiando”, afirma ilusionada.
El arma de hoy no es la misma de ayer
El calor húmedo de Caño Indio ruboriza la clara piel del rostro de Johana cuando habla del Gobierno y el acuerdo. Mensualmente, los reincorporados reciben un mercado de alimentos básicos y la mitad de un salario mínimo, pero ella piensa que “eso no es cumplir, porque lo que se planeó y lo que está en ese cuaderno tan grande que todavía no he terminado de leer, no era ni es para nosotros, porque la lucha de nosotros nunca fue por nosotros”.
La noción de paz descrita desde el pensamiento de Johana pudiera tener relación con la idea de violencia estructural aludida por el sociólogo Johan Galtung. Sin embargo, hay un sentimiento profundo, menos intelectual y más pragmático, que experimenta Cecilia en su intimidad, inspirada por el aroma de las flores que cultiva en la entrada de su morada, y se refiere a su “paz interior”, desprovista de arrepentimientos y en la tranquilidad de su conciencia social.
A pesar de la decepción que siente por la forma en que ella describe que ha respondido el Estado colombiano, está segura de apostarle a la paz: “No queremos más derramamiento de sangre, vamos a solucionar esto por las vías pacíficas”, sostiene.
Desde la dejación de armas, muchos excombatientes en proceso de reincorporación han ido dejando el AETCR. Johana siente que buscar a la familia es una de las necesidades más importantes después de tantos años lejos. La otra razón es la dificultad de conseguir un progreso económico: “¿De qué van a vivir?”, se pregunta. También admite que algunos han vuelto a la clandestinidad de la guerra, o lo que ella llama “rearmados”, dada la falta de garantías del Gobierno. “Y los que estamos acá es porque somos tercos, seguimos apostando” por el camino de la paz de Colombia.
“Este territorio no puede ser solo coca, aquí hay muchas oportunidades”: Esperanza Rincón
Ingeniera forestal graduada de la Universidad Distrital. Nacida en Boyacá, criada en Bogotá y tempranamente hastiada de la vida capitalina. Ella es Esperanza Rincón, una profesional que llegó desde hace tres años al AETCR Caño Indio para vivir con Cristian, su pareja, un excombatiente de las Farc.
El hogar que comparten es uno de los más vistosos. Muchas plantas adornan la entrada de la vivienda de Cristian y Esperanza. Ella usa las mismas botas pantaneras de su compañero para andar por el lugar cada vez que la situación lo amerita. Desde allí, con sus anteojos puestos y sentada en una silla plástica, teclea en su portátil, dispuesto sobre una mesa sencilla.
¿Por qué permanecer en un AETCR?
Esperanza llegó en 2017 para trabajar en la formulación de proyectos destinados al proceso de reincorporación de los excombatientes, conoció a Cristian y se quedó. De todos modos, ella siempre había sentido predilección por los entornos naturales.
De ahí que define muy bien los puntos de conexión afectiva con su compañero: “Lo político, querer habitar este territorio y lo ambiental”. De hecho, fue simple empezar a escribir la historia de amor con hechos. “Queríamos sembrar cacao, compramos una parcela, sembramos y ahí empezamos”.
Progresivamente, Esperanza fue incorporándose a otras labores siempre relacionadas con la parte organizativa del AETCR; no subestima su formación académica, por el contrario, siempre está presta a ofrecerla en cualquier requerimiento.
Aunque Esperanza no ha podido aplicar conocimientos específicos de su formación académica en Caño Indio, más allá de la siembra de cacao con la que iniciaron, anhela poder hacerlo algún día, pues estudió esa carrera porque siempre deseó explorar zonas rurales, dado que la rutina avasallante de una ciudad como Bogotá siempre la incomodó.
“Yo quería moverme de Bogotá. En el inicio trabajé con la Universidad Nacional, tuve que ir al Guaviare, después ya con el Consejo Nacional de Reincorporación estuve en el Cauca, también en Antioquía y después acá”.
Considera que puede hacer proyectos de restauración o de ecología de suelos en algún momento, pero reconoce que en el AETCR hace falta más iniciativa, más organización y dedicación de tiempo para poder desarrollar este tipo de planes.
Esperanza cree que su presencia representa un apoyo moral para los excombatientes, “para que no se sientan solos ni abandonados, sino que también hay personas de otras partes que queremos venir a apoyar en lo que se pueda y en lo que venga”.
La ingeniera no niega que el amor que siente por Cristian es la principal motivación para vivir en Caño Indio y, aunque valora los espacios naturales, está al tanto de los pros y los contras de las condiciones del terreno en el que está trabajando en estos momentos.
Para Esperanza, “la paz es que las personas puedan vivir tranquilamente en su territorio”. Considera que cuando vivía en Bogotá también sentía que vivía en paz, pero guardaba el sueño de conocer más y vivir una experiencia en zonas naturales como Caño Indio.
“Por ejemplo, nosotros que en Ingeniería forestal estudiamos todo el tema de tierras, de la reforma agraria, todo eso, pues con qué autoridad va a hacer uno un estudio, una maestría si no ha venido a vivir en estas zonas”, expresa.
La oportunidad perdida
Esperanza considera que los colombianos desaprovecharon una gran oportunidad cuando votaron no en el plebiscito de octubre de 2016, en el que tenían que decidir si avalaban el acuerdo de paz entre las Farc y el Gobierno. Desde su perspectiva, la desigualdad que afecta a Colombia se refleja en los objetivos de ese acuerdo. “Era apoyar un suceso histórico, el desarme de una guerrilla tan grande y darle un giro a 50 años de guerra”, sentencia con desazón.
Las venezolanas que encontraron oportunidades en Caño Indio
Todos los conflictos representan crisis, pero también oportunidades. En los últimos años, Venezuela ha padecido los embates de un conflicto social, económico y político que no termina de avizorar ninguna resolución parcial, mucho menos total, y uno de sus efectos más visibles ha sido la migración de su gente.
Según el R4V, la plataforma de coordinación interagencial para refugiados y migrantes de Venezuela, más de cinco millones de personas han huido de la emergencia humanitaria que vive Venezuela y casi dos millones han llegado a Colombia, de los cuales aproximadamente la mitad son mujeres.
En el AETCR Caño Indio hay dos de ellas: Rosangélica y Lucía hacen parte de los aproximadamente 30 venezolanos que allí viven junto a los exguerrilleros, y que han encontrado nuevas oportunidades de vida en una tierra que, aunque ajena, abre sus brazos para incluirlos e integrarlos.
Bachiller por partida doble
Rosangélica dice ser la primera venezolana en llegar al AETCR de Caño Indio, hace ya casi tres años. Es de La Guaira, estado Vargas, Venezuela. Salió de su tierra con una historia común que subyace a muchas madres solteras que migran desde la otrora nación petrolera: buscar un futuro mejor para sus hijos. “No tenía trabajo, no tenía nada que darles a mis hijos de comida”, cuenta.
Ella nunca ambicionó salir de su país, pero sí llevaba mucho tiempo preocupada por el futuro de ella y de su familia. Hasta que por fin tomó la decisión de huir en 2017. En medio de distintas peripecias, pretendía llegar a Cali a casa de un familiar, pero terminó en Tibú. Allí le tocó llegar a trabajar en un bar llamado El Mango, donde conoció a Arbey, antes guerrillero de las Farc. Empezaron intercambiando palabras, luego mensajes a través del celular, hasta que las visitas se fueron haciendo más y más frecuentes. Un día, el excombatiente la convidó a ayudarle en labores de cocina dentro de una finca, ahí mismo en el Catatumbo. “Él me dijo que había sido combatiente y que estaba en proceso de paz”. El enamoramiento siguió avanzando con algunos traspiés, pero lograron mantenerse juntos, hasta que Arbey convenció a Rosangélica de irse a vivir al AETCR de Caño Indio.
Poco a poco Rosangélica fue entrando en confianza con la comunidad de exguerrilleros. Incluso, llegó a trabajar en una especie de restaurante que funcionaba dentro del AETCR. Entiende que encontró a un hombre muy vulnerable, golpeado por los avatares de un conflicto armado. Al principio, no se entendían de manera fluida, pero con el tiempo, el esfuerzo y la paciencia fueron acoplándose mutuamente.
Dentro del AETCR siempre hay movimiento académico, ya sea a través de capacitaciones y clases para validar el bachillerato o de un proceso de homologación de saberes que forma parte de las pautas de reincorporación de los excombatientes. Rosangélica veía de lejos a sus amigos de la comunidad recibir clases, hasta que decidió preguntar si podía formar parte. De inmediato, la aceptaron. Culminó su carga académica, consiguió su título y ya es bachiller en Colombia, pero si quisiera proseguir tendría que presentar la prueba del ICFES, una barrera que enfrentan los venezolanos que están en proceso de regularización en este país. De todos modos, ya hay un camino trazado por nuevas oportunidades en una tierra que aunque no es la suya, empieza a acogerla e integrarla.
Diseñar y coser sueños
Veintitrés años. Migrante pendular. Una de esas tantas ciudadanas transfronterizas que salen de un país y entran a otro por rutina. “Yo nací ahí en Casigua, en Zulia, por eso ir y venir no se me hace ni lejos ni cerca”, ratifica.
Lucía vive con el excombatiente Agustín. No cesa en defender con firmeza su gentilicio venezolano y, aunque su madre también es colombiana, su identidad está definida del otro lado de la frontera.
La joven tiene experiencia en la sastrería desde su pueblo natal. A pesar de solo haber trabajado un año en este oficio sabe bastante, porque además de cumplir con lo que le tocaba, “me quedaba desde el mediodía hasta que iniciaba la jornada de la tarde, practicando con la costura derecha, haciendo cosas rectas y ahí aprendí”. Ha hecho distintos tipos de ropa: sudaderas, enterizos, pantalonetas, vestidos y camisas sencillas. Este antecedente le valió un puesto en el taller de modistería del AETCR.
Las expectativas de Lucía con el taller son muy significativas. Sabe acompasar el pedal de la máquina con las manos y la aguja que taladra la tela para dibujar cada costura.
Lucía no ha estado en ningún otro curso dentro del AETCR. Y es que solo tiene siete meses viviendo en este espacio, el mismo tiempo que tiene con su pareja. Siempre había estado en los alrededores de la zona, por eso no siente como extraño el conflicto armado que ha vivido Colombia desde hace décadas.
Su deseo tiene relación con sus propias condiciones como migrante, ella sabe que si le va bien a la Colombia que la está adoptando mientras deja la guerra atrás, estará más cerca de concretar sus sueños de estabilidad, los mismos que le resultan imposibles de cumplir hoy en Venezuela.
“Si nos hubieran cumplido”: la nostalgia de una guerra como forma de vida
Para llegar hoy al hogar de la excombatiente Leidy Pérez hay que atravesar gran parte del AETCR de Caño Indio. Pero para profundizar en el corazón y el pensamiento de Lidia Guerrero, su nombre de cuna, hay que esquivar un largo trecho defensivo que parece haberse ensanchado después de su dejación de armas con las Farc.
La pequeña Lidia tenía 11 años cuando entró a formar parte de la guerrilla. “Me atendieron, me enseñaron qué era lo bueno y qué era lo malo. Me enseñaron a leer y a escribir”, recuerda hoy la también madre de una risueña bebita de tres años, quien se guarda en medio de sus piernas mientras está sentada en el borde de la acera comiéndose un vikingo de coco.
Los últimos 22 años de la vida de Leidy transcurrieron en plena guerra. Tenía solo 14 cuando empezó a ser enfermera dentro de las Farc y, aunque pudo cumplir otras funciones, esa fue en la que mejor desempeño tuvo e incluso conserva estos dotes.
“Una casa sin gallinas no es casa”
La vida de Leidy cambió por completo después del desarme. Ahora, en medio de su vida civil, tiene frente a su casa un gallinero amplísimo, con aves de varios tipos y colores: tres piscos, más de 36 gallinas y cuatro gallos. Una marranita de ñapa. Este gusto por los animales le viene de sangre, su mamá siempre criaba en casa. Incluso, en el tiempo de la guerra, Leidy llegó a tener hasta un pato como mascota.
Con la crianza de su ganado avícola no busca ganancias económicas, a veces ponen huevos y, como no están tan viejas, Leidy cree que puede ser el clima caluroso de Caño Indio lo que no las estimule tanto. Pero, “a mí me da pesar matarlas”, dice con su risa nerviosa.
A donde Leidy se mueve, allí la sigue su bebita. Así que apenas se acerca a sus animales, la bebé enseguida reclama su polla: la madre le contesta siempre de manera tierna señalándole que allí está, en medio de todas las demás. Solo para entenderse con su niña, la excombatiente deja a un lado el acento santandereano que acompasa en su tono golpeado.
La vida real después de la guerra
Sin embargo, la voz de Leidy se convierte en una especie de susurro desganado cuando tiene que hablar de su vida civil. Ella cree que todo era mejor mientras formaba parte de las Farc.
Leidy dice que por voluntad propia, no habría dejado la guerrilla. Su lugar de combate era la zona de El Catatumbo, ella es oriunda de Sardinata, por eso llegó a este AETCR. “Si no, no hubiera podido llegar aquí, estuviera en otro ETCR, me hubieran matado ya”, dice con un dejo de sarcasmo. El miedo por su vida y la inestabilidad económica conforman parte de sus argumentos para desdeñar del hecho de no vivir más en la selva como guerrillera.
Leidy explica que a pesar de contar con sus cursos de enfermería y de haber revalidado su bachillerato, las oportunidades de trabajo no se han concretado. “Uno mete papeles y no, por cualquier cosita rechazan”.
Para Leidy, la paz debería significar ausencia de conflicto y dominio de la calma. Pero las cosas no son así ahora; aun cuando la guerrilla a la que pertenecía haya dejado, en gran parte, la lucha armada, la excombatiente siente que ese esfuerzo “no se ve”. Ella lamenta: “Si nos hubieran cumplido. Si el Gobierno nos hubiera cumplido a las Farc lo acordado, pues cómo sería de lindo. Pero no”.
Adaptarse y emprender en el camino de la paz
Para inicios de este 2021, el único proyecto productivo que estaba en marcha dentro del AETCR Caño Indio era el de los 40 pollos de engorde dirigido por las excombatientes Danny y Yuliana.
Danny recuerda que la Alcaldía de Tibú dispuso el proyecto avícola en el año 2018 con unos 300 pollitos de engorde. La idea era desarrollarlo de manera colectiva. Para eso se necesitaban un par de personas dedicadas completamente al manejo del lugar, y ella fue una de las elegidas. Se hicieron dos procesos de crianza liderados por el AETCR, pero al tercer intento la cosa se complicó. Entonces, “yo pedí que me dejaran el galpón, para seguir, y así he venido trabajando. De a cien pollos, luego tocó 50 y así vamos, de 50 en 40”, explica Danny. Su idea es abastecer con esta proteína tanto a los excombatientes como a la comunidad vecina.
Y no es una tarea simple. El proceso inicia con la compra de los pollitos, que deben tener al menos una semana de nacidos. Les aplican las inyecciones y las vitaminas necesarias para mantenerlos sanos y alentar el proceso de crecimiento. Los alimentan conforme van requiriendo las fases de desarrollo hasta que alcanzan el punto para sacrificarlos. Y, manos a la obra, las dos entran en faena para ofrecer los pollos frescos a la comunidad.
Yuliana cuenta que a veces los pollitos salen con poco peso y no les genera rentabilidad venderlos frescos. Por eso, a Danny se le ocurrió asarlos, también para incentivar la venta que a veces se paraliza y mantener a flote el proyecto.
Ambas fueron radistas dentro de las Farc, un oficio relacionado con las comunicaciones a distancia en medio de la guerra. Después de 12 años en la guerrilla, Yuliana dice que se asoció con Danny para aprender e invertir mejor su tiempo, porque hay muy poco qué hacer en la vida civil dentro del AETCR. “Lo que sabe uno allá, no lo puede meter acá, ya esto es cosa nueva y le toca a uno aprender, pa’ más adelante uno defenderse”, reflexiona.
Admite que no se ha involucrado en ningún otro proyecto y que tampoco le llama la atención estudiar, pero rescata que sí le gusta ayudar, especialmente mientras cuente con la oportunidad de poder aprender de alguien que sabe de estos temas, tal como Danny, quien siente que algunas mujeres del AETCR han desaprovechado oportunidades de formación en campos distintos al hogar.
El esposo de Yuliana es excombatiente, pero se conocieron solo después de llegar a desarmarse en el Catatumbo. Luego de unirse a él, cumplió su deseo de ser madre y, con su bebé en brazos, explica que procura sacar tiempo para cada cosa. “Esto es una responsabilidad y hay que jalarle a todo”, aclara dispuesta. Quedarse en la casa no es una opción: “Yo me aburro, a mí me gusta andar en una cosa y en otra”.
Cuando se le pide a Yuliana describir un día normal, todo se centra en atender su casa y cuidar los pollos. Parece que ella ha logrado el equilibrio necesario para desarrollar tanto su emprendimiento como mantener en orden su hogar. “Yo termino en la noche cansada, pero uno se siente orgulloso porque uno en todo el día estuvo haciendo algo y eso más adelante le va a dejar cualquier cosa a uno”.
Danny está involucrada en las diversas actividades que el AETCR realiza: educación, logística, entre otros. De allí su invitación a Yuliana para que participara del proyecto avícola. Danny entiende que su vida civil es totalmente distinta a la de antes. En la montaña, había que preocuparse por seguir las órdenes al pie de la letra. Ahora, aspira a ir teniendo sus “cositas”, porque asume que así será una mujer estable. Esa es su tranquilidad, ahí reposa su seguridad. Además, sabe que su empuje ha servido de ejemplo a través del proyecto económico que comanda junto a Yuliana dentro del AECTR.
El precio de la paz para Danny es el proceso de adaptación a la vida civil. Está clara en que el camino está disponible para ser recorrido y ella está dispuesta a hacerlo ya no con las botas de guerra puestas, sino con determinación y el ánimo de salir adelante.
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