El historiador y periodista Juan Carlos Flórez acaba de lanzar un ensayo global que se pregunta por aquellas generaciones que, como la que marcha en las calles de Colombia tras casi dos meses de paro nacional, se han quedado por fuera de cualquier oportunidad por un despiadado sistema neoliberal. Vorágine comparte un fragmento.
19 de junio de 2021
Por: Juan Carlos Flórez / Ilustración: Angie Pik
Juan Carlos Flórez

La violenta insurrección acéfala chilena, que estalló en octubre de 2019 y no encontró ningún liderazgo creíble en una clase política servil con las grandes empresas, hizo trizas la ficción de legitimidad del modelo extremista privatizador, que era el orgullo de la clase dirigente de ese país. La insatisfacción que estalló en octubre y que, cual bolo punch del inolvidable Muhammad Ali, estuvo a punto de tirar a la lona a la oligarquía chilena, hunde sus raíces en una doble desigualdad. Desigualdad en el acceso a las oportunidades y desigualdad en el trato, un logro, este último, que en Occidente fue alcanzado a lo largo del siglo XIX y comienzos del siglo XX tras la revolución francesa, pero que en Chile aún no ha llegado.

Una breve digresión sobre el carácter acéfalo del estallido chileno. Para encontrar un suceso así habría que remontarse a los sucesos del 9 de abril de 1948 en Colombia, cuando tras el asesinato del caudillo Jorge Eliécer Gaitán, las masas que este dejaba huérfanas se lanzaron a las calles en un impulso que terminó en destrucción y frustración porque la clase política de oposición al régimen conservador, bajo el que ocurrió el magnicidio de Gaitán, se negó a secundar la protesta popular y se lanzó asustada a los brazos del régimen. La ausencia de salida política a las demandas de las masas urbanas huérfanas de caudillo abrió décadas de tenebrosa violencia en Colombia para mantener en el poder a unas élites violentamente refractarias a realizar mínimas reformas que redujesen la atroz desigualdad colombiana. Y ese escabroso capítulo de la historia colombiana aún no concluye.

Para comprender la profunda inequidad chilena en el acceso a las oportunidades miremos otro estudio, “Desiguales”, también llevado a cabo por el PNUD, en 2017, y que ahondaba en las razones de la inmensa insatisfacción de los habitantes de ese país, la cual crecía a pasos agigantados desde las masivas protestas de los estudiantes en 2011. En aquel entonces, los jóvenes reclamaban contra un sistema educativo heredado de la dictadura, que establecía un auténtico apartheid en la educación escolar, en la cúspide unos pocos establecimientos aparentemente de mejor calidad para la minoría que podía pagarlos –y que le permitían a la élite autoreproducirse casi sin competencia- y en la base una educación pública de mala calidad para la mayoría. Merece ser destacado el hecho que mientras los políticos de centroizquierda aparentaban querer darle una salida al descontento de los estudiantes, durante el segundo gobierno de la presidenta Bachelet, casi todos ellos tenían a sus hijos en colegios privados de élite.

Eso significa que las diferencias entre derecha y centroizquierda son fundamentalmente retóricas. Los políticos de ambas corrientes, que se han turnado en el poder en los últimos años, comparten en el fondo una suerte de frente nacional en defensa de sus privilegios de casta y en la aceptación de la supremacía de los grandes intereses económicos sobre los intereses de la sociedad en su conjunto, una suerte de régimen soviético al revés. En este último primaban los intereses de la partidocracia y la economía estatizada sobre los intereses de la sociedad. En el régimen chileno, imperan los grandes intereses económicos privados y la partidocracia es el brazo político de dichos intereses que se imponen, por la razón o la fuerza, como reza el escudo de Chile, al resto de la sociedad.

Examinemos las trampas de la supuesta meritocracia que la investigación del programa de las Naciones Unidas para el desarrollo dejaba al desnudo. El estudio revisó los apellidos de quienes ejercen las tres profesiones más prestigiosas en Chile, médicos, abogados e ingenieros. Como señalaban los autores del mismo, “si la igualdad de oportunidades fuese efectiva, no debiese haber apellidos que estén sobre o subrepresentados en esas profesiones que ejerce un 1.85% de la población adulta. El ejercicio consistió en preguntar qué apellidos, si alguno, tienen una participación superior al 8%, que es un umbral considerablemente más alto que la cifra promedio […] Setenta apellidos cumplieron con esta condición; de estos, el 33% se asocia a la aristocracia castellano-vasca y otro 51% es origen europeo no español (en orden descendente, alemanes, italianos, ingleses y otros). Es decir, 84% de los apellidos con alta representación en las profesiones de mayor prestigio se asocia a la clase más alta del país”. Del otro lado, casi todos los apellidos subrepresentados en las profesiones de mayor prestigio son de origen indígena.

En noviembre de 2011, mientras Chile vivía un tsunami de protestas de los estudiantes contra un sistema educativo que no les abría oportunidades, se llevó a cabo el encuentro nacional de empresarios, Enade, que organiza una institución con un curioso nombre, Instituto chileno de administración racional de empresas, Icare, un oxímoron, pues junto al amor y al odio no hay nada tan irracional como los negocios. En el evento, un sociólogo de 35 años –Alberto Mayol –advirtió a un incrédulo auditorio, que el modelo económico del cual esos empresarios se sentían orgullosos había fracasado, tesis que ratificó en su ensayo de 2012, “El derrumbe del modelo, la crisis de la economía de mercado en el Chile contemporáneo”. 

Por supuesto, ni los grandes empresarios, máximos beneficiarios de un modelo concentrador de riqueza, ni los intelectuales ni los negocios de propaganda-comunicación al servicio de los billonarios estaban dispuestos a aceptar que los chilenos, según revelaban algunas encuestas, en un 84.3% sentían que el crecimiento económico, la gran promesa de la élite chilena, no se reflejaba en la situación de la mayoría de la gente. (Datos presentados por Mayol, ante los empresarios, tomados de la encuesta metropolitana del Centro de Investigación en Estructura Social (CIES), Universidad de Chile). En esa misma presentación de 2011, el sociólogo chileno también citaba el Latinobarómetro de 2011 en el cual, frente a la pregunta, ¿Cuán justa cree usted que es la distribución del ingreso en su país?, Chile estaba en el nivel más bajo de toda América Latina, con solo un 6% de los encuestados considerando que dicha distribución era justa. La respuesta mayoritaria del estamento intelectual a la advertencia de Mayol, tal como él lo recuenta en el prólogo a la segunda edición de su libro publicada en 2013, fue de negacionismo. El argumento más insólito lo dio un propagandista perteneciente a la oligarquía de los apellidos vascos, quien señalaba que no había modelo ni había malestar.

Chile tiene también una odiosa costumbre de trato humillante de las élites hacia sus ciudadanos. A juicio de un perspicaz observador del descontento chileno, el profesor de la Universidad de Chile, Manuel Canales, “no hay otra sociedad que tenga tan fuerte como Chile el apartheid social por tantos siglos” (Entrevista a la radio Rock&Pop, noviembre de 2019). Un chilenismo, ampliamente usado en la vida diaria, nos ayuda a entender esa profunda desigualdad en la dignidad, pasar a llevar, que significa, entre otras cosas, atropellar, tratar mal, llevarse por delante a alguien, faltar al respeto, ultrajar. Acorde con la encuesta PNUD-DES 2016, “el 41% de la población experimentó malos tratos en el curso del último año”. Y esos malos tratos consistían en haber sido ofendido, pasado a llevar, mirado en menos, tratado injusta o violentamente. Cuando se desglosan estos aspectos en la mencionada encuesta, “30% de los encuestados dice haber sido pasado a llevar, 29% dice haber sido ofendido o mirado en menos y 27% dice haber sido tratado injustamente”. Tendríamos que acudir al título de una novela que Dostoievski publicó en 1861 para definir cómo se siente la mayoría abrumadora de los habitantes de ese país, humillados y ofendidos. La misma encuesta anota que la mitad de las personas de las clases populares reporta episodios de malos tratos.

Según Desiguales, del PNUD, “un librero ambulante usa en su cuaderno de campo la palabra “desprecio” para describir un conjunto de experiencias asociadas a la vida en Santiago”. El desprecio hacia quien no pertenece a un reducidísimo grupo que controla el país es la atmósfera en que se sienten asfixiadas la clase media y los sectores populares. Las élites asumen que todos quienes no pertenecen a ellas, el país de los 70 apellidos, son siúticos, que en el vocabulario criollo-español de Ciro Bayo, editado en Madrid en 1910, se define como el individuo que en Inglaterra apellidan snob, en Italia cafon, en Portugal filipon, en Francia rastaquouère [advenedizo] y en España cursi. Con esta palabra, de uso común entre la élite para descalificar a todos quienes no pertenecen a ella, la mayoría de los chilenos resultan unos cursis advenedizos. 

Con tan arbitrario rasero les son cerradas muchas puertas a millones de chilenos, que no tienen el camuflaje meritocrático que proporcionan unos pocos colegios, unas cuantas universidades y, no en último lugar, la apariencia de europeo. Como señala el informe del PNUD, “incluso hoy el aspecto físico es un buen predictor de la clase social en Chile, lo que delata una sociedad con escasa movilidad social, en la que han primado los prejuicios y la discriminación en el acceso a las oportunidades”.

* Este fragmento hace parte del libro “Los que sobran”, del historiador, periodista y exconcejal por Bogotá Juan Carlos Flórez, publicado en mayo de 2021. Vorágine lo reproduce con autorización de la editorial. 

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