Tres indígenas wayúu demandaron al Estado para exigir acciones urgentes de mitigación por la erosión costera que está acabando, poco a poco, con su comunidad.
6 de agosto de 2024
Por: Laila Abu Shihab Vergara* / Fotos y videos: Luis Angel
Colombia Guajira Erosión costera desplazamientos

Aquí donde Clarena Fonseca levanta ahora su manta porque el agua del mar le llega a las rodillas, ella sólo se mojaba la planta de los pies sobre la arena y recogía chipi chipi hace dos décadas.  

Desde que era niña y salía a recorrer la playa con su madre y sus hermanas, uno de sus pasatiempos favoritos era llenar bolsas enteras de esos pequeños moluscos, para luego venderlos en el mercado de Riohacha. Hoy, cuando le da antojo de echarle esas conchitas marinas a la olla del arroz, le toca caminar un par de kilómetros y cogerlas en playas ajenas. En la de su comunidad ya no tiene espacio para hacerlo y, además, ya no llegan. Lo mismo pasa con el caracol burro, con las almejas.

Clarena Fonseca Uriana nació hace 48 años en la capital de La Guajira. Es una indígena wayúu menuda, bajita, de piel morena y reseca, cuarteada por años de faenas de pesca bajo un sol de 31 o 32 grados centígrados, acompañado de algunos de los vientos alisios más rápidos del continente.

El chipi chipi es un molusco diminuto que antes abundaba en todas las playas de La Guajira. Hoy, encontrarse con esas conchitas marinas es cada vez más difícil. Foto: Luis Ángel

“Por un bien que les hicieron a unos se generó un alto impacto negativo para otros y eso es muy triste”, responde en tono de reclamo cuando le pido ubicar el momento en que ya no pudo recolectar más chipi chipi. Ocurrió entre 2007 y 2008, cuando la Gobernación de La Guajira construyó en Riohacha siete espolones: unas barreras formadas de piedras enormes, de 155 metros de largo y entre cinco y seis metros de ancho. Ubicados de forma perpendicular a la playa, los espolones fueron parte de un plan para frenar la erosión costera que en este lugar de Colombia avanza por varios factores, entre ellos, el aumento del nivel del mar producto de la crisis climática. 

El proyecto total contemplaba construir doce de estas barreras pero la obra nunca se concretó pues tuvo varios sobrecostos y se agotó el presupuesto (en total se necesitaban 22 500 millones de pesos colombianos de esa época). El gobernador de entonces, José Luis González Crespo, fue destituido y condenado en 2011 a diez años de cárcel, por celebración indebida de contratos y peculado por apropiación en favor de terceros. 

Los siete espolones que se construyeron, sin ningún estudio previo de impacto ambiental, sí frenaron el avance del mar justo frente a las playas donde se levantaron, a lo largo de 3,5 kilómetros, pero redirigieron la fuerza del oleaje hacia las comunidades costeras ubicadas al suroeste. Comunidades indígenas que, además, históricamente han sido las más vulnerables del departamento. Prueba de ello es que en pleno 2024, por ejemplo, siguen sin tener acceso garantizado al agua potable. 

“Mejoraron un problema para la ciudad pero lo empeoraron para los pobres del campo. Las autoridades de ese momento no tuvieron en cuenta que hay otras vidas, otros seres humanos que nos vemos afectados por esas decisiones y no contamos con recursos para hacer obras de ese tipo”, se queja Clarena. La comunidad Twuliá —nombre ancestral— o La Cachaca III, de la que ella es líder, está ubicada a sólo seis kilómetros del casco urbano de Riohacha. “Con los espolones, el agua se nos vino con mucha más fuerza a nosotros”.

No es fácil encontrar un consenso sobre el impacto de los espolones construidos en Riohacha (al fondo en la imagen). Para quienes viven frente a esas barreras enormes de piedra ha sido una salvación, pero para las comunidades que siguen en la línea costera ha resultado un castigo. Foto: Luis Ángel

En los últimos 20 años, el océano ha avanzado imparable sobre su territorio y se ha tragado cientos de árboles, un par de viviendas y las lanchas de varios familiares. Pero con la arremetida del mar tras la construcción de los espolones, la angustia y la impotencia ya no pudieron contenerse más en su cuerpo. Por eso, el 15 de diciembre de 2023, ella, su padre y un sobrino que ya no puede pescar por la subida del mar y tuvo que desplazarse casi 1000 kilómetros para trabajar en un cultivo de rosas, instauraron una acción de tutela

El 15 de enero de 2024, la acción judicial fue admitida por el Consejo de Estado, un alto tribunal al que llegó la tutela porque entre los demandados está la Presidencia de la República. Es la primera vez que una comunidad indígena demanda al Estado para exigir acciones urgentes de protección y mitigación por la erosión costera y el desplazamiento humano asociado a ese fenómeno. De fallar a favor, este caso sería un hito no solo para las demás comunidades wayúu de La Guajira, sino para otros pueblos y ciudades que están a punto de desaparecer por el avance del océano en el resto de la costa caribe y también en la costa pacífica

Salir a pescar y regresar con las manos vacías

Aquí donde José María Benjumea se para en este momento, su abuelo Salomón Epinayú construyó hace 30 años la alberca de El Colorao, una comunidad wayúu ubicada a 8 kilómetros de la de Clarena Fonseca. En ese entonces, el mar estaba a 1500 metros de distancia; hoy sólo está a 90. Además del tanque para almacenar agua, tampoco se ve ya la primera casa del patriarca de la familia —el abuelo Salomón llegó a estas tierras de la Media Guajira en 1962— ni la cancha de fútbol. Todas las viviendas de la ranchería tuvieron que ser trasladadas un kilómetro más lejos del mar y más cerca de la carretera.

José María Benjumea Epinayú es líder de El Colorao y calcula que al menos 35 de los 45 años que tiene los ha pasado metido en una lancha, mar adentro. “Cuando yo era joven la pesca era buenísima, se podía salir a cualquier hora, no había que ir tan lejos y cuando uno regresaba siempre traía toda clase de pescado”, cuenta. “En las buenas faenas traíamos hasta 20 kilos de mojarra rayada, mojarra blanca, pargo platero, cojinúa, boca colorada, róbalo, sierra, bagre. Ahora si salgo no es seguro que regrese con algo, a veces vuelvo sólo con una libra y a veces sin nada”. La pesca de arrastre de camarón también desapareció cuando “el mar se puso bravo”, dice el líder. Es decir, cuando los árboles comenzaron a quedar debajo del agua y ellos ya no pudieron tirar más sus redes, para evitar que se enredaran en los troncos. 

En esta zona de Colombia la furia del océano llega, normalmente, en los meses de noviembre, diciembre, enero y febrero, época de mar de leva. O cuando los sorprende una tromba marina como la de septiembre de 2019, una especie de tornado que nunca habían visto y que arrasó con treinta casas, siete lanchas con sus equipos, una decena de gallinas y casi el mismo número de chivos, y dejó diez heridos. Quedaron prácticamente con la ropa que tenían puesta. “Yo pensaba que eso solo pasaba en las películas, pero ahora que lo vivimos, ya sabemos que existe”. Entonces, lo único que hicieron las autoridades fue construir el censo de familias damnificadas. Y nunca volvieron. “Estoy cansado de que nos traten así. Las comunidades wayúu solo existimos cuando los políticos necesitan votos. En elecciones nos prometen de todo, mejoramiento de vivienda, equipos de pesca, acueductos, y luego nos pasa esto”, sostiene indignado José María.

Como ya no pueden alimentar a sus familias con la venta de pescado, 15 de los 419 habitantes de El Colorao han tenido que migrar forzosamente a ciudades lejanas y frías, como Bogotá, Popayán y Manizales, para trabajar, por ejemplo, como obreros de construcción. Los que han contado con algo más de suerte y se mantienen en La Guajira se emplean en cultivos temporales de tomate, aguacate o banano. O venden dulces en las calles de Riohacha.

José María Benjumea mira la cámara parado en lo que hace tres décadas era la alberca de su comunidad indígena. En los últimos años, este líder wayúu ha tenido que despedir a muchos pescadores que se han desplazado porque ya no tienen cómo alimentar a sus familias. Foto: Luis Ángel

—Si usted le tuviera que explicar a un arijuna (como los wayúu se refieren a quienes no pertenecen a su pueblo indígena) qué es la erosión costera, ¿qué diría? —le pregunto a José María mientras contempla el océano.

—Yo no utilizaría ese término, que además no tiene traducción exacta en wayuunaiki, más bien diría que es cuando llegan olas muy fuertes y, contrario a lo que hacían antes, que sacaban arena, ahora es como que la chupan, se la van comiendo. El mar nos está desplazando y el día que quiera, ya sabrá por dónde meterse.

Antes de despedirse de Benjumea, porque he venido a visitarlo con ella, Clarena Fonseca lo invita a seleccionar unos puntos de referencia para comenzar a medir, cada mes o cada quince días, el avance del mar sobre su ranchería. Es lo que ella hace desde junio de 2023, cuando conoció al geólogo español Carlos Busón Buesa y él, aterrado por lo que vieron sus ojos en La Cachaca III, le dejó su decámetro amarillo de 20 metros. 

El investigador, que trabaja en la Universidad Federal de Mato Grosso del Sur de Brasil y visitaba la zona por un proyecto entre la Universidad de La Guajira y la Universidad Complutense de Madrid, ha acompañado desde entonces a la líder de esa comunidad y cada semana habla con ella a través de una videollamada. Lo que hacen es analizar cuánta playa más se ha perdido y buscar alternativas que las entidades a cargo en Colombia se decidan a implementar pronto, por fin, algún día, ojalá no se demoren tanto.

Medir la pérdida

Aquí al lado del guamacho, donde Clarena cierra los ojos y suspira porque la erosión ha construido una barrera de arcilla de casi tres metros de alto, hace diez años había playa y, hace treinta, ella se metía debajo de la arena y jugaba a las escondidas con su padre y sus 11 hermanos. Ahora la gente ya no viene caminando desde Riohacha por la playa, porque el camino se interrumpe por taludes como los de La Cachaca, y se ve obligada a desplazarse por la carretera, en un vehículo. 

Aquí donde está ahora, ella sólo se acerca, con cuidado de no caerse, para ensartar la cinta amarilla al cactus con hojas verdes, que es uno de los cuatro puntos de referencia que tiene en su ranchería. En junio de 2023, el guamacho estaba a 7 metros y 40 centímetros del talud que ya se había formado. Cuando comenzó 2024, según el cuaderno de notas en el que lleva todos los registros, eran 3 metros y 20 centímetros. El 26 de marzo de este año, la distancia que lo separaba del barranco era de 1 metro y 35 centímetros. A este ritmo, el guamacho ya no existirá en 2025.

Busón Buesa teme que la próxima temporada de huracanes, que se prevé sea la más activa de la historia, le dé la estocada final al árbol que ya tiene la mitad de sus raíces flotando afuera del barranco.

Cuando Clarena era niña podía caminar desde la ciudad hasta su comunidad por la playa. Ahora, eso es imposible. Foto: Luis Ángel

La erosión costera se produce por la acumulación histórica de una serie de factores: en primer lugar, el crecimiento del nivel del mar, que según los científicos de la Nasa ha aumentado un promedio de 10 centímetros desde 1992. A eso se suma un incremento en la velocidad de los vientos y la energía de las olas, que las hace mucho más altas y fuertes y, por ende, más peligrosas para las zonas costeras. Esto último está ligado, además, con eventos climáticos extremos, como huracanes y tormentas tropicales, que son cada vez más intensos, según aseguran los expertos. Y dentro de las causas también están algunas actividades humanas, como la tala indiscriminada de árboles y la urbanización costera. 

Los países de América Latina y el Caribe, según Naciones Unidas, son significativamente más vulnerables al impacto de la erosión costera por su ubicación geográfica, su clima y su marcada dependencia de los recursos naturales y la agricultura. En Colombia, de hecho, el Ministerio de Ambiente calcula que el 30 % del litoral Caribe y el 27 % del Pacífico están en “riesgo crítico” y “en los próximos 17 años el país podría perder 12.630 hectáreas de tierra”, por culpa de este fenómeno.

Colombia tiene hoy 30 municipios sobre la costa atlántica y 16 sobre la pacífica. En La Guajira, los tres más vulnerables son Riohacha, Dibulla y Manaure. Allí, por causa de la erosión, los pueblos indígenas, que suelen tener menos recursos para mitigar los impactos del cambio climático, poco a poco están perdiendo su identidad y arraigo cultural; sus modos de vida ancestrales vinculados a la pesca; el pastoreo de chivos y ovejas; la siembra de cultivos de fríjol, maíz y yuca, y hasta la seguridad alimentaria de sus comunidades.

En el resguardo indígena de Las Delicias, y en general en todas las comunidades wayúu que viven sobre la costa, pescar es un oficio cada vez más complicado. Foto: Luis Ángel

Clarena Fonseca le ha enviado cartas a la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD) y hasta al presidente Gustavo Petro. En ellas les implora que intervengan “urgentemente para corregir la situación de riesgo que amenaza” a su comunidad y les pide que involucren “a los pueblos originarios del Caribe y sus conocimientos tradicionales en la toma de decisiones y en la planificación de medidas de adaptación frente a la subida del nivel del mar”. Nunca ha recibido respuestas. 

El 20 de noviembre de 2023 quiso insistir grabando un video en el que se dirige a Petro, con la esperanza de que así el mensaje tal vez podría llegar más fácilmente: “Señor presidente, le hacemos un grito de auxilio (…) todo lo que se lleva el mar no lo devuelve, todo lo que se lleva Pulowi, la diosa de las profundidades y del agua, no lo devuelve”.

Una serie histórica de mapas de Google Earth muestra cómo en La Cachaca III el mar le ha ganado 20 metros a la tierra desde 2020. Esa es una de las pruebas que aparecen adjuntadas a la demanda y también en un documento de 386 páginas sobre el impacto de la erosión costera en La Guajira y cómo adoptar estrategias de resiliencia y adaptación ante la crisis climática, escrito por Clarena y otros ocho líderes indígenas, con la ayuda del geólogo español y de expertos del Centro Latinoamericano de Estudios Ambientales (CELEAM) y la Universidad de Medellín, entre otros.

“Esto corre cada vez más rápido. La medición oficial (con el decámetro amarillo) comenzó en junio de 2023 pero yo ya medía con mis ojos visionarios, lo que pasa es que como no soy científica, no me van a creer. Yo no medía con ningún instrumento, simplemente observaba, como fanática del mar que soy. Lo más triste es que ninguna entidad ha venido a certificar si estas medidas están bien o mal, nada”,  me dice, con algo de rabia, Fonseca. 

A veces, camina hasta donde está el guamacho a las 5 de la mañana, cuando el sol todavía no se ha abierto paso, y le pregunta a Dios cuánto tiempo más podrán resistir el árbol y ella. Está cansada de que nadie la escuche.

Aunque Clarena Fonseca monitorea hoy el avance del mar sobre su comunidad gracias a un decámetro que le regaló el geólogo español Carlos Busón Buesa, ella dice que medía “al ojímetro” desde hace muchos años. Foto: Luis Ángel

Hace seis años, ya muy preocupada por lo que veía, empezó a tocar puertas en la Alcaldía de Riohacha, la Gobernación, la Corporación Autónoma Regional de la Guajira (Corpoguajira) y la UNGRD. Siempre la miraban con extrañeza y cada entidad le respondía lo mismo: ese daño no existe y además no nos compete. Ella sólo pedía que salieran de sus oficinas, que la acompañaran a La Cachaca III y vieran con sus ojos lo que ella veía. “Incluso, yo me ofrecía para servirles de traductora con la comunidad aunque no me pagaran”, recuerda con la misma decepción que la oprimió en ese momento. 

Cuando conoció al geólogo español le echó el mismo discurso que ya había pronunciado tantas veces en las oficinas de Riohacha, pero esta vez el resultado de la conversación fue distinto.

—Necesitamos ayuda, alguien que diga que sí es erosión —comenzó la líder.

—¿Y quién certifica que han perdido todos los metros que dices? —respondió Busón Buesa.

—Yo lo certifico, por intuición y porque los wayúu tenemos eso de ver más allá, no porque seamos profesionales de estudio sino porque conocemos cómo es nuestro territorio. 

—Llévame —le pidió el geólogo. 

Por fin alguien había salido de las cuatro paredes de su oficina.

De pescador a cortador de tallos de rosas

Aquí donde Edwin Fonseca Redondo deja ahora su bicicleta, el termómetro marca 12 grados centígrados. Acaba de entrar a la casa que arrienda junto con su esposa Paola, un hermano menor, un primo y una cuñada en Facatativá, a 43 kilómetros de Bogotá y a 967 de su natal Riohacha. Faca, como le dice casi todo el mundo a aquel municipio, es conocido prácticamente sólo por sus cultivos de flores de exportación y por sus heladas de las madrugadas, con sensaciones térmicas que en verano pueden descender hasta los -3 grados centígrados.

Los cinco pagan un arriendo de 500 mil pesos por compartir dos cuartos de 3×3 metros sin ventanas al exterior, un baño, una cocina básica de 2×1 metro y un lavadero. En su cuarto, Edwin Fonseca y su esposa tienen como único mueble una cama doble. Encima cuelgan un par de cuerdas para secar la ropa, cosa que aquí, en estas condiciones, es difícil de lograr. El techo de la vivienda es de machimbre, el piso de tabletas agrietadas o, directamente, de cemento. No hay comedor, tampoco sillas. A la entrada, todos dejan las bicicletas usadas que compraron para poder llegar más fácil a los cultivos.

Edwin y Paola todavía no se acostumbran a las bajas temperaturas de Facatativá ni a estar tan lejos de su familia. Para llegar de madrugada al cultivo de rosas donde trabajan, tuvieron que comprar unas bicicletas usadas. Foto: Federico Sarmiento

Una madrugada de mediados de 2023 que prefiere no recordar, Edwin perdió todas las herramientas con las que pescaba, la atarraya, los chinchorros, el trasmallo que usaba de vez en cuando, los cuchillos. Lo único que no se llevó el mar fue a Nacional, su lancha, aunque se demoraron en encontrarla y quedó tan averiada en su casco que repararla todavía no ha sido posible. Para recuperar las herramientas y comenzar a arreglar el cayuco necesita, por lo menos, 3 millones de pesos.

En el desespero por no tener cómo comprar los pañales que necesita Elianis Paola, su pequeña hija de dos años, se empleó para limpiar, a machete limpio, el terreno de una finca ubicada al borde de la troncal del Caribe. Por una hectárea le pagaron 300 mil pesos. Luego buscó trabajo en construcción, en una bananera, lo que fuera mientras pudiera volver cada noche a la ranchería para abrazar a su niña.

—Tuvimos días en que ya no teníamos para las tres comidas. A veces era comer y no comprar pañales o al revés. Me dio muy duro viajar y dejar a Elianis con mi mamá. Lo pensé varias veces porque es chiquitica, pero necesito ganarme la platica para el alimento de ella y también para ayudar en la familia, porque en total somos doce hermanos —recuerda mientras conversamos en su cuarto. 

Llegaron aquí tras una desdichada travesía que comenzó el sábado 5 de agosto de 2023 en un bus que tardó 19 horas en pisar Bogotá, e incluyó quedarse sin dinero en la terminal de transportes de la capital y pasar la noche sobre sus bancas heladas de cemento. Nunca habían estado en una ciudad tan grande y les da miedo volver porque no quieren perderse de nuevo. Dos días después de salir de su ranchería wayúu llegaron a Facatativá, a 2.586 metros sobre el nivel del mar. Tenían los labios partidos por el frío.

Rápidamente, a Edwin y a Paola se les llenaron las manos de callos por tratar de agarrar las pinzas con las que se cortan los tallos de las rosas, y también de huecos diminutos por las espinas. Ganan según las mallas que corten diariamente —cada una tiene 7 rosas— y si cortan 37 o 38, pueden llegar a recibir hasta 700 mil pesos quincenales. Como pescador, en un buen día Edwin podía vender hasta 200 mil pesos y los horarios no eran tan exigentes. Ahora debe trabajar de 6 de la mañana a 4 de la tarde de lunes a sábado y hay semanas en que no tiene descanso, sobre todo cuando están en temporadas como la de San Valentín o el día de la madre.

Pero lo que más lo afecta, además de no poder comer pescado fresco, es ver a Elianis Paola solamente a través de la pantalla del celular, y ducharse a las 4:30 de la mañana “con agua bien fría, como si uno acabara de sacarla de la nevera”.

Edwin Fonseca Redondo tiene 33 años y es el hijo mayor de Peyito, hermano de Clarena. Desde que llegó a Faca, ha tenido que forzarse a hablar en español mucho más de lo que quisiera y su mirada es triste.

La casa en la que Edwin vive con su esposa y otros tres wayúu tiene dos cuartos de 3×3 metros sin ventanas al exterior, un baño, una cocina básica de 2×1 metro y un lavadero. Foto: Federico Sarmiento

“En la agenda pública colombiana todavía hay muchas dificultades para asociar el desplazamiento al cambio climático, seguimos más pegados al desplazamiento por razones de violencia. Por eso es tan difícil para las instituciones que deben hacerse cargo, reconocerlo”, explica Andrés Aristizábal, abogado, director del Centro Latinoamericano de Estudios Ambientales (CELEAM).

El 28 de junio de 2023, en el marco de la Emergencia Económica, Social y Económica decretada por Petro para La Guajira, que supuestamente lo llevaría a gobernar una semana desde ese departamento, un alto funcionario ilusionó con varias promesas a los wayúus de La Cachaca III. Luis Carlos Barreto, entonces subdirector para el Conocimiento del Riesgo de la UNGRD, se reunió con Clarena y don Pedro Fonseca, su padre, además de varios técnicos y militares y el geólogo Busón Buesa. En un video que grabó precisamente este último, y que fue adjuntado como prueba a la demanda, Barreto aseguró que estaba allí en representación del entonces director nacional Olmedo López y de Petro, y que el mismo presidente había trazado una estrategia de inversión para actuar ante el impacto de la erosión costera. También prometió que había presupuesto para eso, que se lo entregaría al Comando de Ingenieros del Ejército Nacional, y que se harían estudios para identificar pozos de agua. Y, de manera insólita, metió al científico español en un proyecto del que todavía él no tenía noticia. 

“Gracias a la intervención del Ejército y al convenio que se tiene con el profesor, lo primero que queremos hacer es un estudio para tener un detalle más profundo de la solución que se puede hacer. Tenemos una ventaja y es que estamos en una situación de emergencia nacional y eso nos puede facilitar la intervención en territorio”, se oye a Barreto decir en el video.

“Menos mal algo me dijo a mí ese día que grabara la reunión de principio a fin”, me explica Busón Buesa a través de una videollamada desde Brasil. “Barreto dijo que supuestamente había un convenio conmigo pero no es cierto, ellos me pusieron en el guiso delante de todo el mundo aunque yo no tengo nada que ver con el guiso”.

El geólogo se molestó, pero le pareció que si era lo que había que hacer para salvar a los wayúu que viven pegados a la troncal del Caribe, entraría en el juego. Entonces, se le ocurrió buscar una alianza con la Universidad de La Guajira y propuso la creación de un centro de investigación y formación en el que se tomara la situación de La Cachaca III como un caso piloto para buscar alternativas de mitigación frente a la emergencia climática. “Siempre he dicho que hay que hacer un plan estratégico para toda la costa, aunque cada lugar necesitará una intervención diferente. Por ejemplo, si les da por plantar mangles en una costa donde se acumula tanta energía eso no va a servir para nada. Muy bonito, pero el primer oleaje se los lleva”.

Pero la universidad nunca le siguió la cuerda al español. Olmedo López tuvo que renunciar a la dirección de la UNGRD por un megaescándalo de corrupción relacionado, precisamente, con carrotanques comprados para llevarles agua a los wayúu en La Guajira. Y casi un año después de las promesas de Barreto no hay estrategia ni estudios, ni presupuesto asignado y entregado al Ejército Nacional.

La Guajira es la tierra de las paradojas: está rodeada de océano por todas partes, pero la mayoría de sus habitantes no tienen acceso a agua potable. Foto: Luis Ángel

Lo único que la comunidad tiene hoy en sus manos es una respuesta del mismo Barreto a un derecho de petición presentado por los tres wayúu que aparecen en la tutela. En la carta, firmada el 18 de enero de 2024, el funcionario asegura que solicitó “la asignación de 3 000 millones de pesos para la realización de cuatro estudios con el fin de adelantar la identificación y caracterización del riesgo por otros fenómenos amenazantes como erosión costera, erosión fluvial y/o vulcanismo de lodo”. Pero la carta también precisa que ese dinero es para “cubrir a todo el país” y “la priorización y escogencia del territorio está sujeta a cambios, conforme la situación de emergencia en el territorio colombiano así lo requiera”. Es decir, las comunidades de La Guajira, de acuerdo con esa respuesta de un funcionario que además ya no trabaja en la UNGRD, podrían quedarse “viendo un chispero”.

El Ministerio de Ambiente de Colombia calcula que el 30 % del litoral Caribe y el 27 % del Pacífico están en “riesgo crítico” por la erosión costera y “en los próximos 17 años el país podría perder 12.630 hectáreas de tierra”, por culpa de este fenómeno. Foto: Luis Ángel

“El caso de Clarena, Edwin y don Pedro Fonseca Epiayú (palabrero y autoridad mayor de la comunidad Twuliá, que tiene 89 años) es emblemático porque es el primero que tiene que ver con desplazamiento por causas asociadas al cambio climático, y se le suma la mala gestión del riesgo por parte del municipio de Riohacha con la construcción de los espolones”, asegura el abogado Aristizábal. 

En la tutela se afirma que el proceso actual de erosión comenzó en 2005, se agravó en 2009 (tras la construcción de los espolones) y, hasta el momento de su radicación, en diciembre de 2023, había obligado a cinco familias de la comunidad Twuliá a desplazarse a ciudades como Bogotá, Facatativá o Santa Marta. 

La acción judicial fue instaurada, “por actuación negligente o por omisión”, en contra de la Presidencia de la República, el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres, las corporaciones autónomas regionales de Magdalena y La Guajira, la Unidad Administrativa Especial Parques Nacionales Naturales de Colombia, la Gobernación de La Guajira y la Alcaldía de Riohacha. En total, dicen los tres indígenas, les están siendo vulnerados 11 derechos, entre ellos a la vida digna, a la salud, a la alimentación adecuada, al mínimo vital de agua, a la vivienda, a la integridad cultural y “los derechos humanos de las personas en situación de movilidad humana en contextos de cambio climático”. 

La respuesta de todas las entidades fue pedir que las desvincularan de la tutela porque no tenían nada que ver en el problema, porque esta acción judicial no procedía por la “inexistencia de vulneración de derechos fundamentales” y porque tampoco había pruebas de lo que afirman los indígenas.

Nada les consta, de nada están seguros. “Esa indolencia me duele en el alma. Esto está a la vista de ellos, ¿cómo es que teniendo a la vista el problema dicen que no lo ven? Es inhumano”, me repite Clarena varias veces durante los tres días que compartimos en su territorio.

Tal vez parte del problema resida en que, como reconoció el mismo Ministerio de Ambiente en el Plan Maestro de Erosión Costera que presento en 2016, “casi 40 instituciones participan en el rompecabezas de la protección contra la erosión costera” en Colombia, “pero ninguna es responsable en su totalidad”.

Lo que les daba aliento a los wayúu era una decisión reciente de la Corte Constitucional, que el pasado 22 de abril, por el caso de una pareja de campesinos desplazados por inundaciones en el departamento de Arauca, reconoció la existencia del “desplazamiento forzado interno por factores ambientales, incluidos hechos asociados al cambio climático”

El 7 de junio de 2024, sin embargo, el Consejo de Estado por fin falló al respecto, pero lo hizo para decir que la tutela no era la acción judicial “idónea” en este caso.

Según el alto tribunal, el mecanismo adecuado es una acción popular. “Aun cuando la parte actora en el escrito de tutela argumentó que no existe otro mecanismo de defensa para lograr la protección de los derechos en asuntos de gestión de riesgos y desastres naturales, lo cierto es que no logró demostrar la condición de urgencia que permita su procedencia ni tampoco desvirtuó la idoneidad de la acción popular”, se lee en el fallo judicial. Ahora, el caso fue trasladado al Tribunal Administrativo de La Guajira para que “examine la amenaza o violación de los derechos colectivos objeto de la presente controversia”. 

Con el apoyo de Aristizábal y los abogados del CELEAM, Clarena, Pedro y Edwin apelaron la decisión, pero el 4 de julio el Consejo de Estado confirmó lo dicho en primera instancia. Están desolados “pero nunca derrotados”, insiste la líder wayúu.

“Que el caso haya sido trasladado al tribunal de La Guajira con una acción popular puede implicar que, según nuestro sistema judicial, pasen entre cinco y siete años antes de que se resuelva algo. Nosotros entendemos esto como una denegación total de justicia y durante estos seis meses que se tardaron en responder ya subió a 16 el número de familias que en total han tenido que desplazarse, por causas asociadas al fenómeno de la erosión costera”, asegura el director del CELEAM.

Pedro Fonseca Epiayú es el palabrero y autoridad mayor de la comunidad Twuliá, o de La Cachaca III. A sus 89 años, todavía pastorea sus chivos. Foto: Luis Ángel

El costo de no hacer nada

Aquí donde hace 20 años los wayúu tenían la certeza de que al morir sus almas podrían trascender, ahora se ven siete tumbas que están a sólo diez metros de precipitarse por un pequeño despeñadero.

Las Delicias es un resguardo indígena poblado por casi 550 familias, ubicado a sólo tres kilómetros del casco urbano de Riohacha. Según un estudio del Instituto de Investigaciones Marinas y Costeras José Benito Vives de Andréis (INVEMAR), tiene una clasificación de exposición a la erosión costera “muy alta”, debido a “la corta distancia del ancho de playa y a su localización al borde de varios acantilados”. 

Para los wayúu, uno de los lugares más sagrados que existen es el cementerio (amakaa). Allí se reafirma la pertenencia a un territorio, a un clan específico; allí comienza un viaje hacia la eternidad que incluye dos velaciones y dos sepulturas, con sacrificio de animales, repartición de comidas y bebidas tradicionales y la narración de muchas historias; allí es donde emprenden el camino hacia Jepira, el lugar en que alma, cuerpo y espíritu se reconcilian y, en completa armonía, sanan sus heridas. Para los wayúu, la muerte es tan importante como la vida y trasladar un cementerio es como obstruir el camino sagrado que deben andar para llegar a Jepira. 

El cementerio que está a punto de derrumbarse alberga los cuerpos y las almas (yolujas) de siete miembros de la familia Redondo, que han fallecido desde 2003. En ese entonces, según el líder de la comunidad, Luis Alberto Redondo, el borde del acantilado “se veía muy lejos”. Jorge, su hijo, ahora tiene el reto de pensar cómo trasladar las tumbas que quedan de sus familiares —en total eran 11—, antes de que el agua las desaparezca.

Clarena Fonseca sabe que un fallo a favor también beneficiaría a los habitantes de este resguardo wayúu. Por eso sigue luchando como un quijote contra molinos de viento, por eso lee todo lo que caiga en sus manos para hablar con la propiedad de una geóloga, una abogada y una economista, aunque no tenga ningún título. Por eso se arriesga, porque su voz es la voz de muchas comunidades. “Como les digo a mis mayores, a mis ancestros, me arriesgo porque lo que está en juego es la prevalencia de nuestra cultura, de nuestra nación wayúu, de nuestra etnia”.

A principios de año, Corpoguajira citó por primera vez a la comunidad a la décima Mesa Técnica sobre Erosión Costera que se realiza en ese departamento desde 2013. Y allá estuvo Clarena Fonseca, por supuesto.

“Yo sí tengo una pregunta muy directa para Corpoguajira —afirma la líder indígena segura, altiva—. ¿Cuántos proyectos concretos para mitigar los efectos de la erosión han salido de esas diez mesas técnicas? La respuesta es cero. Es como si yo padeciera una enfermedad y diez médicos me hicieran un chequeo y ninguno pudiera detectar lo que tengo. De diez médicos, al menos uno o dos deberían saber cuál es la enfermedad y decirme cuál es la medicina que necesito para recuperarme”.

Hay en internet un meme que lleva años rodando, con una frase atribuida a veces a Napoleón y, a veces, a Winston Churchill: “Si quieres que algo se haga, nombra un responsable; si quieres retrasar eternamente la solución de un asunto, nombra un comisión”. 

—¿Han servido de algo diez mesas técnicas realizadas a lo largo de diez años para mitigar el impacto del avance del mar sobre la tierra? —le pregunto a Samuel Lanao, director de Corpoguajira.  

—Claro que han dado resultados. Fui yo quien tuvo la iniciativa de crearlas en 2012, cuando era subdirector de la entidad, porque esta problemática no podía seguir escondida de la agenda pública. Las mesas reúnen a todas las entidades y las comunidades que tienen que ver con el tema, allí hemos debatido la situación y hemos podido avanzar, teniendo en cuenta que según la ley debemos atender estos problemas de manera subsidiaria, porque la responsabilidad primaria la tienen las alcaldías municipales.

Según Lanao, de las mesas técnicas surgió la formulación de un proyecto para atender a los dos últimos barrios del casco urbano de Riohacha (José Antonio Galán y Marbella), gravemente afectados por la erosión y ubicados metros después del último espolón perpendicular a la playa. El problema es que el proyecto nunca se puso en marcha porque, de acuerdo con el director de Corpoguajira, fue imposible conseguir los recursos por parte del Gobierno Nacional y hoy está desactualizado. 

De las mesas técnicas también surgió, dice, la gestión para que la cooperación internacional financie algunas medidas blandas. “Tenemos un proyecto para siembra de mangle, porque este ecosistema, con sus raíces que consolidan el suelo, hace que sea mucho más difícil que la erosión ataque”.

—Ahora que menciona lo del mangle, el geólogo español Busón Buesa asegura que el mangle es una buena solución en ciertos lugares pero en otros no, porque no todos los suelos son iguales. Por ejemplo, afirma que en La Cachaca III, donde viven Clarena y sus familiares, geológicamente hablando la siembra de mangle no sirve para frenar la erosión.

—Sí, el geólogo tiene toda la razón. Yo me refiero a la siembra de mangle en los sitios donde están dadas las condiciones para que funcione. Pero entiendo que donde hay unos acantilados que se están derrumbando por efecto de la erosión lo que se requiere son medidas duras, como la construcción de espolones. Ya muy pronto vamos a hacer la mesa técnica número 11. 

Clarena Fonseca Uriana está cansada de tocar puertas y de que nadie la escuche, pero no piensa descansar hasta que las autoridades hagan algo para evitar que su comunidad, y muchas otras que la rodean, desaparezcan. Foto: Luis Ángel

Una de las pocas cosas buenas que por ahora han surgido de la tutela que fue rechazada por el Consejo de Estado, dicen los wayúu, fue la invitación que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) le hizo a Clarena para presentar la problemática de su comunidad el pasado 28 de febrero en Washington, en una audiencia enfocada en movilidad humana en el contexto de la emergencia climática y en racismo climático. Y aunque no todo salió como ella y los abogados del CELEAM querían, porque no pudo gestionar a tiempo el pasaporte y la visa por falta de recursos, la líder envió un video de 2 minutos y 50 segundos que sirvió para que su lucha contra la erosión costera y sus consecuencias cruzara fronteras. Su intervención fue la única de Colombia de un total de 30.

“No esperen semanas, no esperen meses, esto es inmediato”, concluye en el último minuto del video.

* * *

Una luna llena esparce su luz sobre las viviendas de las 42 familias que viven en la ranchería de La Cachaca III. La mayoría son de bahareque, algunas de ladrillo. Alrededor del fuego están los cinco hijos de la líder: César, Cristian, Yiordana, Nancy y Alexander. Hoy no hay bromas ni humor negro, algo usual en su madre. Hay un gesto adusto que no se le va de la cara. “Nosotros no nos oponemos al desarrollo, sólo pedimos que nos tengan en cuenta. Y que antes de cualquier obra se realice un análisis riguroso y detallado de sus efectos en las costas de Riohacha”, dice muy seria Clarena.

“Las autoridades no se están dando cuenta del peligro que tienen delante”, insiste Carlos Busón Bueza. “El Caribe no juega. Aunque digan que eso no ocurre, si se suman todos los factores: marea alta y tormenta, la lámina de agua puede llegar hasta los dos metros de alto y ahogar a un montón de gente. ¿Existe un plan de evacuación para cuando eso ocurra? No. Por eso me cabreo tanto a veces. Llevamos un año en esta lucha y hasta ahora no han puesto ni una roquita. La tierra sí puede devolver. El mar no devuelve nada, lo que se lleva, se lo lleva para siempre”. 

Naciones Unidas estima que las medidas reactivas valen siete veces más que las de gestión preventiva frente al avance de la erosión costera. Cuesta mucho hacer algo, pero es más costoso no hacer nada. 

FIN

* Este reportaje es parte de una alianza periodística entre Mongabay Latam, VORÁGINE, Plaza Pública y el Centro de Periodismo Investigativo.

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