En alianza con la Friedrich-Ebert-Stiftung (Fescol) en Colombia, Vorágine presenta la increíble historia de superación de Ladicel Mosquera, líder regional del sindicato de trabajadoras domésticas más grande del país.
14 de octubre de 2020
Por: José Guarnizo / Ilustración: Camila Santafé
Portada Ladicel Mosquera

Los patrones de Ladicel Mosquera le ocultaron durante cinco meses que su papá había fallecido. No le dijeron nada solo para evitar que ella dejara de trabajar durante los días que durara el entierro y el duelo.

Ladicel tenía 17 años y desde los 12 vivía interna en aquella casa de familia sin recibir paga. Apenas la dejaban ir a estudiar en las mañanas. Y en las tardes se dedicaba a los oficios y nunca salía a la calle a divertirse o a socializar con chicos de su edad. Vivía en Quibdó, Chocó, a más de 200 kilómetros de Riosucio, donde estaban su familia, sus raíces, su río, su gente.

La amarga noticia llegó así: el hijo de los patrones le dijo a Ladicel, así, como si nada, que hacía un tiempo había escuchado una conversación en la que mencionaban que don Juan Casilino Mosquera estaba muerto.

Los dueños de la casa donde trabajaba Ladicel se enteraron del fallecimiento y no tuvieron con ella el más mínimo acto de humanidad: no le contaron y mucho menos le ofrecieron un pésame. Era 1983 y no había internet ni celulares. Esta jovencita que estaba a punto de cumplir la mayoría de edad trabajando como trabajadora doméstica no tenía forma de comunicarse con los suyos en Riosucio.

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La familia para la que trabajaba Ladicel se dedicaba al negocio de los abarrotes. Con ellos había convivido cinco años entre Cartagena, Medellín, Itsmina y Quibdó. Con la noticia de su papá, Ladicel se sintió sola, absolutamente sola en una casa en la que, además de todo, no recibía buenos tratos, allí donde solo importaban sus brazos, su fuerza, su oficio, pero nunca su corazón. Y decidió que era momento de irse, de volver a su pueblo.

El patrón la acompañó pero de mala gana. Tan fue así que en la terminal de transportes el señor no se interesó por cuidarle la maleta a Ladicel mientras ella iba al baño. Y se la robaron. Entonces ella volvió a Riosucio con lo que tenía puesto: un vestidito color rosa, unas chanclas y varios años perdidos a cuestas.

Riosucio es un pueblo del Chocó que visto desde el cielo parece una culebrita rodeada de casas de madera a orillas del río Atrato. Ladicel caminó por las calles de barro con las ansias de reencontrarse con su familia. En la casa, sin embargo, ya no halló a nadie. Tras la muerte de don Juan Casilino por un derrame cerebral, su mamá decidió irse para una vereda. Los once hermanos también tomaron otros rumbos. La violencia desplazó a mucha gente. Los vecinos no eran los mismos.

Desde niña Ladicel tuvo una conexión especial con su padre. Se iban juntos a pescar. Él le pasaba a ella tripitas de bocachico para que las lanzara al agua y así iban saliendo sardinas a la superficie. Era muy fácil después agarrar los peces con la mano. Las faenas comenzaban en la tarde y se postergaban hasta que la oscuridad iba borrando a Riosucio de la vista y era necesario ya encender las velas. Fue tanta la decepción de Ladicel al volver al pueblo y no encontrar a nadie, que ahí comenzó a pensar en irse a Medellín a probar suerte como trabajadora doméstica.

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Una masacre y un pueblo que se levanta

Las casas del barrio La Chinita de Apartadó, Antioquia, eran en su mayoría hechas en tablilla y techos de plástico. Por eso cuando sonaron las balas en la madrugada del 23 de enero de 1994 era imposible encontrar refugio en sitio seguro. No había dónde esconderse.

Ladicel, de cinco meses de embarazo y una niña de cuatro años en ese entonces, estaba en la puerta de su casa conversando con una amiga. Afuera había baile, verbena. En ese momento y a solo unos pocos metros de distancia estaba teniendo lugar una de las masacres más cruentas cometidas por las Farc en toda su historia. Un comando del frente 5 de esa guerrilla entró al barrio disparándoles a todos los que estaban festejando en la casa de una vecina llamada Rufina González. 35 personas fueron asesinadas.

Ladicel se salvó y aún no sabe cómo. Con los disparos corrió hacia la casa de un vecino y allí se resguardó en silencio, con su hija Katiana en sus brazos y sus mellizos en la barriga: Andrés Felipe y Francisco Javier. Ladicel alcanzó a escuchar los pasos de los guerrilleros merodeando por su casa. “Aquí en esta cochinada ya no hay nadie”, dijeron. Y se fueron.

Y no solo fueron los muertos. El trauma sicológico en los habitantes de La Chinita, luego bautizado como barrio Obrero, tal vez nunca se supere del todo. A los pocos días de ocurrida la masacre Ladicel conoció a Ángela Salazar, una mujer que comenzó a reunir a las vecinas cada ocho días para que conversaran, se desahogaran y pensaran en qué iban a hacer con sus vidas.

Y allí siempre estaba Ladicel. Se encontraban en casas. Cada una llevaba una barra de chocolate, o un pedazo de panela y se contaban sus propias historias. Hacían catarsis. Así se dieron cuenta de que la mayoría de ellas trabajaba en el servicio doméstico. Ángela, quien falleció el 7 de agosto de 2020 y logró llegar a ser Comisionada de la Verdad por toda su trayectoria como lideresa, siempre tuvo en cuenta a Ladicel. Si había taller, le avisaba, si se presentaba una capacitación, la llamaba. Y así se fue formando.

—Antes de conocer a Ángela yo ni sabía que tenía derechos, que mi trabajo valía como el de cualquier otro. Ella fue mi madre, mi consejera, mis ojos—dice—.

Hoy Ladicel tiene 54 años y es la presidenta de la subdirectiva de Utrasd en Urabá, un sindicato de trabajadoras domésticas que a nivel nacional cuenta con 650 afiliadas, de las cuales 122 están en esta región de Antioquia. Luego de irse de Riosucio siendo una adolescente trabajó en Medellín y más adelante en Apartadó. Siempre en casas de familia. Cuando sentía que la trataban mal esperaba un tiempo y se iba.

—Era uno como buscando esa dignidad por la que ahora luchamos—dice al otro lado de la línea telefónica.

Teresa Becerra vive en el barrio Obrero. Toparse con Ladicel le cambió la vida. Antes de conocerla dice que no tenía sonrisa. Todo era llorar y sufrir. En los talleres del sindicato aprendió sobre la liquidación de las prestaciones sociales en un contrato laboral, supo que la humillación no era algo normal, que siendo empleada doméstica tenía todo el derecho de levantar la cabeza y caminar firme por su barrio. Sin pena, sin miedo, sin vergüenza. Y, no menos importante, que cuando se da un despido sin justa causa hay cabida legal a una indemnización.

Lo mismo le pasó a Rubiela Pino, una mujer que vive en Turbo y que cada mes viaja a Apartadó para las charlas del sindicato. Su trabajo —dice— es lavar y planchar. Es lo que sabe hacer. Y bien, con esmero. Sin embargo, no han sido pocos los que han intentado explotarla. Hace un par de años, una señora le dijo que fuera a su casa para que le ayudara en el trabajo doméstico. Rubiela llegó a las seis de la mañana y terminó a las 5 de la tarde. De pago le dieron cinco mil pesos. Ese día se puso a llorar como nunca y sintió que su vida no valía nada. El sindicato y Ladicel llegaron a su puerta como una bendición.

El gran trabajo de Utrasd no solo en Apartadó sino en Bogotá, Medellín, Neiva y el departamento de Bolívar gira alrededor de las reivindicaciones laborales de las trabajadoras domésticas. Esto implicó que se organizaran internamente. Además de Ladicel, en Apartadó hay un grupo directivas, entre las que está una secretaria, una vicepresidenta, una fiscal y una tesorera. Y otras compañeras que coordinan las secretarías de etnoeducación, finanzas y proyectos, organización y derechos, equidad de genero, integración social y comunicación. Esto les ha permitido articular el trabajo sindical. La organización se ha convertido en un espacio de aprendizaje, capacitación e incluso, de refugio. Ellas saben que hay que estar unidas.

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Las historias de superación alrededor de Utrasd son incontables. Angie Borja Guerrero le contó a su patrona en 2016 que estaba embarazada. La mujer de inmediato le dijo que no la podía seguir contratando y la echó.

—Yo le rogué que no me sacara, le chillé, me arrodillé. Y no tuvo compasión. El papá del niño también me dejó con mi barriga sola. Estaba desesperada, no sabía qué hacer. A la primera que le conté fue a Ladicel. Me dijo que no llorara más porque eso lo iba a sentir el bebé. Y me enseñó a hacer hamburguesas para vender y así me sostuve—recuerda—.

En el sindicato le explicaron que bajo la legislación colombiana está prohibido el despido de mujeres embarazadas. Además de que era inhumano. Entonces le ayudaron a entablar una demanda que terminó con un acuerdo.

La vida para Ladicel sigue siendo luchada. Comparte su tiempo dictando talleres a niños, trabajando en casas de familia, cuidando a sus dos nietos, aconsejando, atendiendo los llamados de las integrantes del sindicato, leyendo, aprendiendo para lograr reinvindicaciones, siempre de la mano de todas las compañeras de la directiva. No descarta algún día volver a Riosucio a visitar a la familia que le queda, meterse al río Atrato, lanzar bocachicos para que salgan otras vez las sardinas a la superficie y agarrarlas con la mano, así como cuando era feliz yéndose de faena con Juan Casilino todas las tardes.

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