La relación de mutuo beneficio entre la poderosa industria de comidas ultraprocesadas y un grupo de legisladores amigos, defensores de sus intereses económicos, logró reducir el alcance de la reciente ley de etiquetado de advertencia nutricional. ¿Qué puede morder una ley de comida chatarra a la que le quitaron los dientes?
12 de enero de 2022
Por: José Alejandro Castaño / Ilustración: Camila Santafé
Empresarios de comida chatarra

Pareciera que los empresarios de comestibles ultraprocesados vieran el Congreso de la República como una de esas máquinas dispensadoras de golosinas, que a cambio de dinero entregan lo que les solicitan. Según esa visión prosaica y mercantil, los senadores y los representantes, con sus curules dispuestas de modo circular, son algo así como productos en exhibición que, por el precio correcto, pueden ser seleccionados, después ingeridos. Quizá esa metáfora sea más descriptiva que alegórica. Los legisladores son evaluados por los empresarios, que los observan con avidez y urgencia, entonces algunos, según lo que ofrezcan y esté descrito en sus empaques, son comprados igual que papas fritas o salchichas, para consumo instantáneo.

En el tránsito legislativo del proyecto de Ley sobre la Comida Chatarra quedó registrado el entusiasmo impenitente de algunos congresistas que, a pesar de estar comprometidos en conflictos de interés económico y familiar, intervinieron en los debates parlamentarios y trataron de evitar, hasta el último instante, la aprobación del etiquetado de advertencia nutricional en las envolturas y empaques de los comestibles ultraprocesados: energizantes, jugos, gaseosas, sopas, cereales, yogures, golosinas, helados y embutidos cárnicos, todos ofrecidos como saludables, a pesar de sus porcentajes elevadísimos de azúcares, sodio, grasas saturadas y aditivos químicos que mejoran su apariencia, reducen su caducidad y realzan su sabor. 

La orden impartida entre los legisladores más cercanos y afines a los intereses de la industria de comestibles ultraprocesados fue que, tal y como ya había ocurrido dos años antes, se engulleran el proyecto. Del etiquetado de advertencia nutricional no debían quedar ni las sobras, o apenas eso. Los empresarios de comestibles chatarra, igual que cualquier inversionista, cobran lo que pagan, admite un representante a la Cámara. Al parecer, la voracidad de esos empresarios sólo es semejante a la de ciertos congresistas, insaciables pese a los sueldos y prebendas oficiales que reciben con puntualidad y que se conocen con una alusión alimenticia reveladora e irónica: dieta parlamentaria. 

El hundimiento del proyecto de advertencia nutricional al que se referían quienes ordenaron engullírselo de nuevo ocurrió el 19 de junio de 2019, después de que la Comisión Séptima de la Cámara no lograra el consenso suficiente para aprobar la iniciativa en su primer debate. Fue una comilona bien servida, recuerdan varios testigos de aquella jornada. Ese día, el último posible para tramitar el articulado, los representantes afines a la industria de comestibles chatarra agotaron el tiempo sorbo tras sorbo, cucharada tras cucharada. El hundimiento estuvo cocinado a la una de la tarde, antes del receso para almorzar. No fue el único proyecto de origen ciudadano que se engulleron los congresistas ese día. De postre, unas horas más tarde, devoraron la iniciativa que prohibía el beneficio de casa por cárcel para los corruptos.

Pocos se atreven a poner en duda el poderío de la industria de comestibles ultraprocesados en el Congreso de la República, donde casi siempre sale victoriosa gracias a un número suficiente de legisladores que se aseguran de concretar las decisiones que la favorecen, o de rechazar las que la perjudican. A ese mecanismo de blindaje parlamentario súper eficaz lo acciona una máquina bien aceitada, cuyos botones de encendido y apagado se operan a control remoto. ¿Desde dónde? Un funcionario de la Cámara de Representantes, de pie junto a un gabinete contra incendios, en uno de los pasillos del Congreso, responde que desde las salas donde sesionan las juntas directivas de las empresas más poderosas de la industria en Bogotá, Medellín y Cali.

Muchos vieron a los recaderos de los empresarios yendo y viniendo en el Senado y en la Cámara durante los debates del proyecto de ley sobre el etiquetado de advertencia, asegurándose de que las órdenes impartidas con tanta claridad afuera se cumplieran con toda certidumbre adentro. El funcionario de la Cámara de Representantes, de pie junto al gabinete contra incendios, dice que los recaderos son irreconocibles por la discreción con que medran, sin llamar la atención y sin hablar con nadie que no sea de su lista de contactos. Es un juego de espías encubiertos, dice el funcionario. ¿Quiénes son esos recaderos y quiénes autorizan su ingreso al Congreso, justo en los días en que se decide la promoción o el hundimiento de una iniciativa?

El día de la última sesión de la Ley de Comida Chatarra, mientras los legisladores votaban a favor o en contra del articulado, dos hombres de traje y corbata fueron descubiertos en la plenaria llamando por teléfono a los congresistas, uno por uno, antes de que emitieran su voto. La senadora Angélica Lozano alcanzó a ver sus computadoras abiertas con los nombres de sus colegas parlamentarios. ¡Qué es esto!, dijo ella en voz alta y los dos personajes cerraron sus computadoras y salieron del recinto. ¿Qué clase de intromisión es esta?, le preguntó Lozano a la asamblea en pleno. Los miembros de su equipo de apoyo creen que descubrir a los dos hombres resultó providencial porque la votación del articulado pudo seguir sin, al menos, esa presión específica, de último momento.

El asistente de otra representante a la cámara cuenta sin asombro que ha visto a recaderos en las plenarias comunicándose entre ellos, a la manera de los beisbolistas profesionales, que se tocan partes del cuerpo para enviarse recados definitivos y en secreto, justo antes de alguna jugada. Parece una prueba contundente del poder que representan: los recaderos lobistas de los empresarios de comestibles chatarra tienen credenciales del Congreso, como si en vez de invitados esporádicos fueran empleados permanentes. Eso explica por qué pueden entrar al Capitolio cuando quieren, dice el asistente de la representante frente a un busto de Luis Carlos Galán Sarmiento, sucio de estiércol de murciélagos.

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El representante a la Cámara Mauricio Toro, uno de los ponentes del proyecto sobre el etiquetado de advertencia nutricional, cree que los recaderos que deambulan por el capitolio son el último eslabón, apenas el más visible, de una cadena de mandos que incluye todo un sistema, un encordado de muchos frentes y niveles de complejidad, de inversión. Se sabe que la industria de comestibles ultraprocesados patrocina las campañas electorales de sus escuderos, y una vez elegidos les hace donativos en especie y en dinero para que conserven el fervor de sus seguidores, y los invita a simposios y a congresos, y les ofrece plazas de trabajo a sus familiares y amigos, y los agasaja con pases VIP de conciertos, eventos de farándula y partidos de fútbol de la Selección Colombia, la golosina favorita de senadores y representantes, y el escaparate de publicidad preferido de la industria de comestibles chatarra, o de comestibles basura, como también se conoce. 

¿Cuál es la utilidad de los impedimentos por conflicto de intereses previstos en la Ley Orgánica del Congreso, si los legisladores más involucrados en ellos siguen participando en los debates y ejerciendo presiones a favor de las compañías que los patrocinan?, se pregunta Angélica Lozano, que intentó en vano un proyecto hasta ahora imposible: reglamentar el lobby o cabildeo parlamentario, trasluciendo su ejercicio y disponiendo reglas claras de ese juego de pago y promoción de intereses. Las empresas lobistas ni siquiera se presentan como tal, y suelen camuflarse como firmas de asesoría jurídica, consultoría económica o acompañamiento de comunicaciones estratégicas.

La idea de una ley que reglamente las relaciones entre las empresas más poderosas del país y los congresistas que las favorecen, respaldan y protegen, incluso a costa del interés mayoritario de los ciudadanos, es evitar, o al menos limitar, la opacidad con que tantas veces se redactan e impulsan las leyes. Según Angélica Lozano, los ciudadanos deberían poder rastrear las proposiciones y las trampas que aparecen de la nada en los proyectos legislativos. Sin embargo ese intento por concretar una reglamentación del lobby o del cabildeo fue infructuoso. Ya son trece intentos fallidos en veinte años. Trece. Los empresarios sonríen complacidos, y también las firmas lobistas, que siguen cobrando fortunas por allanar montañas normativas desfavorables y bonos extra por la demolición definitiva de proyectos adversos.

Uno de los testimonios más contundentes del poder omnipotente de las empresas de comestibles ultraprocesados en el Congreso de la República lo confirmó Alejandro Gaviria, entonces ministro de Salud. Fue el 6 de diciembre de 2016, después de impulsar sin éxito el gravamen a las bebidas azucaradas. El ministro escribió lacónico en su cuenta de Twitter: “En resumen, ganó el lobby y perdió la salud pública”. Es infrecuente que sea un alto funcionario del Gobierno quien transparente la relación de manipulación y lucro de los empresarios con los legisladores, y más aún, que señale la intervención de las empresas de lobby y cabildeo. Lo lógico es que renuncie, ¿no?, le preguntó un ciudadano al ministro después del hundimiento del impuesto azucarado. “Se van a quedar con las ganas”, respondió Gaviria con notoria amargura. 

¿Con qué brindan sus triunfos los empresarios de comestibles chatarra, qué comen en sus almuerzos de junta directiva, qué meriendan sus hijos y sus nietos en el colegio o mientras ven televisión?

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En una entrevista en la revista Semana, días después de la aprobación de la Ley de Comida Chatarra, Miguel Escobar, presidente de Postobón, aseguró que esa compañía, la más poderosa de bebidas gaseosas y azucaradas de Colombia, jamás se había opuesto a etiquetados de advertencia. “Siempre hemos tenido etiquetado de alimentos. Esto lo que implica (la nueva ley) es un ajuste al etiquetado tradicional, que incluye la información nutricional de los productos y ahora este es un complemento, que lo vemos correcto y no tenemos objeción”. En la fotografía de esa entrevista se ve a Escobar casi sonriendo, vestido con traje gris y corbata azul, el cabello del color del azúcar refinado. La repentina conformidad del presidente de Postobón con la ley que tanto temieron quizá sea reveladora. 

Carolina Piñeros, directora ejecutiva de Red Papaz, organización ciudadana que apoyó el tránsito legislativo sobre el etiquetado de advertencia nutricional, advierte que la ley aprobada terminó siendo una versión reducida y simplificada del proyecto inicial. Piñeros, una de las líderes sociales más incómodas para la industria de comestibles chatarra del país, reconoce que los congresistas defensores de los intereses empresariales le quitaron parte de los dientes al proyecto inicial. ¿Una ley de comida chatarra sin dientes? Si, responde ella y mezcla una sonrisa con un suspiro. Pero la directora ejecutiva de Red Papaz no parece indigestada. Ella cree que el peor escenario después de tantos años de esfuerzo por concretar un etiquetado de advertencia nutricional hubiera sido que los congresistas, tal y como ocurrió el 19 de junio de 2019, se hubieran engullido el proyecto por completo. 

¿Cuál fue esta vez el logro del lobby empresarial en el Congreso?, ¿que obtuvo la industria de comestibles chatarra de sus legisladores aliados? 

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En resumen, los congresistas amigos de los empresarios consiguieron devorar dos medidas muy importantes del primer articulado. Una fue la que prohibía los comerciales de productos ultraprocesados en las franjas infantiles y familiares de la televisión. Gracias a ese gesto obsecuente de último momento, los fabricantes de comestibles chatarra pueden seguir contratando publicidad en los horarios de mayor audiencia infantil, sin importar los altísimos contenidos de azúcar, sodio, grasas saturadas y aditivos químicos de sus productos. El lobby parlamentario consiguió que los comerciales sigan siendo igual de ilusorios, con héroes de caricaturas bebiendo gaseosas y refrescos, saboreando golosinas, lamiendo caramelos, chupando helados, masticando cereales de colores, sorbiendo sopas instantáneas, todos productos ofrecidos como nutritivos y saludables sin serlo en absoluto. 

El responsable de la propuesta de tachar las restricciones a los comerciales en el proyecto de ley fue el congresista Cristhian Garcés, a quien le bastaron pocas llamadas para conformar un bloque legislativo de dieciocho parlamentarios. ¿Cómo es que pudo concretar esa medida estando inmerso en un conflicto de interés evidente? La esposa de Cristhian Garcés es Carolina Blum Díaz, gerente de marca en Colombina, la fabricante de dulces más grande del país, propietaria del mítico Bon Bon Bum, del que, según cifras de esa compañía, se producen 170 millones de unidades al mes, más de dos mil millones al año. 

La casi semejanza homónima de Blum con una de las marcas que representa es una curiosidad irrelevante. Lo notable es su parentesco filial, que debió ser razón suficiente para impedir que el congresista legislara en favor de los jefes de su esposa. Pero ese no es el caso del Congreso de Colombia, se lamenta Mauricio Toro, donde una vez más quedó demostrado que los conflictos de interés no siempre suponen impedimentos, ni siquiera vergüenza o mesura, o cautela o discreción. Nada.

La otra contribución del lobby parlamentario fue la modificación del etiquetado frontal en las envolturas y empaques de los comestibles ultraprocesados, tal y como estaba expresado en el articulado primero, en forma de octágonos por una razón técnica sustentada: esa figura de ocho lados tiene un efecto de advertencia que los círculos, en cambio, no denotan. Así lo sustentan investigaciones rigurosas hechas en varios países alrededor del mundo, donde las autoridades implementaron los octágonos, no los círculos, como sello de advertencia dentro de los cuales, con toda claridad, se imprimen las alertas de contenido insalubre de azúcar, sodio y grasas saturadas. 

En el último instante, en la comisión de conciliación donde se precisaron los articulados finales del proyecto, las definiciones reconocidas universalmente por la Organización Mundial de la Salud, OMS, y la Organización Panamericana de la Salud, OPS, mudaron de obligatorias a sugeridas, a la par que se eliminó la prohibición de las declaraciones saludables en los productos con sellos de advertencia, todo gracias a la diligencia de los congresistas amigos de la industria de alimentos, quienes además eliminaron el artículo Catorce del proyecto, que obligaba a anteponer una advertencia en las piezas publicitarias de los productos ultraprocesados.

Con esa última decisión, los legisladores consiguieron impedir que las poses de contentura y deleite de los actores, cantantes y deportistas famosos que las fábricas de comestibles chatarra suelen contratar para promocionar sus productos, terminaran cuestionadas con sellos de precaución y recelo. Está claro que el efecto del Pibe Valderrama ofreciendo papitas fritas como comida saludable se vería contrariado con un mensaje así de contundente, debajo de su melena: “Atención, alto en sodio y en grasas saturadas”.

Dos de los senadores claves en la definición de ese articulado final fueron Carlos Fernando Motoa Solarte, de Cambio Radical, y Gabriel Jaime Velasco Ocampo, del Centro Democrático. Meses antes, esos dos legisladores habían presentado impedimentos para debatir el proyecto de ley por posible conflicto de intereses. Motoa Solarte había recibido aportes para su campaña electoral de las empresas Postobón, 90 millones; y Bavaria, 50 millones; y de los ingenios azucareros Mayagüez, 21 millones, y Manuelita, 18 millones. Por su parte, Velasco Ocampo había recibido 131 millones de Aldor y Manitoba Ltda, y de los ingenios azucareros Riopaila, Manuelita, Castilla y La Cabaña.

Sin embargo, a pesar de la flagrancia de esos impedimentos, los congresistas fueron autorizados mediante votación para participar en los debates del proyecto legislativo y en la transformación o eliminación, al final, de los artículos más indeseables para la industria a la que le deben gratitud y obsecuencia. ¿Cómo logran las organizaciones ciudadanas lidiar con tanto cinismo, con tanta desvergüenza parlamentaria? Carolina Piñeros, directora ejecutiva de Red Papaz, responde de nuevo con una sonrisa mezclada con un suspiro. No había más opciones, dice ella: o se firmaba ese proyecto de ley así, transformado, ultraprocesado, o lo dejaban morir, hundir de nuevo. La decisión de los congresistas que lo presentaron y defendieron, y de las organizaciones civiles que lo apoyaron e impulsaron durante años, fue salvarlo, pedir que lo votaran favorablemente.

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Hace cinco meses fue promulgada la Ley de Comida Chatarra, pero el Gobierno aún no la reglamenta, lo que impide su aplicación, como si no existiera. Las organizaciones civiles se preguntan: ¿cuál es el motivo de semejante demora? ¿Qué se está cocinando de puertas para adentro? ¿Cuál ha sido la última orden impartida por los empresarios de comestibles chatarra? ¿Acaso, además de las prebendas otorgadas por el poder Legislativo, esperan certezas del poder Ejecutivo? En su paso como congresista, hace apenas cinco años, Iván Duque fue uno de los más vehementes opositores del impuesto a las bebidas azucaradas. A él también se refería el ministro de Salud de la época cuando acusaba a los parlamentarios de sucumbir al lobby bien pagado de los empresarios, sin atender a los intereses mayoritarios de los ciudadanos.

En el primer piso del edificio del Senado, a mano derecha del ascensor, hay una máquina dispensadora de golosinas, snacks y bebidas azucaradas. Los empleados del Congreso que la frecuentan dicen que a veces la maldita se queda con el dinero y que no entrega lo que le pagan. En los días de comienzo de año, sin los legisladores y sus séquitos yendo por ahí, el artefacto permanece apagado, con los productos que no se vendieron hace semanas envejeciéndose en silencio y a oscuras. Entre la vecindad de tantas estatuas y de bustos taciturnos, de próceres en mármol cuyos nombres ya no dicen nada, o casi nada, la máquina dispensadora testimonia una relación más cierta e irrefutable, una del presente. Es como si, así apagada, en vez de un armatoste inútil, fuera un monumento.

NOTA: Esta historia se realizó con el apoyo de VITAL STRATEGIES. 

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