Con la misma indolencia con que se asesinan líderes sociales y se talan selvas para las vacas y para sembrar hoja de coca, el Senado sepultó el tratado internacional de Escazú, que obligaba al Estado colombiano a implementar recursos de participación y veeduría ciudadanas para proteger el ambiente.
21 de junio de 2021
Por: José Alejandro Castaño, / Opinión / Ilustración: Angie Pik
Juan diego Gómez

El disparate, la barbaridad más reciente del Congreso de la República de Colombia, es esta: el naufragio de la aprobación con carácter de Ley del Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe, una estrategia supranacional consolidada después de treinta años de esfuerzos y avances minúsculos, a paso de caracol.

Como tanto se temía, ese acuerdo, el primero en el mundo en contener disposiciones específicas sobre defensores de derechos humanos en asuntos ambientales, murió ayer domingo en el Congreso de la República, frente a la impavidez de Juan Diego Gómez Jiménez, presidente de la Comisión Segunda del Senado, y de Juan David Vélez Trujillo, presidente de la Comisión Segunda de la Cámara de Representantes, ambos responsables de su votación después de once meses de audiencias y debates que, a la luz de los hechos —o mejor: a la oscuridad de ellos—, resultaron inútiles, estériles.  

Ambos congresistas, el primero del Partido Conservador y el segundo del Centro Democrático, son subalternos de la coalición de gobierno. El sábado 19 de junio, mientras se leían gritos de reclamo en las redes sociales y pedidos de auxilio de diversas organizaciones ambientales para que citaran la votación del acuerdo y evitaran así su naufragio, Gómez Jiménez y Vélez Trujillo se escudaron el uno en el otro, en un juego taimado del gato y el ratón que extinguió el último minuto de la última hora del último día. 

Que el Estado colombiano se haya negado a ratificar el Acuerdo de Escazú, nombrado así por la ciudad costarricense donde fue adoptado en marzo de 2018, es un hecho desgraciado, bochornoso, que cuestiona el compromiso del Gobierno de Iván Duque con los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas a los que está obligado. La indolencia del Presidente y de su gabinete respecto de la actuación errática de los congresistas de su coalición de gobierno es, cuando menos, inaudita. 

“La firma del Acuerdo de Escazú nos ayudará a dar un paso cualitativo importante en el acceso a la información y a la protección del medio ambiente”, dijo Duque el 10 de diciembre de 2019, apoyando las manos en el atril con el escudo nacional, el cóndor de los Andes en alto relieve y en color dorado, desplegando las alas. Un día después, el 11 de diciembre, el embajador de Colombia ante la ONU en Nueva York, Guillermo Fernández de Soto, suscribió el acuerdo, firmado por veinticuatro países y ratificado hasta ahora por once de ellos en sus respectivos congresos. 

Porque la sola suscripción de un acuerdo, las firmas protocolarias tras de las cuales suelen entonarse himnos y hacerse brindis solemnes, no imponen compromisos jurídicos. El único recurso que obliga al cumplimiento de un acuerdo multinacional es el tránsito y la aprobación legislativa. Todo lo demás es simulacro. “Este importante anuncio del presidente Iván Duque es una muestra del compromiso y la voluntad del gobierno nacional de escuchar el sentir de todos los actores del sector ambiental y construir soluciones que garanticen la sostenibilidad del país”, dijo en su momento el ministro de Ambiente y Desarrollo Sostenible, Ricardo Lozano Picón. ¿Qué pasó que nada pasó?

En resumen, que el cabildeo y las intrigas de ciertos grupos empresariales —a los que de hecho pertenecen algunos congresistas o sus inmediatos jefes políticos— sepultaron la posibilidad de una votación discutida, libre, autónoma. Esa instancia definitiva, sin la cual el Acuerdo de Escazú firmado por el Gobierno es letra muerta, se aplazó una y otra vez, a veces con argucias tan evidentes como desvergonzadas. La última ocurrió el sábado 19 de junio, un día antes del final de la legislatura, cuando el congresista ponente, Juan Diego Gómez Jiménez, propuso discutir el acuerdo a última hora, después de diez meses de aplazamientos, justo mientras sesionaba la plenaria de la Cámara de Representantes, lo que hubiera viciado cualquier decisión. 

Juan Diego Gómez Jiménez es célebre por varias denuncias de robo de tierras que involucran a su familia. Una de esas denuncias concluyó en la condena de su padre, Orlando de Jesús Gómez Botero, alias ‘La ballena’, sentenciado en 2012 a ocho años de prisión por robo de tierras en el sector de Niquía, en el municipio de Bello, al norte de Medellín. Aquel no parece un caso fortuito. Desde hace diecisiete años, la Cooperativa Coogranada insiste en recuperar un terreno de más de cincuenta mil metros cuadrados denominado Las Brisas, también en el municipio de Bello, robado según los denunciantes por la familia del congresista encargado de concretar el tratado de Escazú. La ironía se cuenta sola, con todo y ballena.

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El Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe, permitiría que cualquier ciudadano, sin distingo de su formación académica, procedencia o vínculo político, tuviera acceso a la información de la totalidad de los proyectos con impacto ambiental que se pretendan desarrollar en el país, sin necesidad de recurrir a derechos de petición o a acciones de tutela. Toda la información, incluida la letra pequeña, la que suele escribirse en tinta invisible, con carácter confidencial, estaría disponible para el escrutinio público. Pero no solo eso. 

Además de prácticas de transparencia, el Tratado de Escazú obliga a las empresas a implementar modelos de sostenibilidad ambiental, con resguardo de los derechos de las comunidades afectadas por sus proyectos, algo a lo que le tienen recelo los empresarios vinculados históricamente a la degradación de suelos, la extinción de bosques, el desvío de ríos y el robo y el desalojo de tierras, todas prácticas cometidas en el país con complicidad de organismos del Estado. Sólo en 2019, según la ONG británica Global Witness, de los 212 asesinatos registrados en el mundo contra defensores ambientales, 64 se cometieron en Colombia. 

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El naufragio del tratado de Escazú ocurre en el peor momento del actual Gobierno, en medio de una flagrante crisis de gobernabilidad. Según la encuestadora Invamer, casi ocho de cada diez ciudadanos desaprueba la gestión de Iván Duque. Semejante porcentaje lo convierte en el presidente más impopular y con peor calificación de la historia reciente. El mandatario más joven en la historia del país es también, lo dicen los ciudadanos, el más inepto. El hundimiento de un tratado internacional que prometió convertir en ley, respaldado además por un Congreso de mayorías a su favor, sólo lo confirma.

Los sectores empresariales que se frotan las manos felices insisten en que Colombia ya cuenta con suficientes herramientas de veeduría y participación ciudadana, y repiten que no hacía falta confirmar el Tratado de Escazú, al que califican de improcedente, retrógrado y peligroso, pues dicen que reduce las márgenes de autonomía de sus proyectos más ambiciosos, su confidencialidad y sus diseños financieros. El cabildeo en la sombra de la Federación Colombiana de Ganaderos, la Sociedad de Agricultores, la Federación Nacional de Distribuidores de Combustibles y Energéticos, la Cámara Colombiana de la Construcción, y hasta de la Federación Colombiana de Cafeteros, cumplió su cometido. Ellos ganaron, sin duda. La pregunta es: ¿lo hizo el país? 

No es propaganda: Colombia es considerada un santuario de la vida, una suerte de arca de Noé por la diversidad de especies animales y vegetales que acoge en su geografía de montañas, valles, costas y bosques. Su exuberancia es apenas imaginable. En las copas de sus árboles amazónicos vive tal cantidad de insectos que la mayoría de ellos ni siquiera han sido descritos y se necesitarán décadas para catalogarlos. 

En las oquedades de sus ríos y lagunas nadan peces sin nombres, y ranas y lagartos, y en sus bosques andinos deambulan mamíferos extintos en otros territorios. La cifra es esta: con apenas el 0.22% del planeta, Colombia acoge el 10% de las especies conocidas. Pero uno de los diez países más biodiversos de la Tierra, el segundo en ese listado, es uno de los más depredados. Las cifras de su devastación son dolorosas:

Cada año, narcotraficantes, ganaderos, mineros, palmicultores, cafeteros y urbanizadores, ellos más que nadie, arrasan 110.000 hectáreas de bosque nativos, una extensión comparable al área metropolitana del Valle de Aburrá, conformada por diez municipios, en los que viven cuatro millones de personas. Con razón: en Colombia, según la Organización Mundial de la Salud, mueren 19.000 personas al año por contaminación del aire. Esa cifra es la segunda más alta de Latinoamérica. ¿Hay lugar para la esperanza, aunque sea para el optimismo?

A cambio de negar la aprobación del tratado de Escazú, el Congreso de la República aprobó cuatro nuevas leyes en las últimas horas de su jornada legislativa: el Día Nacional de Esthercita Forero, la Novia Eterna de Barranquilla; la Conmemoración del Día Nacional de la Mutualidad; el Régimen de Abanderamiento de Naves y Artefactos Navales, y el reconocimiento del carriel antioqueño como patrimonio cultural de la nación, lo que obliga la construcción de monumentos alegóricos y su inclusión en el diseño de la próxima emisión de billetes del Banco de la República.

No es exageración, no es aspaviento: respecto del resguardo de la flora, de la fauna, de los ríos, de los bosques, ciertos abominables congresistas colombianos producen miedo, miedo ambiente.

* * *

Twitter del autor: @JACastanoHoyos

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