21 de diciembre de 2021
FEMINIZAR LA POLÍTICA
(Editorial Planeta)
CAPÍTULO 1
La revolución en casa
El trabajo doméstico es el trabajo en el que las contradicciones
se ponen de manifiesto de manera más explosiva,
razón por la cual es el punto cero de la práctica revolucionaria.
SILVIA FEDERICI
En 2020 tuve una conversación con Silvia Federici sobre su libro Revolución en punto cero. Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas. Silvia, italiana y estadounidense, es multifacética: teórica y activista feminista, historiadora, profesora e investigadora, pero ante todo es una mujer que inspira. Ese día hablamos de la necesidad de darles un valor justo a las prácticas para cuidar la vida, que a pesar de ser fundamentales se han invisibilizado a lo largo de la historia. Silvia propone una invitación a mirar el espacio doméstico como el primer ámbito de transformación profunda de nuestra vida. Hoy yo miro a mi familia a través de ese lente.
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Mi mamá se devoraba el mundo.
Lo hacía con pequeños acontecimientos. En las noches salía a cantar porque le fascinaba hacerlo y tenía un talento enorme para la música, o salía a participar de algún tipo de actividad pública porque le gustaba la política. Y entonces mi papá se quedaba con nosotros en la casa, cuidándonos.
Mi mamá se devoraba el mundo en una época que para la mayoría de las mujeres representaba un obstáculo para su deseo más profundo de ser libres. Ella era la fuerza, la palabra, y mi padre ocupaba el papel de cuidador; cuando pienso en él evoco unos brazos amorosos que siempre estaban para nosotros en casa. Así fue como hicieron su propia revolución, la que nos permitió vivir en una familia muy democrática.
Éramos cinco hijos. Por lo general, mi papá regresaba de trabajar o de tomarse unos aguardientes en el café La Cigarra, un tertuliadero muy tradicional que quedaba a una cuadra de la Catedral Basílica de Manizales, donde los hombres se reunían para hablar de lo divino y lo humano. Llegaba para ayudar a acostarnos y dejar todo listo para salir al colegio a la mañana siguiente. Vivíamos en una casa grande; mi recuerdo del espacio físico no es tan nítido, pero guardo en la memoria que era grande, que tenía dos patios y que en el segundo piso solo había un baño, ¡uno solo!, y todos teníamos que salir a la misma hora para el colegio. La nuestra fue una casa donde, en medio del desorden infantil, siempre hubo mucho amor y mucha disciplina.
Mi papá era comerciante y mi mamá lo que se podría llamar una ama de casa. El tema es que era una ama de casa atípica: no cocinaba, no sabía coser, pero tenía un costurero con sus amigas porque era consciente de la importancia de construir espacios propios, de crear rituales para ella. Rituales, mas no rutinas.
Casi veinte años después, en 1981, mi gran amiga Carmenza Saldías fundó junto con otras mujeres una organización feminista llamada «El Costurero», que fue la semilla del Movimiento de Mujeres de Manizales. Además, ese año participó en el Primer Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe que se desarrolló en Bogotá. Todas provenían de las ciencias sociales y querían reivindicar ese espacio tradicional en el que muchas mujeres se encontraban para compartir reflexiones, deseos y miedos que no podían manifestar en ningún otro sitio. Los nuevos costureros eran todo un ritual; si los hombres se arreglaban para ir al café, las mujeres se ponían sus mejores atuendos para asistir a esos encuentros de complicidad. El debate ya había evolucionado de lo personal a lo colectivo y eran años de profundas inquietudes feministas. Estábamos en pleno Estatuto de Seguridad, decretado por Julio César Turbay, aunque en Manizales se habían abierto algunas ventanitas de libertad y modernidad: poco a poco se iba gestando una ciudad universitaria que recibía a jóvenes de todo el país y ya se había creado el Festival Internacional de Teatro, que significaba un respiro fantástico en todos los sentidos. En los años 1980 ese colectivo tejió lazos; como lo hicieron los costureros en los que mi mamá participó varias décadas atrás, cuando las mujeres no tenían adónde más ir porque el mundo de afuera solo era para los hombres.
Mi mamá no sabía coser, pero en su costurero tejía de otra manera: tejía vínculos. Es una hermosa paradoja porque en casa a las tres mujeres nunca nos quisieron enseñar esas tareas, mientras que en el colegio teníamos una asignatura obligatoria dedicada a la costura perfecta, el famoso dechado, algo para lo que yo nunca fui buena.
Yo recibí una educación que me rompió la relación entre lo manual y lo intelectual, una educación que me restringió en ese sentido. Por eso, hoy, al revisitar esos años a través de un lente distinto, considero que no debí haber despreciado esas actividades porque tienen un valor enorme. De hecho, es alrededor del tejido que muchas mujeres encuentran un espacio en el que pueden ser libres y logran ser ellas mismas. Vienen ahora a mi mente los tejidos de las mujeres de Mampuján, en los Montes de María, con los que hicieron un proceso de perdón y reconciliación tras sufrir tantas heridas de guerra, o los 540 metros de telares fruto del trabajo de muchas mujeres víctimas de la violencia en los llamados «costureros de la memoria» que hoy cubren el edificio de la Comisión de la Verdad en Bogotá.
Ahora reconozco el valor de esas prácticas que en mi adolescencia consideraba aburridas. Clarice Lispector dijo en uno de sus cuentos que en lo cotidiano las mujeres van rehaciendo su vida y resuelven sus problemas, se cuidan y cuidan a los demás, prevén, anticipan… A propósito de esto, Silvia Federici escribió lo siguiente:
La imagen de mi madre haciendo pan, pasta, salsa de tomate, pasteles, licores… tejiendo, cosiendo, remendando, bordando, cuidando plantas […]. Algunas veces le ayudaba en tareas puntuales, casi siempre de manera reacia. De niña tan solo veía su trabajo; más tarde, como feminista, aprendí a ver su lucha.
A las mamás que cocinaron y amasaron —que no fue el caso de la mía, pero sí el de millones de mujeres en el mundo— no hay que mirarlas años después con tristeza porque esa cotidianidad ha sido su lucha, su batalla para sostener la vida. ¿Qué más revolución doméstica que esa?
Según la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo (ENUT) realizada por el DANE, las prácticas de cuidado doméstico tienen un valor cercano a los 186 billones de pesos anuales, y el 77% de ese trabajo es realizado por mujeres y no remunerado. Si hicieran parte del PIB serían el sector económico más poderoso de Colombia, cercano al 20%. Porque sumando el trabajo remunerado y el no remunerado (la carga laboral total) es evidente que las mujeres trabajan más horas que los hombres, y por mucho menos dinero. Entender esa problemática me llevó a promover las tres ‘erres’: reconocer (el cuidado como un trabajo), redistribuir (el trabajo en casa) y reducir (el trabajo para tener tiempo libre) para continuar en la lucha cotidiana por defender nuestros derechos y alimentar nuestro deseo de vivir en libertad.
Celebro que cada día se sigan sumando mujeres en el mundo para hacer parte de nuestra revolución en el punto cero para que el cuidado de la vida sea reconocido, redistribuido y reducido. Para tener tiempo para soñar, amar, crear, asociarse, crecer, transformar el mundo.
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Mery Gómez Restrepo era vital, solidaria, compasiva y líder. Lograba convertir pequeños acontecimientos en arte; la vida cotidiana con ella era como una revolución de historias mínimas. Sin embargo, a pesar de su carácter transgresor, no fue una mujer intelectual ni una lectora obsesiva; mi casa nunca estuvo llena de libros. Tampoco tengo el recuerdo de una mamá viajera, sobre todo por razones económicas (conoció Europa tarde, cuando tenía casi cincuenta años, y su relato y su sorpresa de esos días me siguen fascinando hoy en día). Ella se devoraba el mundo porque en una de las ciudades capitales más católicas y conservadoras de Colombia, y de las más machistas, se las arreglaba para pensar su vida desde una perspectiva colectiva, política. Se lo devoraba porque salía en las noches a cantar tangos, bambucos y rancheras. Para ella la música fue liberadora, pasaba de Bach y Händel a José Alfredo Jiménez y Toña la Negra sin problema.
Cantaba en las noches en La Rondalla del Club Manizales, dirigía una agrupación musical llamada Asociación Plenitud Tercera Edad, era voluntaria de la Cruz Roja y hacía política con los conservadores de la época —hace poco, mi hermana menor y yo descubrimos que fue candidata al Concejo—. Ella nunca nos habló de forma directa de política, pero sabíamos que le gustaba por su manera de opinar y porque le importaba lo que ocurría en la ciudad.
Vivíamos en La Estrella, un barrio de clase media y construcciones bajitas en los años 1960 y 1970. En casa de la abuela Solita, mamá abuelita, que vivía bastante cerca, todos cantaban, todos tenían voces muy bellas, pero solo mi mamá hizo de la música un elemento movilizador, una especie de proyecto de vida. Pasó por el Conservatorio de Manizales e hizo parte de la Coral Santa María —su lado más clásico en la música—, aunque después de terminar el bachillerato no tuvo más oportunidad de seguirse formando porque venía de una familia muy numerosa. Mis abuelos maternos, Soledad e Ignacio, tuvieron diez hijos, y los paternos, Obdulio y Teresa, tuvieron once. En efecto, yo vengo de dos familias inmensas.
De las ocho hijas de mi abuela, me parece que mi mamá fue la que dio el paso más arriesgado en términos de cocinar una vida propia, un camino que pudiera nutrir por dentro sin que eso significara abandonar el cumplimiento de algunos roles que aceptó interpretar desde muy joven. Mamá se casó a los 22 años, papá tenía 32, y exactamente nueve meses después nació Pablo, su primer hijo. En diez años nacimos cinco hijos: Pablo, Ángela María, Felipe, Patricia y Luz Helena. Cuidarnos era algo absorbente por más ayuda que tuviera —la señora de la cocina y la señora de adentro, como se les decía— y aun así, mamá cumplía esos mandatos sin olvidarse de ella misma.
Ahora que lo pienso, Mery Gómez Restrepo es la verdadera protagonista de esta historia pues fue quien me inspiró a salir de la colmena. Sí, este libro tendría que ser sobre ella.
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Nací en Manizales el 7 de septiembre de 1953, un año bisagra porque se suponía que terminaba La Violencia, esa con mayúsculas, pero, en realidad, comenzaba la dictadura y no terminaba el conflicto. Nací en un paraje que en el momento de su fundación fue así, según una reconstrucción que hizo en los años 1920 mi tatarabuelo materno, José María Restrepo Maya:
En el confín del horizonte, hacia el oriente, los imponentes nevados del Ruíz y Santa Isabel tocando el cielo y apoyados por una serie de enormes montañas azules que se extienden al norte y al sur; al pie de esos empinados gigantes de los Andes, una inmensa extensión de bosques que parecían plantados en una llanura, pues la exuberante vegetación no dejaba ver las ondulaciones del terreno, grandes manchas blancas salpicaban en toda su extensión esa magnífica selva, manchas formadas por las copas de los yarumos que denunciaban la fertilidad del suelo; el silencio de la soledad está abajo y el silencio del firmamento, arriba.
Sé que ese paisaje se ha transformado de manera drástica con los años, pero para mí sigue siendo uno de los más bellos del mundo.
Crecí en una ciudad clásica, con pretensiones de ser muy señorial a pesar de que se seguía pareciendo más a un pueblo donde todos se conocían y sabían detalles de sus vidas; una ciudad levantada por colonos antioqueños, no tan mestiza como el resto de las que se fundaron sobre la base de las primeras bonanzas cafeteras, pero sí más confesional, más religiosa. Manizales está encerrada entre montañas y está encerrada en sí misma.
El Caldas de esa época, que unía lo que hoy son Risaralda y Quindío, fue uno de los pocos departamentos en los que se reanudó con fuerza el conflicto entre 1954 y 1958, tras unos meses de aparente tregua por la llegada al poder de Gustavo Rojas Pinilla (los otros fueron Valle del Cauca, Tolima y Huila). Sobre lo que pasó en Caldas durante esos años escribieron monseñor Germán Guzmán Campos, Eduardo Umaña Luna y Orlando Fals Borda en su libro icónico La Violencia en Colombia:
El sino de Caldas en cuanto a la violencia ha sido paradójico, porque es el departamento colombiano que goza, aparentemente, del más alto nivel de vida. Allí, según los sociólogos, se ha desarrollado una verdadera clase media rural que tuvo su origen en las inmigraciones de antioqueños desde mediados del siglo xix. Una mentalidad especial de empresa con un sentido de independencia ha hecho de Caldas una región próspera. Pero quizá su riqueza sea la causa de su desgracia. Los explotadores de café, en su mayoría minifundistas, han debido sufrir el impacto de la confusión causada por el robo y el ansia de tierras. Sus fértiles montañas se han visto así manchadas de sangre, y sus habitantes no han podido resolver el problema económico que les lleva a la violencia.
Pero yo no sentí nada de eso. Nuestra infancia y nuestra adolescencia transcurrieron en una especie de burbuja lejos de los campos incendiados, la muerte, los cortes de franela, la forma en que la guerra rompe, fragmenta. Solo cuando estuve en Bogotá, y ya era estudiante de Psicología, me hice consciente de las huellas de esa Violencia. Ni en Manizales ni en la finca de mis tíos Noemí e Ignacio en La Enea, en la que pasábamos días enteros jugando con los primos, ni en Guacaica, la finca de mis tíos Hernán y Amparo, a la que solo se podía llegar a caballo y donde pasábamos nuestras vacaciones de fin de año entre primas y primos, gozando con el ordeño tempranero de las vacas, las caminatas y una hermosa y paciente burra negra, escuché hablar de guerrillas liberales, bandoleros o chulavitas. Porque a nosotros nos rodeaba un espacio muy protector, un ámbito de contención que nos blindaba de ese departamento tan violento. Recién ya siendo una adulta que vivía sola en la capital aprendí que la guerra siempre estuvo cerca, y que en nuestro país se recicla una y otra vez y parece ser una guerra perpetua.
Poco después de visitar Manizales en 1995 escribí en mi diario que recorrer sus calles y redescubrir sus perfiles, y hacerlo sola, sin que nadie guiara mis pasos, me había hecho sentir «profundamente vieja», como si hubieran pasado siglos. Me sentí sola, aunque también «entraba, por primera vez, en comunicación real con mis antepasados».
Como mencioné atrás, en mi casa se vivía una verdadera revolución por la forma en que mis padres se repartían el poder y el cuidado de todos nosotros, y por la manera en que tomaban las decisiones; no obstante, en los años 1950 y 1960 los comportamientos en la ciudad todavía estaban regidos por los preceptos religiosos y, en consecuencia, a eso le atribuyo que dos de los tres colegios por los que pasé hayan sido de monjas —aunque también sucedió porque eran los que en ese momento resultaban accesibles para la familia—.
Hice mi primaria en el Colegio María Montessori con Anita y Maruja, un par de maestras bellísimas. Luego me cambiaron al Colegio del Rosario y los últimos tres años del bachillerato los hice en el Colegio del Sagrado Corazón, que fue donde estudiaron toda la vida Patri y Luche, mis hermanas menores.
Lo curioso es que fue con las monjas que comencé a explorar el mundo en serio, gracias a ellas me enamoré de la biblioteca y fue una monja limeña la que me motivó a estudiar Psicología. Recuerdo que ya de adolescente me montaron la cazadora para que me metiera al Opus Dei, por suerte ese periodo se mezcló con una búsqueda interior muy fuerte y en mis primeros diarios, que son de esa época, quedó claro que no me interesaba, que estaba confundida y quería construir un mundo propio, aunque no tenía la más remota idea de cómo hacerlo.
Mi hermana Patricia dice que la educación en Manizales era mala. Yo no lo veo de esa forma; ya no recuerdo su nombre, me gustaría, pero sí tengo presente que en el Sagrado Corazón tuve una maestra que alguna vez me puso a hacer un trabajo sobre la teoría de la evolución de las especies que me abrió las expectativas sobre el mundo. Fue fascinante. Luego conocí a una profesora que se llamaba Leonor Gallego, era literata y filósofa, y fue fundamental para ayudar a proyectarme. La educación que recibimos en Manizales, con todo lo cerrada que era y a pesar de ser tan religiosa, no era mala. Aunque sí creo que nos faltó un idioma. Esa es una gran carencia en mi vida: no hablar otra lengua.
***
Tardé años en comprender que en mi casa vivíamos una verdadera revolución doméstica. Rosi Braidotti, la filósofa y feminista italiana, dice que el espacio doméstico puede ser profundamente democrático y político porque contiene un proyecto de sociedad, porque la casa es una especie de microsociedad que se tramita en la vida cotidiana en la forma como se comparten la comida, las responsabilidades con los hermanos, como se distribuye el ejercicio del poder entre un padre y una madre, que en mi caso fueron atípicos.
Ya es hora de dejar atrás la división sexual del trabajo que impone el capitalismo, que siempre nos ha dicho que el mundo que produce es el de afuera y que el adentro solo sirve para reproducir la vida. La casa no es una unidad meramente reproductiva, también es productiva. Esto es fundamental en mis tareas políticas y me obsesiona en mi desempeño profesional desde que trabajé con Antanas Mockus en su segunda alcaldía, en la dirección del Departamento Administrativo de Bienestar Social del Distrito. La idea se fortaleció luego con mi trabajo en el Congreso, pero el origen es claro: mi casa de Manizales, esa cotidianidad compartida, la posibilidad de que mi madre tuviera tiempo libre para sus sueños y para habitar con mucha libertad el espacio de la casa y de su vida, porque el cuidado había sido redistribuido.
Yo sueño recurrentemente con casas. Son casas de familia que se convierten en una diversidad de expresiones, lugares, rincones. Casas que proyectan las múltiples vidas de mis tías, las Gómez, algunas muy tradicionales porque tenían que volver antes de las diez de la noche para acompañar a sus maridos, y otras muy liberales que cocinaban pasteles exquisitos y también escribían coplas, guiones de obras de teatro, poesía.
Si alguien me preguntara, sesenta años después, qué lugar recuerdo de forma clara de ese espacio doméstico, diría que la mesa del comedor: rectangular, de madera fina. Las decisiones en casa se tomaban casi siempre en esa mesa y a nosotros nos hacían partícipes. Sentados a su alrededor se expresaban todo tipo de emociones porque en mi casa nunca estuvo prohibido sentir rabia, llorar o estar triste. Creo que las conductas agresivas y violentas tienen parte de su origen en una educación emocional pobre o inexistente, que se da cuando las familias no se preocupan por educar a sus hijos en la expresión libre de sus emociones. Eso también configuró una importante revolución doméstica en la casa en la que crecí, pues expresábamos lo que sentíamos, pero nunca hubo golpes. Claro que había conflictos, mi hermano Pablo y yo, por ejemplo, tuvimos durante mucho tiempo una relación conflictiva, difícil, pero nunca lo resolvimos pegándonos. La correa que asustaba a algunos de mis primos y primas yo nunca la tuve presente. En mi casa nos educaron para la conversación y las discusiones con argumentos, para no reprimir las emociones.
Mi papá lloraba más que mi mamá, de hecho. Manuel Robledo Arias se emocionaba hasta la médula con cualquier cosa que hacíamos, y era hermoso porque no tenía problema en que lo viéramos llorando. Sé que la memoria es caprichosa e intransferible, porque mi hermano mayor tiene un recuerdo distinto, el de un ser más rígido e inflexible, pero el mío es el de un papá que se derretía por sus hijas e hijos, un papá muy cariñoso, aunque fuera excepcional en esa ciudad tan conservadora y donde hasta era mal visto consentir a los hijos hombres porque se pensaba que así se les hacía un daño irreparable.
Si yo cierro los ojos recuerdo a un papá que casi nos quitaba el aliento cuando nos abrazaba, con unos brazos que sin ser grandes se sentían inmensos y protectores. Manuelito, como le decían en Manizales, era un hombre fornido pero bajito. Él era el que cogía la escoba cada 25 de diciembre para barrer la finca después de la fiesta de Navidad. Se gozaba el rol del cuidado diario de sus hijos e hijas, no lo consideraba una imposición ni un favor que le hacía a mi mamá, y cuando empecé a leer sobre feminismo y descubrí a Nancy Fraser y su categoría del cuidador paritario, en reemplazo de la del proveedor universal, entendí el poder de lo que mi papá hizo en nuestras vidas. Era él quien nos compraba los libros o el que se daba cuenta de que la ropa interior se nos estaba acabando. Mi mamá estaba muchas veces en el mundo de afuera, donde siempre fue muy fuerte con la palabra y su presencia era más visible. Mi papá siempre estaba a su lado, desde el silencio y desde un amor que se expresaba sin condiciones. Hoy se me antoja pensar que le debió costar mucho eso de compartir la vida con una mujer tan libre.
Sobre él escribí en mi diario de 1997:
El recuerdo de mi papá fue muy dulce hasta que pude entender cuánto hubiera deseado que esa dimensión masculina, que por supuesto tenía, se hubiera expresado con mayor fuerza. Era profundamente honesto y su ética en el trabajo, un ejemplo cotidiano […]. Fue inmenso en el afecto, en el amor, en su generosidad y su solidaridad. Eso fue lo más claro de su vida, además no le costaba ningún trabajo. Y fue el soporte del amor incondicional que yo considero materno. Ese amor que fue tan difícil a veces para mi mamá. Su dimensión como hombre cuidador emerge en uno de mis sueños. Lo llamo «El sueño de las ratas»: mi papá encarna a un granjero sabio que cuida ratas. «¿Por qué las cuidas?», le pregunto. «Porque ellas contribuyen a mantener el equilibrio ecológico, si las matamos se pierde ese equilibrio», responde el granjero. En el análisis del sueño, el viejo granjero es un hombre elemental, de campo y, al mismo tiempo, un hombre sabio. Esta imagen ha aparecido con frecuencia en otros sueños, es la referencia a lo paterno aunque diferente, a una imagen paterna que consideraba elemental, pero con una gran capacidad de cuidado.
Mamá, en cambio, pisaba con fuerza el mundo y a veces tenía la mirada perdida. ¿En qué pensará ella? ¿Qué es lo que quiere? ¿Qué es lo que sueña? Esas preguntas me las hice muchas veces.
VOLAR
Sentada en el comedor rectangular y elegante de mi casa participé en una decisión absolutamente trascendental para mi vida. Cuando terminé el colegio quise abrir las alas porque Manizales se me había quedado chiquita, y mi mamá y mi papá sabían que también me quería devorar el mundo. «Yo no les voy a dejar un peso, lo que quiero para ustedes es que se eduquen», siempre decía mi papá. Nos empujaban para estudiar y las que más recibimos ese empujón fuimos las tres mujeres.
Mis papás hicieron un esfuerzo enorme para que viajara de Manizales a Bogotá en una avioneta de la aerolínea Tarca, Taxi Aéreo de Caldas, en la que no cabíamos más de cinco personas. Fue en enero de 1971. Cuando llegué y busqué en mi billetera el comprobante para presentar el examen de admisión a la carrera de Psicología en la Pontificia Universidad Javeriana me di cuenta de que no lo tenía, lo había dejado en mi casa. Entonces mi papá cogió su carro, manejó toda la noche y llegó a Bogotá en la madrugada con ese papel para que yo no perdiera la oportunidad de hacer el examen. Esa anécdota, que puede parecer muy tonta en otras vidas, ha sido fundamental para mí porque demuestra cuánto deseaban que hiciéramos lo que ellos no pudieron.
Yo aventuro que las oportunidades de Manuel y de Mery para continuar con sus estudios fueron muy restringidas, tal vez por no haber sido los primeros hijos de las familias tan numerosas en las que nacieron. Aunque descendían de familias con antecedentes muy significativos en la educación y la cultura: mi abuelo paterno, Obdulio Robledo Gutiérrez, fue secretario privado del expresidente Carlos E. Restrepo; mi tatarabuelo materno fue José María Restrepo Maya (1834-1917), Restrepito, uno de los pedagogos más reconocidos de Caldas y Antioquia, fundador de colegios y, según una reseña de la Universidad Javeriana de 1934, un hombre que sabía de matemáticas, astronomía, geografía e historia, y que hablaba varios idiomas: latín, inglés, francés e italiano. Por su parte, al padre de mi abuelo materno, Genaro Gómez, papá Genaro, se le atribuía un talento especial para catar vinos y rones. Se dice que fueron él y su primo hermano, Juan de la Cruz Gómez, como estudiosos y químicos empíricos, quienes desarrollaron la fórmula del Ron Viejo de Caldas y del Aguardiente de Caldas. También mi abuelo materno, Ignacio Gómez Calderón, que era un bohemio y un bebedor, y un hombre que en la casa se transformaba y la convertía en un infierno para mi abuela Solita, fue un escritor reconocido, fundador de periódicos y revistas, y miembro activo de un grupo de intelectuales y poetas.
Aun así, todo eso quedó interrumpido en la generación de mis padres y tíos porque eran muchos. Los primeros hijos podían ir a la universidad con mucho esfuerzo, pero para el resto de la prole ya no era posible. Mi mamá escasamente terminó el bachillerato al igual que mi papá. En cambio, mis hijos y casi todos los hijos de mis hermanos y hermanas tienen especializaciones, y hasta tengo una sobrina con un posdoctorado. Es un salto enorme y me gusta creer que de alguna manera hemos recuperado parte de la historia de esas personas que antes de mis padres sí pudieron educarse, la familia de intelectuales y poetas de la que venimos.
En casa había tres o cuatro enciclopedias completas para nosotros. Recuerdo que una de ellas era de cultura general que se llamaba El tesoro de la juventud y había otra muy bella de cuentos. Todo lo que teníamos era lo que se podía dentro de una cultura muy cerrada; a Manizales no llegaba casi nada, creo que en esa época la ciudad solo tenía una o dos librerías, la cultura que predominaba era la que emanaba de las típicas identidades paisas. El rock, por ejemplo, solo apareció en mi vida siendo estudiante universitaria.
***
Cuando mi mamá cumplió noventa años toda la familia se reunió en Chinchiná. Fue el 27 de abril del 2019. Menos de cuatro meses después, el 10 de agosto, murió en brazos de sus hijas. (Mi papá había muerto muy joven, cuando tenía 50 años). En ese último cumpleaños leí este texto que le escribí durante mucho tiempo, juntando pedazos aquí y allá, fragmentos:
Gracias por haber vivido y amado en libertad […]. Gracias por tu cotidiana y eterna rebeldía, que ha sido motor para tus pequeñas y decisivas batallas, como aquella que empezó por subvertir el espacio doméstico de nuestro hogar en Manizales y convertirlo en compañía de Manuel, nuestro amoroso papá, en un lugar para el debate, para la conversación y el encuentro. Por esa primera batalla que diste, pudimos tener un padre que también se ocupaba con toda su calidez de las tareas cotidianas, del cuidado de sus hijos. Y una madre que, en sus múltiples actividades culturales, sociales y políticas, nos ha mostrado un camino y nos ha invitado, con su ejemplo, a cuidar de nosotros, de los otros, del planeta.
Con tu trabajo en el espacio público y tu contundente presencia en casa, nos has mostrado cómo las mujeres podemos combinar nuestra condición de ser madres y ciudadanas, cómo el mundo no se agota en los cómodos refugios privados y también cómo la lucha que lidera una mujer es la lucha por cientos, por millones de mujeres en el mundo que aún viven en medio de la violencia, la discriminación y la injusticia. En compañía de otras mujeres que también nacieron en una de las culturas de más rancia tradición patriarcal, como la paisa, desde tus múltiples acciones, has contribuido a desafiar ese poder omnímodo de muchos hombres, y nos das aliento a las mujeres de otras generaciones […]. Si otros hubieran sido los tiempos en los que te hubiera tocado vivir, mamá, hoy la congresista serías tú. Hoy, como siempre lo has hecho, levantarías la voz en el Congreso de la República para exigir vivir en un país justo, socialmente equitativo y en paz.
Y si no hubiera sido congresista, estoy segura de que hubiera sido una cantante famosa.
—Angelita, usted es heredera de la pasión por la política de su mamá, que a su vez la heredó de la abuela Solita —me dijo la tía Bertha cuando entré en el mundo de lo público.
Un año antes de ese cumpleaños hermoso, en el que ella estaba tan lúcida, tan sonriente, le organizaron tres fiestas para celebrar, fue el mismo en que yo fui la candidata vicepresidencial de Gustavo Petro y mi mamá tuvo que soportar insultos para su hija que provinieron hasta de varios familiares cercanos. Le dijeron, por ejemplo, que yo era «guerrillera», «abortista», «comunista». Y ella siempre me defendió: «Ángela María es una ciudadana admirable y una hija maravillosa». Mi mamá era conservadora, les hizo campaña a conservadores y trabajó con ellos, pero su espíritu era totalmente libre. Fue por eso que en 2018 mi hermosa madre votó por la Colombia Humana.
Los cinco hijos de Mery y Manuel conformamos familias amplias, bonitas, diversas, pero solo con mis dos hermanas he recorrido esta travesía que es la vida, llena de vicisitudes y de alegrías. Patri es mi confidente. Con su capacidad para asumir el dolor y enfrentar las dificultades, y su fuerza para reinventarse, aun de cara a la muerte, me enseña todos los días. Y con su agudeza tan propia, que mira críticamente el mundo, también me enseña a construirlo desde el amor. Nuestras hijas e hijos nos han acompañado en las batallas cotidianas por ser múltiples, contradictorias, rebeldes y libertarias. Es parte del legado a nuestras nietas.
Luchito, como le decimos a la hermana menor, encarna la solidaridad en todos los ámbitos que habita. En un mundo exacerbado por el egoísmo, la avaricia y la incapacidad de sentir con el otro, Luche me enseña el valor de acompañar de múltiples formas en momentos de dolor, dificultad, fragilidad y desolación. Hoy, la imagen que evoco de ella es la de una casa grande, llena de habitaciones, espacios amplios, cuidado, puertas abiertas. Esa casa grande es como ella: generosa, luminosa, pródiga. Luche lleva esa casa a todos los lugares, como el caracol lleva su concha, y allí deja siempre su huella.
Para eso también sirvió la revolución doméstica liderada por mi madre y mi padre. Para marcarnos a las tres y unirnos de esa manera.
* Este capítulo hace parte del libro “Feminizar la política”, de la psicóloga, pedagoga y política Ángela María Robledo, publicado en noviembre de 2021. Vorágine lo reproduce con autorización de la editorial.