La JEP logró documentar 127 ejecuciones extrajudiciales que miembros de esta unidad cometieron —en la mayoría de los casos con sevicia— en contra del pueblo kankuamo y wiwa entre 2002 y 2005. Una crónica estremecedora sobre unos hechos que nunca debieron ocurrir.
31 de julio de 2022
Por: José Guarnizo / Ilustración: Angie Pik

Elizabeth Coronado estaba apenas regresando de enterrar en Urumita a su hermano Carlos, desaparecido y asesinado por hombres del Ejército, cuando una prima suya se le acercó, la abrazó en medio de lágrimas y le dio esa noticia que dieciocho años después todavía la estremece: el abuelo Marío no soportó la pena por lo que le hicieron a su nieto y se ahorcó.

Lo hizo con una cuerda en la sala de su casa, un rancho de bahareque y tejas de zinc que quedaba en un alto de la vereda Hatico de los Indios, en San Juan del Cesar, La Guajira. Dos tragedias al mismo tiempo llegaron como una tormenta que lo arrasó todo. 

  Don Mario, a los 72 años, se dedicaba a sembrar auyama, ñame, fríjol y sacaba maguey del terreno donde vivía. Antes de tomar esa decisión tan dura e irreparable había dicho que hubiera preferido que lo mataran a él y no a Carlos. El abuelo siempre fue un roble, un hombre que toda la vida fue capaz de reponerse a las peores dificultades. Pero esto lo sobrepasó, le arrancó el alma a pedacitos. 

Carlos Mario Navarro tenía 18 años y era el nieto favorito de don Mario. Para ese momento, 27 de febrero de 2004, la familia no sabía que detrás del crimen estaba el Ejército. Creyeron que habían sido los paramilitares. 

Carlos era un indígena del pueblo wiwa que, por paradojas de la vida, percibía como único futuro viable prestar el servicio militar. La última vez que se encontró con él, Elizabeth se sintió orgullosa de ver a su hermano convertido en un hombre hecho y derecho: le dijo que estaba muy buen mozo y simpático.

Los hechos sucedieron así: Carlos se fue a pasar unos días a casa de sus tías a San Juan del Cesar aprovechando que estaban en carnavales. En un maletín se llevó algunas mudas de ropa y en una cartuchera empacó una colección de casetes de vallenatos para escuchar durante las fiestas. 

El 27 de enero se devolvió para el Hatico de los Indios donde vivían su mamá, María Esther Montaño Daza, y su abuelo Mario. Se subió a una camioneta roja de un vecino al que llamaban Mane. El carro estaba tan lleno, que a Carlos le tocó subirse en el techo con las gallinas y las maletas de los pasajeros. A la salida de San Juan, en un puente, apareció el primer retén del Ejército. Los dejaron pasar. En un lugar conocido como La Ye, donde se bifurcan los caminos que van para Badillo, jurisdicción de Valledupar, y Corral de Piedra, de San Juan del Cesar, un grupo de paramilitares paró el carro de Mane. Requisaron a todos los presentes e hicieron bajar a Carlos y a otro joven de 16 años llamado Luis Eduardo Oñate. Los amarraron y se los llevaron.

A eso de las 5 de la tarde, una vecina fue a la casa de Esther a decirle que fuera a donde Mane, el del carro, que le tenían que contar algo grave. El conductor, apenado y preocupado, le relató a Esther lo sucedido y le entregó la maletica con la colección de casetes de Carlos. Esa primera noche fue eterna. Esther no durmió. El pálpito de madre la hizo levantar varias veces en la noche y escuchar ruidos extraños, puertas que tronaban, ventanas que se abrían y se cerraban. Ella hoy ve en ello las señales de las tragedias que vendrían. Al día siguiente, en Radio Guatapurí dieron la noticia: el batallón La Popa del Ejército había reportado un supuesto combate con paramilitares. El resultado: dos muertos, dos cadáveres, dos jóvenes sin identificar que ahora estaban en Medicina Legal. Ese día en La Popa hubo felicitaciones, permisos para la tropa. En la casa de Esther, dos velorios y una tristeza que no tiene nombre.      

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El exsoldado profesional Álex Jose Mercado Sierra le acaba de pedir perdón a una joven por el asesinato de su papá con una frase para la cual nadie puede estar preparado en la vida: “el día en que me lo entregaron a mí (para matarlo) él había salido a buscarle a usted una torta de cumpleaños”, dijo, escarbando con su mirada a la muchacha que está en el auditorio.

La joven a la que se dirigió Mercado en medio de esta audiencia de reconocimiento ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), en Valledupar, es Laura Piña, la única de las víctimas que no se vistió hoy de blanco. 

Por el contrario, lleva puesta una vieja camisa leñadora a cuadros beige con blanco, una prenda que desde lejos, por lo grande que le queda, se adivina que no es suya. Laura ahora tiene 29 años. Pero cuando su papá salió de su casa en Malambo, Atlántico, pensando en conseguir algún dinero extra para hacerle una fiesta de cumpleaños, ella era una adolescente de 14.     

Álvaro Adolfo Piña: así se llamaba el dueño de la camisa que ahora Laura lleva puesta. La vistió porque necesitaba que algo de él estuviera aquí, acompañándola y dándole fuerzas para ver de frente a la persona que lo mató. 

De Álvaro no se volvió a saber desde el primero de marzo de 2005. Cruzó el umbral de la puerta en chanclas y sin camisa. No se despidió. Cuando se sale para la casa del mejor amigo, a una distancia de tres cuadras, no se suele decir adiós. Ni mucho menos se cargan maletas ni provisiones.     

Los rumores en el barrio se esparcieron como una bruma confusa. Algunos dijeron que Álvaro sí había llegado a donde su amigo, otros que lo habían visto en Barranquilla, unos más sembraron cualquier cantidad de conjeturas. Ideas vagas, ninguna señal concreta. 

Lo único en lo que coincidían la familia y los amigos, era en que Álvaro se sentía apremiado por conseguir algún recurso extra para celebrarle los quince  a Laura, que cumplía en ocho días. Lo que ganaba en trabajos esporádicos como taxista y pintor de carros no era suficiente para los planes que tenía para la celebración.

—Era un príncipe azul que nos leía cuentos a mí y a mi hermana Valeria —dice Laura, sentada en una salita dos pisos abajo del auditorio donde se sigue llevando a cabo la audiencia de la JEP.

Cuando Álvaro desapareció, el hogar se vino a pique. Sandra Díaz, la esposa, se encerró en sí misma y en las cuatro paredes de la casa. Ellos componían una pareja rara si se compara con las relaciones que se desgastan con los años: se querían con el ardor de dos novios que se buscan ansiosos todas las tardes en un parque. 

Ese idilio, ese paraíso se destruyó y comenzaron las carencias económicas para Sandra y sus hijas, vino entonces la desesperanza, la confusión, y la estigmatización en el barrio. Las tres salían a veces a las 3 o 4 de la mañana a buscar pistas de Álvaro. Se recorrieron todo Barranquilla pegando avisos en los postes. 

Laura conserva una de aquellas fotos: es el rostro de un hombre que asoma una leve sonrisa que se quedó congelada para siempre en la instantánea. Los ojos marrones, sus párpados caídos, su sencillo bigote, los labios gruesos y esa otra camisa a cuadros han estado ahí en la foto todos estos años como única prenda de su recuerdo. 

Ocho meses después de la desaparición de Álvaro vendría un suceso difícil de explicar, extraordinario en medio de tanta incertidumbre, por decir lo menos. Un día, el padrino de Laura vio en el periódico los cadáveres de tres hombres señalados de pertenecer a las Farc. La noticia decía que habían sido dados de baja en combate. Estaban totalmente irreconocibles. Sin embargo, al padrino de Laura le llamó la atención la posición del cuerpo de uno de ellos: era idéntica a la forma en que su ahijada estaba durmiendo a esa hora. También encontró similitudes en los gestos de la cara. Era una señal de algo. Y fue entonces cuando dijo: “este tiene que ser Álvaro. Y si no es, la peor diligencia es la que no se hace”. 

Viajaron entonces a Medicina Legal de Valledupar para hacer el reconocimiento. Allí se encontraron con un muro: instituciones indolentes y desconectadas, en palabras de Laura. Aunque hoy son de público conocimiento los crímenes que cometió el Ejército en contra de civiles inocentes, en ese momento nadie creía que algo extraño estuviese pasando con los combates que reportaban las unidades militares en Colombia, compitiendo entre batallones por medallas, permisos y regalos, estimulados por la política de seguridad democrática del entonces presidente Álvaro Uribe Vélez. 

La gente decía que si el Ejército había matado a alguien era porque se lo merecía, de eso se acuerda Laura. Era una lógica macabra y tortuosa en la que los familiares de las víctimas no solo debían sobrellevar el duelo sino que se veían obligados a esconder el dolor de puertas para adentro. Sandra y sus hijas se encerraron. La viuda se aisló tanto que no quiso volver a ver noticias. Para ella fue como si el conflicto no hubiera sucedido nunca.

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La JEP, en un trabajo minucioso liderado por el magistrado Óscar Parra Vera, ha logrado documentar 127 ejecuciones extrajudiciales que miembros del Batallón La Popa, de Valledupar, cometieron en contra del pueblo kankuamo y wiwa entre 2002 y 2005, incluídos  los casos de Álvaro Piña y Carlos Mario Navarro. La Sala de Reconocimiento de la JEP llevó a cabo el 18 de julio pasado la audiencia en la que doce miembros del Ejército contaron su versión de lo que hicieron, tras ser imputados por crímenes de guerra y lesa humanidad por asesinatos y desapariciones forzadas que fueron presentadas como bajas en combate de forma ilegítima

Tres comparecientes más, con rango de coroneles, no reconocieron su responsabilidad en los crímenes, pese a que hay cientos de pruebas que los comprometen. Ellos son Publio Hernán Mejía Gutiérrez, Juan Carlos Figueroa y José Pastor Ruiz Mahecha. Dichos casos fueron enviados a la Unidad de Investigación y Acusación para dar trámite a un proceso al que denominan adversarial: de ser vencidos en juicio se exponen a una pena de hasta 20 años de cárcel. 

Los otros doce exmilitares reconocieron los crímenes. Dieron detalles de cómo conseguían a las víctimas, de la forma en que salían a pueblos y ciudades a cazar personas vulnerables, todos pobres, como si se tratara de una ruleta rusa de la muerte, hablaron de cómo los mataban —por la espalda en muchos casos—, mencionaron los litros de sangre inocente que derramaron a cambio de premios, condecoraciones y permisos, relataron cómo trataron a los indígenas, sin ningún asomo de compasión, como si sus vidas no valieran nada, como si ellos no fueran humanos, contaron cómo a algunos los torturaron y les dijeron por anticipado que los iban a matar, haciendo más hondo el sufrimiento. Otros de los comparecientes llegaron a un nivel de detalle difícil de digerir: el ex suboficial Juan Carlos Soto Sepúlveda llegó a decir que a una de sus víctimas le descargó a corta distancia una ráfaga de fusil que le quitó la cabeza. La crueldad en su máxima expresión, hasta un punto inenarrable. Mientras hablaba, en el auditorio se escucharon llantos y lamentos que se esparcían en medio de la estupefacción. Antes de matarlo, a ese mismo joven le habían puesto un uniforme de policía y lo mantuvieron encerrado en un corral de animales durante todo un día. En la madrugada lo mataron y al día siguiente, Soto estaba congraciándose con sus superiores. Los comparecientes pidieron perdón. Y muchas de las víctimas perdonaron, otras no. Pero están conociendo la verdad. Es un proceso, están en un proceso tortuoso y liberador al mismo tiempo.   

El exsoldado Yeris Andrés Gómez Coronel, que pertenecía al grupo especial Zarpazo, al mando del entonces mayor Jose Pastor Ruiz Mahecha, también contó que mató a un guerrillero del ELN en estado de indefensión y fuera de combate, por lo cual recibió de premio 100.000 pesos y arroz chino que comieron todos sus compañeros. “No le prestamos los primeros auxilios, violando el derecho a la vida. Fue el primer hecho que cometí y la primera persona que asesiné. A las víctimas presentes y a las no presentes, les digo que yo sé que no merezco su perdón, porque lo que cometimos en el Batallón en la Popa fueron asesinatos en persona protegida y crímenes de lesa humanidad”. 

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El exsoldado Álex José Mercado Sierra es un hombre de piel cobriza y ojos achinados. Es corpulento. Nació en Valledupar y de ahí su acento caribe. Tiene dos hijos y está parado frente a un atril vestido totalmente de blanco, de cara a un grupo de familiares de víctimas de ejecuciones extrajudiciales en medio de la audiencia. Estuvo en cuatro batallones y en todos cometió crímenes: reconoció cuatro homicidios, pero la JEP tiene pruebas de su participación en cuatro más. 

Mercado está reconociendo que es un asesino, o más exactamente que asesinó a indígenas y campesinos inocentes mientras era miembro activo del Ejército de Colombia. Cuenta que de Valledupar lo mandaron a Barranquilla a conseguir jóvenes para matarlos y hacerlos pasar por guerrilleros. No se sabe cómo encontró a Álvaro Piña. No deja claro qué le propuso: lo más probable es que le haya ofrecido un trabajo para asistir al Ejército en algunas labores en terreno. Álvaro confió, qué iba a pensar que el mismísimo Ejército de Colombia habría de engañarlo. Mercado le propuso a él, a otro joven llamado Carlos Carmona y a uno más que no se ha logrado identificar, que lo acompañaran al municipio de Codazzi. 

Piña se fue con la ilusión de conseguir ese dinero que necesitaba para el cumpleaños de su hija. Durante años, Laura se sintió injustamente culpable. El motivo que llevó a su papá a irse era ella, se decía a sí misma. Pero Laura, lo sabe ahora a sus 29 años, no es culpable de nada. Por el contrario, es una víctima que ha tenido que conocer la guerra en carne propia y llevar las riendas de un proceso complejo y a veces devastador. 

Mercado se presentó en Codazzi ante Víctor Adolfo Cuellar Quirá, comandante del pelotón Abalardón 1. Este último ordenó a sus hombres dividirse en dos grupos: unos debían montar seguridad y otros avanzar con las víctimas en un supuesto patrullaje hasta llegar a una trocha. En ese momento Piña, Carmona y el tercer hombre supieron que los iban a matar y comenzaron a correr. Mercado Sierra les disparó a los tres por la espalda. El resto de soldados hicieron disparos al aire para legalizar munición y así armar un reporte. Como premio, los integrantes de Abalardón 1 recibieron un mes de permiso. Destruyeron tres familias a cambio de irse a ver con sus esposas e hijos. 

Pese a que su madre no ha tenido las fuerzas para estar frente al proceso de la JEP, por el dolor que implica revivir la muerte de Álvaro, Laura está ahí parada en frente de los comparecientes con una fuerza que no se sabe de dónde le viene. Porque ya ni siquiera es solo por la memoria de su padre, sino por todos los familiares de las víctimas de las ejecuciones extrajudiciales.

—Yo hablo por los 6.402, y por todos los que fueron asesinados en estado de indefensión —dice.  

Tal vez los colombianos aún no son conscientes de la magnitud de los crímenes que cometió el Ejército, le digo. 

—No entiendo cómo permitimos que esto pasara, cómo no nos dimos cuenta de todo este entramado. Es que aún no logro entender dónde comienza y dónde termina todo esto—contesta.

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A Carlos Mario Navarro y a Luis Eduardo Oñate se los llevaron los paramilitares el 27 de febrero de 2004, luego de bajarlos de la camioneta de Mane. Los amarraron y los escondieron en una finca durante algunas horas. Luego, se los entregaron al pelotón Zarpazo del Batallón La Popa, al mando del sargento José de Jesús Rueda Quintero. 

Los paramilitares habían hecho un acuerdo previo con los militares. La idea es que ellos se encargaban de entregarles vivos a dos supuestos guerrilleros y los soldados a cambio los dejaban patrullar con libertad por la Sierra Nevada de Santa Marta. 

Luis Eduardo Oñate tenía solo 16 años. Había salido de San Juan del Cesar rumbo a La Sierrita, un pueblo ubicado cerca del Resguardo Kogui, Malayo y Arhuaco. Iba a hacer una diligencia para su abuelo. En el trayecto coincidió con Carlos Mario.

Una vez los soldados recibieron a los dos muchachos, Rueda Quintero se comunicó con el entonces mayor Guillermo Gutiérrez Riveros y le pidió permiso para iniciar un supuesto operativo en el sector de Badillo: “yo le dije, déjennos ir que ahí va a haber un resultado”. Según su testimonio, en ese momento no le mencionó al oficial que ya tenía retenidos a los presuntos guerrilleros. Una vez recibieron la autorización, procedieron a matarlos. Al final decidieron presentarlos como paramilitares para dar la sensación de que sí estaban atacando a ese grupo. Carlos Mario y Luis Eduardo jamás habían empuñado un arma. Y mucho menos pertenecieron a un grupo armado.

Elizabeth, la hermana de Carlos Mario, ahora tiene 41 años. Vive en un barrio popular de Valledupar. Es estilista y su esposo trabaja en una farmacia. Está sentada en una silla mecedora en la sala de su casa junto a su madre, doña María Esther Montaña Daza, de 60. Mientras relatan todo lo que les ha sucedido a raiz del asesinato de Carlos Mario y del suicidio del abuelo, es inevitable pensar que sus testimonios terminan siendo sanadores. Están allí, de cara a un ventilador que no alcanza a apaciguar el sopor del medio día, diciendo que ya perdonaron a los asesinos, que no les desean el mal, que esperan que más militares se sumen al proceso y le cuenten la verdad a todas esas víctimas que hoy no saben dónde están sus seres queridos. Al menos, dicen ellas, ya saben qué pasó con Carlos Mario y el abuelo Mario. Si eso no es una lección, si el testimonio de estas dos mujeres no es un resplandor de nobleza para sanar tanta injusticia, tanto dolor acumulado por tantos años, difícilmente algo lo será.      

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* Identidades de las personas asesinadas y presentadas ilegítimamente como bajas en combate por parte del Batallón La Popa y que han sido documentadas por la JEP: Jesús Emilio Márquez Gutiérrez, Anuar de Armas Rincones, José Miguel Palacio, Álvaro César Olivera Granados, Joaquín Alberto Bolaños Fonseca, Donaldo Antonio Gamero Barrios, Jaider Enrique Hernández Jiménez, Carlos Alberto Pumarejo Lopesierra, Edwar Cáceres Prado, José Ignacio Pacheco Suárez, Edwin Chadid Ardila Jiménez, Mario Alejandro Lozano Villada, Leonardo Enrique Porto Egea, Saulo José Posada Rada, Juan Manuel Velilla, José Gregorio Vargas, Arlex Andrés Tijano, Mader Rubio, Armando Rafael Morales Pérez, Carlos Arturo Montes, Orlando Enrique Insignares, Aldemar José García, Adalberto Fuentes, Walber Nell Domínguez, Antonio Carrillo, Corpus Carlos Carrero, Sergio Antonio Brugés, Carlos Jaime Amaris, Rafael Serrano Martínez, Luis Fernando Daza Malo, Sigibaldo Aragón Fuentes, Manuel Romero Negrete, Andrés Avelino Vega, Joaquín Vergara Cárdenas, Jaider del Carmen Valderrama Ruiz, Iván Navarro Fontalvo, José Albernia Ortiz, Neil Eduardo Hoyos Villadiego, Alfredo Antonio Hernández Polo, Willington Baena Ortiz, Nelson Enrique Romo Romero, José Antonio Mercado Hernández, Nelson Enrique Villalobos Brieva, Carlos Arturo Cáceres, Uriel Evangelista Arias, Francisco Rafael Barraza, Evelio Vaca Pérez, Atilio Joaquín Buyones Solís, Luis Israel Vargas Pabón, Fredy Antonio Naranjo Martínez, Edgar Beltrán Hurtado, Albeiro Flórez Hernández, Luis Felipe Pabón, Tania Solano Tristancho, Juan Carlos Galvis Solano, Ever de Jesús Montero Mindiola, Aquilino Alfonso Álvarez Orozco, Wilfrido Chantris Quiroz, Helbert Enrique Nieves Ospino, Ramón Enrique Cárdenas Soto, Leiner Guerrero Ayala, Ever Antonio Barrera Jiménez, Wilmar Antonio Serrano Quintero, Juan Enemías Daza Carrillo, Olmer Enrique Yepes Maquilon, Joaquín Felipe Contreras Romero, Luis Eduardo Oñate, Carlos Mario Navarro Montaño, Néstor Raúl Oñate Arias, Nelson Antonio Meneses Payares, Breiner Eli Contreras, Luis Alberto Palomino Villar, Ezequiel Ballesteros Rondón, Noheli Arias Chona, Héctor Raúl Arévalo Serrano, José Rafael Bula Molina, Enrique Laines Arias Martinez, Alberto Edwin Meza Viana, David Rubio, Jhon Jader Escorcia Bonett, Carlos Alberto Castro Aguirre, Esnel Matute Ibáñez, Wilson Darío Ruíz Arboleda, Luis Javier Molina Gutiérrez, Martín Villazón Ochoa, Jesús María Coronel, Ronald José Blanquicet Cano, Cristian Alberto Bustamante Martínez, Rafael Ignacio Puerta Flórez, Víctor Enrique Carpintero Manjarrez, Víctor Hugo Maestre Rodríguez, Yobani Quintero Donado, Rafael Mario Bernal Real, Nohemí Esther Pacheco Zapata, Hermes Enrique Carrillo, Álvaro Adolfo Piña Londoño, Carlos Carmona, Adalberto Vásquez Torres, Javier Armando Molina, Ángel Miguel Soto, Roberto Henry Taguer Bolívar, Cristian Camilo Santiago Redondo, Deivis de Jesús Pacheco Hernández,  Dagoberto Cruz Cuadrado,  Gustavo José Púa Ortiz, Ariel Enrique Marín Urrutia, Daiver José Mendoza Montero, dos mujeres y 18 hombres aún sin identificar.

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