Pese a una sentencia de la Corte Constitucional de 1997, aún no hay una ley que reglamente ese procedimiento reconocido como derecho por el Estado colombiano. Ayer, después de trece meses de espera e insistencia jurídica, se le concedió la muerte asistida a una paciente terminal de setentaiún años.
26 de junio de 2021
Por: José Alejandro Castaño / Ilustración: Camila Santafé

A Yolanda Chaparro le suministraron un sedante para producirle un sueño profundo y, tras eso, le aplicaron un medicamento que le produjo un paro cardiorrespiratorio fulminante. Fue un regalo, quizá el más íntimo y personal, y sin duda el más definitivo. Ella misma lo eligió, aunque tuvo que esperar trece meses e insistir con tenacidad para que se lo concedieran. La eutanasia es un derecho reconocido por el Estado colombiano, pese a la resistencia feroz de ciertos sectores sociales, políticos y económicos que se niegan, en uno de los países más violentos de la tierra, a que ciertos ciudadanos, víctimas de un sufrimiento sin remedio y un deterioro progresivo, decidan morir de un modo digno e indoloro, sin salpicaduras de odio, agonía ni espanto.

Los objetos sobre la mesita de noche, entre su cama y el sillón reclinable en el que pasó sus últimos días, son una constancia de lo que sentía y pensaba Yolanda: una radiograbadora de casete, un inhalador, un utensilio de madera para masajes y, además de pastillas y medicamentos, dos libros breves y sin embargo extensos sobre la muerte y la vida. El primero, Lo que no tiene nombre, es el relato de la escritora Piedad Bonnett sobre el suicidio de su hijo Daniel, a los veintiocho años. El segundo, La luz difícil, es el relato de Tomás González sobre un padre que atestigua la muerte por eutanasia de un hijo parapléjico. Esos objetos sobre la mesita de noche de Yolanda narran una tristeza, pero sobre todo una resolución.

Ella solicitó la eutanasia en mayo de 2020, después de ser diagnosticada con Esclerosis Lateral Amiotrófica, una enfermedad neurológica degenerativa de progresión rápida e incurable, que destruye las neuronas motoras encargadas de controlar los movimientos voluntarios. El más célebre de los pacientes con esa enfermedad fue el científico Stephen Hawking, que sobrevivió a sus múltiples padecimientos por cincuentaicuatro años, una excepción al tiempo de supervivencia que, por regla general, es muy breve, de menos de cinco años. Paola, la hija mayor de Yolanda, cuenta que su mamá vio videos del famoso científico sentado en su silla eléctrica —convertida en objeto de culto en series de televisión y en dibujos animados— y deseó no llegar a ese estado de postración. Yo no quiero llegar hasta allá, dijo consciente de que esa enfermedad era un descenso en caída libre, vertiginosa, sin pausa. Pero su deseo no fue suficiente. 

Después de evaluarla, una junta de médicos de la EPS Compensar y de la IPS Instituto Roosevelt, en Bogotá, negaron su petición de que le practicaran la eutanasia. Los expertos, vestidos con batas impecables y algunos con estetoscopios al cuello, le explicaron que sus condiciones físicas todavía eran, infortunadamente, muy saludables. Para que autorizaran su muerte por eutanasia debía estar en condiciones del todo precarias, y las enumeraron para que no quedaran dudas: estar postrada en cama, haber perdido la capacidad de hablar o de hacerse entender, ser incapaz de masticar y de deglutir los alimentos, haber perdido más del cuarenta por ciento de la capacidad respiratoria y necesitar ayuda para todas las actividades de la vida cotidiana, todas: ir al baño, lavarse, vestirse, comer…

De nada sirvió que Yolanda cumpliera con las tres condiciones que el Estado colombiano exige para autorizar una muerte por eutanasia: ser diagnosticada con una enfermedad grave, degenerativa, progresiva e incurable; considerar que la vida carece ya de dignidad por culpa del deterioro, los dolores físicos y el sufrimiento psicológico; y haber manifestado de forma libre, informada, expresa y reiterada el deseo de morir mediante eutanasia, es decir, de modo asistido por un profesional de la medicina, tal y como lo sentenció la Corte Constitucional en 1997, cuando exculpó de pena el homicidio por piedad.

Muchos, mayoritariamente los sectores políticos y sociales de la derecha y la extrema derecha, se rasgaron las vestiduras. Ese mismo año anunciaron una lucha insaciable por derogar esa disposición que, en su opinión, controvierte el mandato bíblico del no matarás. Pero mientras esos sectores atacan furibundos la sentencia de la Corte Constitucional —lo mismo que la sentencia sobre la despenalización del aborto promulgada en 2006—, apoyan el recrudecimiento de la guerra enfilándose en contra del plebiscito sobre el acuerdo de paz, por ejemplo, y el plebiscito contra la corrupción. En ambas consultas ganó el NO, justo en uno de los países más violentos y corruptos del mundo. Pero ganó con mentiras.

Entre las razones desplegadas por las campañas en contra del voto afirmativo se acrecentaron bulos como estrategia de manipulación y amedrentamiento. Vueltas a leer, cuesta creer que millones de ciudadanos dieran por ciertas las mentiras que se viralizaron como argumentos para promover los votos en contra de ambas consultas: la amenaza del castrochavismo y la posibilidad inminente de que alias ‘Timochenko’ llegara a la Presidencia, la “homosexualización” de los niños y las niñas, la reducción de la mesada a los pensionados para financiar la reincorporación de los guerrilleros, la reconversión del país al ateísmo como doctrina, la expropiación de negocios, casas, fincas y vehículos… es célebre la declaración de Juan Carlos Vélez Uribe, exgerente de la campaña del NO por el Centro Democrático, admitiendo que manipularon contenidos y los disfrazaron de propaganda. 

Yolanda Chaparro, educadora infantil y militante del Partido Comunista, y además —pero sobre todo— madre y abuela, fue una furibunda defensora del acuerdo de paz con las FARC, y de la despenalización del aborto, y de la eutanasia como derecho. Si la enfermedad que padecía no se lo hubiera impedido, ella habría salido a marchar en contra de la reforma tributaria y en apoyo a los jóvenes y a las madres de la Primera Línea. Su consigna de vida era breve y categórica: el derecho a decidir como máximo atributo de la libertad. ¿Por qué su historia, del todo personal e íntima, llamó la atención de los grandes medios de comunicación, que en los últimos días de su vida le dedicaron extensos minutos en sus mejores horarios? ¿Por qué es noticia la eutanasia de una profesora jubilada en un país en el que se descuartizan personas?

Ella debió oírlo en la radiograbadora de casete encima de su mesita de noche: el hallazgo hace apenas unos días de cuerpos de jóvenes desmembrados en bolsas de basura. La cabeza amputada de uno de ellos rodó por las redes sociales sin escrúpulos, sin miramientos, como un trofeo del horror que algunos pretendieron cobrar en favor de unas ideas y en contra de otras. A lo mejor es que la sevicia y la impiedad, que en Colombia siempre terminan superando el límite de lo excesivo, de pronto nos hicieron volver los ojos al gesto pausado y sereno de una mujer que, en la intimidad de su casa, rodeada de su familia y de sus amigos, decidió escribir cartas de amor y de agradecimiento mientras disponía las condiciones para su muerte entre canciones y lectura de poemas. 

Su último intento para un país menos visceral, más reposado, es que la acción de tutela con la que logró el reconocimiento de su derecho a una muerte digna sea revisada por la Corte Constitucional la próxima semana. Su anhelo es que, en adelante, ningún paciente de una enfermedad terminal en Colombia deba demostrar la total postración y agotamiento de sus condiciones físicas y emocionales para acceder, de manera libre, informada, expresa y reiterada, a una muerte digna mediante la aplicación de la eutanasia. Esa, que parece una obstinación por la muerte, es en realidad una obstinación por la vida, pero muchos siguen sin entenderlo. 

Veinticuatro años después, el Estado colombiano sigue sin concretar una ley que reglamente la eutanasia como derecho. El último intento naufragó en abril en la Cámara de Representantes, a falta de tres votos en su segundo debate. Los sectores más progresistas en el Congreso se quejan de que la extrema derecha sigue boicoteando cualquier iniciativa de ley. El ponente del último proyecto naufragado fue Juan Fernando Reyes Kuri, representante a la Cámara por el Partido Liberal. En su opinión, quienes se oponen a la eutanasia pretenden imponer su visión del mundo al conjunto de la sociedad. Según el parlamentario, que algunos crean que la muerte asistida es pecado, una infracción a la ley de Dios, no es razón suficiente para impedirle ese derecho a quienes piensan distinto. Mientras la eutanasia sea un derecho, la elección de reclamarlo es de cada quien según sus creencias. 

Lucas Correa Montoya, el abogado de Yolanda, es el director de investigaciones del Laboratorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, una organización que lidera estrategias para accionar los derechos humanos y catalizar el cambio social. En su opinión, que aún no exista una ley sobre la eutanasia, no omite el derecho ya consagrado por la Corte Constitucional en más de diez sentencias y dos resoluciones del Ministerio de Salud. Según Correa Montoya, los derechos de las minorías suelen ser restringidos por las mayorías, por eso desconfía de las discusiones multitudinarias que pretenden saldar las iniquidades, en este caso, las que padecen los pacientes terminales, obligados a morir de manera indigna y cruel, a cuentagotas. 

No deja de ser un despropósito, uno de tantos en el país donde la biodiversidad siembra selvas húmedas en rocas en mar abierto y cúspides de nieve en plena zona ecuatorial: muchas de las personas que protestan contra la eutanasia y el aborto apoyan sin embargo el uso de las armas para el control de las protestas pacíficas, las golpizas indiscriminadas de la policía, la pérdida de ojos por disparos milimétricos con armas no letales, la desaparición y la tortura como medidas de control social y de escarmiento, y la impunidad de uniformados y de civiles involucrados en actos de crueldad y asesinatos. 

Para Adriana González, abogada y defensora de Derechos Humanos, parece claro que en el Congreso, en cada nueva legislatura, se reedita un mecanismo de confabulación e intriga, una suerte de dispositivo político que impide que una intervención médica, reconocida como derecho, sea ley de la República. La investigadora, que defendió el reclamo de Ovidio González, el primer paciente muerto por eutanasia en el país, cree que los intereses económicos de las empresas de salud son una de las razones escondidas por las que, año tras año, desde 1997, naufragan los proyectos de ley para reglamentar ese derecho. Según González, a las Empresas Prestadoras de Salud, EPS, que reciben multimillonarios recursos del Gobierno para subsidiar los tratamientos paliativos de pacientes terminales, les convienen los enfermos vivos, no muertos de manera temprana, por voluntad propia. 

Yolanda Chaparro, preocupada por la contaminación ambiental, pidió que sus cenizas no sean lanzadas a un río, ni al mar, a ninguna fuente de agua. En su cuarto quedaron fotos de sus días más felices, rodeada de sus hijos, de sus nietos, de sus tantos amigos. Y hay dibujos infantiles y esquelas de despedida de las personas que más amó y la amaron, y de las que pudo despedirse lúcida y serena, todavía en poder de sus fuerzas y de sus sentimientos, con sus propias palabras, mirándolos a los ojos, tomándolos de las manos, prodigándoles abrazos, palabras y besos. Ese fue el derecho que ella defendió hasta ayer, el último día de su vida.

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