Una de las corporaciones culturales más reconocidas de Medellín nació en uno de sus barrios más violentos, justo en su época más azarosa. ¿En qué consiste el método de danza que logró superar miedos, prejuicios y pesadumbres? Historia de una terquedad de pirueta.
10 de septiembre de 2021
Por: José Alejandro Castaño / Ilustración: Camila Santafé
El Balcón de los Artistas

Hubo días en que las ráfagas de disparos se oían tan cerca que ellos corrían a esconderse detrás de un muro de cemento en la diminuta sala de baile, de tejas de asbesto y paredes de adobe sin revocar. Y ahí se amontonaban, tras esa única protección, la música a todo volumen: mambos, chachachás, guarachas, tangos, milongas, salsas… En 1991, los barrios de las laderas del norte eran los más violentos de la ciudad más violenta del país más violento del mundo. Sólo ese año murieron asesinadas más de siete mil personas en las calles de La capital de la eterna primavera, o de la eterna balacera, como le decían entonces. Ahora, semejante horror es apenas imaginable. En promedio, cada veinticuatro horas se asesinaban veinte personas, ciento cuarenta a la semana, seiscientos al mes. Había noches sosegadas en las que asesinaban a cuatro personas, noches azarosas en las que asesinaban a dieciocho. Jamás se derramó tanta sangre en Medellín, ni se derramó después. 

Y sin embargo en esos días, para exorcizar el miedo y el desaliento, a unos pocos les dio por bailar. Fue en Manrique Oriental, donde los regueros de sangre se lavaban con baldazos de agua que corrían calle abajo, hasta las alcantarillas rebosadas. Martha Elena Álvarez Ossa, habitante del barrio, les propuso una idea a los vecinos: crear un grupo juvenil para dar clases gratuitas de baile. ¿Baile?, le preguntaron con voz incrédula, ¿baile? Ella acababa de regresar de Cali, adonde había vivido varios años y la guerra entre los dos carteles del narcotráfico más poderosos del mundo también había desatado una mortandad, aunque del todo menor a la que produjo en Medellín, la capital del horror mafioso. A Martha Elena no se le ocurrió un nombre mejor para ese grupo juvenil. Lo llamó Comité hacia el futuro. Las clases comenzaron en febrero de 1992.

En los barrios populares, en los más azotados por las violencias de guerrilleros, paramilitares y agentes del Estado, siempre se festejaron los acontecimientos de la vida, incluso en las peores épocas: cumpleaños, bautizos, primeras comuniones, graduaciones, matrimonios, días de la madre. A veces ni siquiera hacía falta una razón. Las casas eran el hogar de las fiestas mucho antes de que se inventaran los salones de recepciones. Todo era más fácil. Se arrumaban los muebles y se disponían las sillas con los espaldares contra la pared, entonces las salas se convertían en pistas de baile y las mamás, los papás, las tías, los primos, los vecinos, eran los profesores de salsas interminables, de merengues furiosos, de vallenatos amacizados, de porros ilustres, de cumbias señoriales, a finales de los años noventa, de lambadas afrodisíacas. ¿Qué pretendía enseñar Martha Elena que ya no supieran todos? 

***

Su estrategia fue un recurso de invitación infalible. Regó la voz, calles arriba y calles abajo, de que dictaría clases gratuitas de baile con refrigerio al final, y no cualquier refrigerio. Repitió el estribillo de que sería arroz con leche, un clásico de los barrios más festivos, con tanta sandunga como un danzón cubano, por ejemplo ese cremoso y con ralladura de canela titulado Isora Club, interpretado por el gran Israel ‘Cachao’ López, que hizo célebre el aparatoso contrabajo como instrumento solista en sus orquestas de mambo, salsa y jazz. Cualquier bailarín lo sabe: no hay mejor manera de disfrutar aquella música que cuerpo a cuerpo, cucharada tras cucharada, reteniendo un poco el dulzor en la boca, sobre la lengua. Bailar alimenta, no hay duda. Y con ese convencimiento, en esos días de hambrunas de sosiego y de alegría, Martha Elena siguió insistiendo en sus clases gratuitas de baile con refrigerio al final.

Al lugar de esas primeras sesiones lo llamaron La caja de fósforos, así era de pequeño. Estaba en el segundo piso de una casa en la carrera 31A con calle 68, las coordenadas de las alturas de la Medellín de entonces, adonde ningún forastero se atrevía a subir, ni siquiera los policías, o sobre todo ellos, porque Pablo Escobar y sus socios mafiosos pagaban fajos de dinero en efectivo por matarlos. Los soldados del ejército de sicarios del Cartel de Medellín eran jóvenes reclutados en el noroccidente y nororiente de la ciudad, en barrios como Manrique Oriental, de calles nudosas y escalinatas que se elevaban hasta la cima de los cerros. Pocas veces el infierno estuvo tan cerca del cielo. Las paredes, las puertas, las ventanas, los postes de la luz, las aceras, todavía conservan cicatrices de plomazos y de esquirlas de granadas de esos años terribles, y de los años que siguieron después, porque el horror, aunque menguó, nunca se fue, no del todo.

Unos meses después, La caja de fósforos ya se abarrotaba de bailarines encendidos. En ocasiones llegaban a ser cincuenta, girando, zapateando, manoteando, saltando, memorizando rutinas en una estrechez sin posibilidad de alivio. La intuición de Martha Elena había resultado rotunda y la dificultad que debió sortear no fue la que temían sus hermanos: que llegaran pocos jóvenes a sus clases gratuitas de baile. Las primeras presentaciones, semanas después, ocurrieron en las calles menos empinadas del barrio, los parlantes de los equipos de sonido asomados por los balcones, en las esquinas voluntarios que alertaban con gritos y silbidos la proximidad de los buses, las motocicletas y los camiones de víveres: el de la leche, las gaseosas, la cerveza, la carne, el público sentado en las aceras, en los techos gatos y perros meneando la cola, todo aquello con baile y música de fondo, como una gran coreografía de la vida.

Martha Elena recuerda que los pies descalzos ardían sobre el pavimento, pero que esos aplausos eran como agua. Un día, asomada por el balcón de su casa, contemplando la ciudad allá abajo, anaranjada de ladrillos en medio de tantos verdes, decidió cambiarle el nombre al grupo. Ya no se llamarían Comité hacia el futuro, que a ella le sonaba aburrido y pomposo, monótono, sin ritmo. Martha Elena les propuso un nuevo nombre a esos primeros bailarines y a todos les gustó. En adelante se llamarían El Balcón de los Artistas, y para celebrarlo bailaron y bailaron, con refrigerio al final. De aquello hace veintinueve años.

Fue como un milagro, recuerda Odila Londoño, una de tantas madres que perdió a un hijo en el tumulto de esos días. Por primera vez, después de mucho tiempo, las aglomeraciones de la gente en Manrique Oriental no eran para contemplar cuerpos muertos, desbaratados sin pudor, con inclemencia. Las aglomeraciones eran para ver cuerpos vivos que reían y cantaban mientras bailaban. Y quienes en un principio no entendieron en qué consistía aquella idea de clases gratuitas de Martha Elena, comprendieron su intención. Bailar, en realidad, era una excusa, un pretexto. Es decir: bailar, siendo lo de más, era lo de menos. 

Yo quería que la desesperanza se muriera y que los sueños pervivieran, dice la fundadora de El Balcón de los Artistas, en uno de los salones de baile de su sede más reciente, a menos de cien pasos de distancia de La caja de fósforos, donde todo comenzó. La sede actual es una casa de cuatro pisos, frente al centro de salud El Raizal y sobre El palacio del revolcón, un almacén de variedades cuyos maniquíes de colores posan en la acera sin brazos ni cabeza, de espaldas a los transeúntes. De los cuatro pisos de la casa, ellos ocupan el último, pero antes de la pandemia ocupaban dos y sus bailarines, entre niños y niñas, adolescentes y jóvenes mayores, sumaban más de dos mil. El coronavirus los amenazó de muerte y las cuarentenas, el distanciamiento, la virtualidad, desocuparon los salones de baile. 

En la oficina de Martha Elena hay vírgenes, ángeles y niños dioses, y hay velas de colores, unas encendidas, otras apagadas que, quizá, sean para peticiones imprevistas, para ruegos de urgencia. ¿Cómo han logrado bailar sin parar por casi treinta años y sobrevivir a tantas violencias, precariedades, soledades y, justo ahora, a una epidemia planetaria? La fundadora de El Balcón de los Artistas responde que de milagro, por gracia de la Divina Providencia. En su oficina hay una escultura dorada del arcángel Miguel, el todopoderoso jefe de los ejércitos del cielo, según la tradición judía, cristiana e islámica. Lucifer, con alas de murciélago y gesto de angustia, ruega por su vida mientras Miguel le pisa la cabeza con expresión triunfante, como si bailara un mambo.

Pero lo más cuantioso en la oficina de Martha Elena son las distinciones que sus bailarines han ganado en Colombia y en otros países de América, Asia y Europa. Los únicos continentes a los que todavía no han viajado son África y Oceanía, pero ya lo harán, no tienen dudas. En los días más soleados, el sol de la tarde destella sobre trofeos, copas, insignias, medallas y diplomas en marcos de vidrio. La única oscuridad reciente fue la que les impuso el Covid-19. Ellos debieron salir a pedir auxilio y les llovieron gestos de generosidad. Uno de tantos fue el de la aerolínea Viva Colombia, que aterrizó en su sede con cientos de mercados para las familias de sus bailarines. ¿Cuántos han pasado por El Balcón de los Artistas en veintinueve años? La cifra suena como una descarga de trompeta: veinte mil, entre niños, niñas, adolescentes y jóvenes hasta los veinticinco años, que es la edad promedio en que los bailarines permanecen en los elencos de la corporación.

¿Cuántas son veinte mil personas? María Fernanda, de doce años y nieta de Martha Elena, tuerce los ojos hacia arriba y sonríe. Muchas, responde. Ella hace parte de la generación más reciente de bailarines y ya ha tomado aviones hacia Estados Unidos y los Emiratos Árabes, donde su mamá y su papá, también integrantes de la corporación, danzaron y encantaron. Otros niños y niñas bailarines de Manrique Oriental han viajado a Francia, España, México, Italia, Alemania… países donde los han aplaudido de pie. La cifra merece ser descifrada: en cada vagón del Metro de Medellín caben trescientos pasajeros. Se necesitarían sesenta y seis vagones para acomodar como fósforos a los veinte mil bailarines que ha formado Martha Elena.  

¿De qué se gradúa un bailarín? Según Daniel Posada, exintegrante de El Balcón de los Artistas, se gradúan de personas capaces, sensibles, responsables y solidarias, todas virtudes urgentes en uno de los países más violentos del mundo, con casi la mitad de su población en situación de pobreza. ¿Algo ha cambiado desde 1992? Algo sí, y no es poco. Cada año, en promedio, en Medellín se cometen seis mil asesinatos menos que en sus peores días. Seis mil. Pero la zozobra no ha dejado de bailar en las calles. En Manrique, como en la mayoría de los barrios del nororiente y noroccidente de la ciudad, gobiernan las bandas criminales, dueñas del comercio de marihuana y de cocaína, y también del cobro de extorsiones al comercio legal. 

Todos lo saben aunque ninguna autoridad lo admita: los propietarios de bares, salones de belleza, carnicerías, panaderías, cafeterías, almacenes pequeños y grandes, tienen que pagar vacunas en efectivo. Los incumplimientos desatan balaceras. ¿La policía? Las patrullas no dejan de pasar, y de parar. Pero los uniformados, ahora de azul, son los mismos. Sin embargo, no todo es desolador. A Manrique Oriental se puede llegar en el Metrocable y en la flota de buses con cobro electrónico del sistema público, el más integrado y eficiente del continente, según las autoridades de la ciudad. Desde las cabinas del teleférico, en algunos trayectos a casi treinta metros de altura, se ven las calles asfaltadas, los jardines de las casas, las ropas extendidas al viento, y se escucha la música con que la gente canta y baila. Miles de turistas, del millón y medio que visitan Medellín al año, sobrevuelan las laderas nororientales y noroccidentales y toman fotografías mientras saludan a los niños allá abajo, risueños y saltando. 

Para escuchar: Casa Loma: el rincón de Medellín que resiste

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Después de presentarse descalzos en esas calles nudosas, con el público sentado en las aceras, los bailarines de El Balcón de los Artistas comenzaron a presentarse en los salones de actos de las escuelas y de los colegios del barrio, luego en restaurantes y hoteles de la ciudad y, más tarde, en teatros de Bogotá, Cali, Miami, Quito, Ciudad de México, París, Berlín, Frankfurt… Martha Elena está convencida de que los viajes inspiran a los niños y a los jóvenes de un modo memorable. Todos regresan con preguntas valiosas, dice ella frente al espejo donde los bailarines ensayan sus rutinas. Para integrar los elencos de El Balcón de los Artistas es condición innegociable lograr buenas calificaciones en el colegio. Martha Elena sabe que los estudiantes perezosos e indisciplinados no suelen ser buenos bailarines. Nos hemos propuesto formar personas íntegras, comprometidas y valientes, dice ella frente a su propio reflejo en el espejo.

Algunos de los espectáculos más aplaudidos de la corporación son los de la compañía Sin límites, integrada por jóvenes con algún tipo de discapacidad cognitiva. Dos de sus integrantes son Valentina y Jean Pierre, ambos con síndrome de Down y un talento innato para los bailes de salón. Una de sus danzas más festejadas es una bachata titulada: Porque no soy yo, que ellos interpretan con certidumbre y ternura, sin artificios, siendo bailarines más allá de todo prejuicio. Lo que suele suceder es que los murmullos de duda y de burla de algunas personas entre el público terminan transformados en aplausos. Los padres de ambos jóvenes, que siempre serán niños, ya saben que la danza, como la vida, no se finge, se festeja. Valentina ha hecho pareja con varios de los mejores bailarines de El Balcón de los Artistas, y ha danzado tangos en teatros abarrotados con una solvencia y una verdad que conmueven y hacen llorar, pero de felicidad.

La última estrategia de Martha Elena para evitar el cierre de la corporación, además de encender velas, ha sido tocar puertas y ventanas, y caminar las calles del barrio y de la ciudad buscando recursos, ofreciendo de nuevo, como hace veintinueve años, clases de baile. Su apuesta más ambiciosa ha sido la apertura de una sede de El Balcón de los Artistas en el barrio Laureles, uno de los más tradicionales y de más alto estrato social de la ciudad, allá abajo, donde las calles son planas y amplias, con avenidas sombreadas por árboles robustos y palmeras estilizadas, y con caserones tan amplios que decenas de ellos han sido derruidos para levantar edificios de apartamentos. Allí, en una sala de piso de madera y ventanales que miran a la calle, la corporación ofrece cursos de bailes de salón a personas que, a cambio, patrocinen a una de las niñas o niños bailarines. Se trata de una carrera contra el tiempo. 

En Manrique Oriental, las bandas criminales regalan raciones de droga a los niños y a los jóvenes para incrementar el ejército de clientes que sustenta su negocio. No es ficción. Según la Encuesta Nacional de Consumo de Sustancias Psicoactivas, la edad de iniciación se ha reducido hasta los doce años, y es más frecuente en los barrios agobiados por el desempleo, el abandono escolar y la violencia. Tampoco es ningún descubrimiento: el hambre y la falta de oportunidades son como esas aguas represadas en las que crecen, robustas y saludables, las larvas de los zancudos transmisores de la malaria, el chikungunya y el zika, virus feroces y a veces mortales. La experiencia le ha enseñado a Martha Elena que el baile es un antídoto fácil y feliz contra la desesperanza. Los niños y las niñas que bailan, dice ella, aprenden algo definitivo: que la vida puede ser más cierta, hermosa, digna y posible, todo eso. 

Hace nueve años, Mark Anthony, el famoso cantante de salsa de origen puertorriqueño, visitó El Balcón de los Artistas y, conmovido por la calidad interpretativa de sus bailarines, invitó a Martha Elena y a su compañía principal a Los Ángeles para que participaran en un show televisivo al lado de la también famosa cantante y actriz Jennifer López. El programa, producido por la cadena Univisión y transmitido en Estados Unidos por la cadena Fox, se estrenó en un fastuoso casino de Las Vegas, en mayo de 2012. Entre los participantes, además de los mejores bailarines de salsa de Latinoamérica, había acróbatas, cantantes y músicos. Martha Elena contó la historia de cómo comenzó todo allá, en las márgenes de la Medellín más violenta de la historia. Millones de personas también la vieron por la televisión en Colombia, Puerto Rico, Brasil, República Dominicana, Costa Rica, México, Venezuela, Chile, Uruguay y Perú. 

¿En qué consiste el método de danza que enseña a esquivar disparos y pesadumbres? La fundadora de El Balcón de los Artistas se ríe y guarda silencio, después abre los brazos, cierra los ojos y estira las piernas. La respuesta a esa pregunta no es una frase, imposible, es el relato de una historia que comienza con ella y un grupo de jóvenes escondiéndose detrás de un muro de cemento, en una diminuta sala de baile de tejas de asbesto y paredes de adobe sin revocar, mientras suenan a todo volumen mambos, chachachás, guarachas, tangos, milongas y salsas, la vida y la muerte persiguiéndose frenéticas, girando, dando saltos, yendo y viniendo acompasadas, en una danza sin fin, la música acallando las balas.

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