23 de diciembre de 2020
Juan José* trata de darle forma a un pedazo de madera con las cuchillas de una guadaña, mientras recuerda con lágrimas y la voz quebrada cómo se salvó de una masacre en la vereda Totumito, en Tibú, Norte de Santander, el 18 de julio pasado. Seis personas tuvieron menos suerte ese día.
“Sabíamos que nos iban a matar. Un día antes la guerrilla (ELN) pasó diciéndonos que nos fuéramos porque Los Rastrojos se iban a meter. Yo salí ese mismo día, pero a los que se quedaron, como eran venezolanos y no tenían para dónde irse, los mataron a todos”, cuenta Juan José.
Esa madrugada un grupo de hombres armados llegó hasta la finca El Limonar, entre Totumito y Vigilancia (Cúcuta), y mató a los seis hombres que encontró durmiendo. Entre ellos se encontraban los venezolanos Mauricio García, Yunior Manuel Yanes González y Yorbert Enrique Flórez Ortega.
Ese día, en , la Asociación Campesina del Catatumbo (Ascamcat) denunció este hecho, y otro homicidio que ocurrió muy cerca: el de Ernesto Aguilar, miembro de la Junta de Acción Comunal de Vigilancia, quien apareció muerto y torturado en un matorral. Horas más tarde se conoció un nuevo homicidio en esa zona. Los ocho muertos, según las autoridades, fueron víctimas del mismo grupo. Cuatro de ellos siguen sin identificar.
Según el Observatorio de Conflictos, Paz y Derechos Humanos, del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), hasta el 11 de diciembre se han registrado 293 asesinatos de defensores de derechos humanos y líderes sociales, entre ellos dirigentes de las juntas de acción comunal como Ernesto Aguilar. Desde la firma del Acuerdo de Paz con las Farc, en noviembre de 2016, hasta agosto de este año la cifra total era de mil asesinatos; 51 de ellos en Norte de Santander.
“Hasta hace un año aquí se podía trabajar con coca sin problemas. Los que sembramos sabíamos que los patrones eran Los Rastrojos y a ellos se les vendía. Pero desde que apareció la guerrilla (ELN) nos tocó venderle. A Los Rastrojos los sacaron corriendo y no podíamos quedarnos con esa mercancía guardada”, dice Juan José.
En esta zona, donde convergen Cúcuta, Tibú, Puerto Santander y Venezuela, Los Rastrojos (grupo que se originó por pugnas en el Cartel del Norte del Valle) se habían aliado con Los Pelusos, que venían del Catatumbo y buscaban un escape de la guerra que libran con el ELN tras la muerte de Víctor Navarro Serrano, alias ‘Megateo’, ocurrida en octubre de 2015. Este grupo, último reducto de la guerrilla del EPL, se ha dedicado solo al narcotráfico en Norte de Santander, donde amplió su injerencia desde Ocaña hasta la frontera con Venezuela.
“El ELN le declaró la guerra a esa alianza, y eso fue más gasolina para un conflicto que llegó de un momento a otro. Nos acostamos vendiéndole la pasta base a Los Rastrojos y Los Pelusos, y nos despertamos vendiéndole al ELN”, cuenta Juan José.
Pero esta guerrilla permitió en algunas zonas que los campesinos, sobre todo quienes cultivan en la zona rural de Cúcuta, siguieran vendiendo parte de la producción a Los Rastrojos. Todo cambió tras la publicación de un video donde un comandante ‘rastrojo’, conocido como ‘Mario’, dijo que no estaban vencidos y declaró su victoria en los enfrentamientos que sostenían con el ELN.
“Ese video lo enviaron Los Rastrojos con unos periodistas que retuvieron (del diario La Opinión, de Cúcuta). Después los guerrilleros se ‘arrecharon’ y dijeron que ni un gramo más de coca para Los Rastrojos, y amenazaron a los que se atrevieran a venderles”, dice Juan José desde el lugar donde se esconde tras la masacre.
Tras el hallazgo de los ocho cuerpos, 414 personas —entre ellas 23 ancianos, 132 niños, cinco personas con discapacidades y 47 migrantes venezolanos— salieron desplazadas de las veredas Totumito y Vigilancia, para instalarse en el colegio Rafael García Herreros del corregimiento Banco de Arena. Allí estuvieron hasta el 5 de agosto, cuando volvieron acompañados por la institucionalidad y la fuerza pública.
“A todas las familias se les garantizó su alimentación por tres meses. A los niños se les dieron kits escolares y se les brindará acompañamiento para que puedan superar este difícil episodio”, dice Elisa Montoya, secretaria de Posconflicto y Cultura de Paz de la Alcaldía de Cúcuta.
El único cultivo viable
En los últimos diez años, la zona rural de Cúcuta pasó de 15 hectáreas de coca sembradas a más de 300, según el entregado por el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (Simci). En el vecino Tibú, el municipio con más coca en todo el país, los cultivos suman 16.096 hectáreas. Muchos campesinos allí están migrando hacia la zona rural de Cúcuta en busca de más tierra para sembrar; y también en procura de una ruta cercana a la frontera que les permita conseguir los químicos y procesar pasta base.
“Nosotros sembrábamos una semilla que llaman la peruana, pero hace un tiempo nos pasamos a otra que le dicen ‘injerto’, que da raspa (cosecha) cada dos meses. Ahora le sacamos cuatro kilos de pasta a una hectárea; y por allá el que menos tiene, alcanza las cinco. Eso es mucha plata”, explica Juan José. Gracias a la coca, dice, sus hijos son profesionales y no tienen que ‘joderse’ en el campo como él.
La coca ‘injerto’ ha disparado los ingresos de los campesinos en esta zona de Cúcuta, y ha desestimulado la siembra de otros productos o incluso la ganadería. Según las cuentas de Juan José, un campesino puede producir 10 millones de pesos cada dos meses por una hectárea cultivada.
“Póngase a pensar qué otra cosa puede uno hacer por aquí que le sea medianamente rentable. No hay nada. Algunos intentaron con el limón, les llegó una plaga y lo perdieron todo. La ganadería está mermada por el contrabando. ¿Qué nos queda?”, se pregunta Juan José, y reconoce que ve pocas probabilidades de volver a la zona donde tiene sus cultivos.
Detrás de este negocio están el ELN, Los Pelusos y Los Rastrojos. Y es el combustible millonario que ha incrementado las masacres este año en la zona rural de Cúcuta.
Las autoridades estaban advertidas
El pasado 13 de marzo, cuatro días después de que hallaron ocho cuerpos en el corregimiento de Palmarito, en Cúcuta, la Defensoría del Pueblo emitió la Alerta Tempranadebido al riesgo que enfrentaban miles de habitantes en la zona rural. En julio, tres nuevas masacres y otros asesinatos sacudieron la zona.
Hasta el 13 de diciembre, en Norte de Santander se han registrado seis masacres que han dejado 28 víctimas, de acuerdo con el registro que lleva Indepaz.
Los hechos que motivaron la alerta de la Defensoría se conocieron el 8 de marzo, cuando habitantes de Palmarito descubrieron ocho cuerpos en la vereda Santa María, junto a un cultivo de palma. Allí, en una carretera polvorienta y bajo el sol, las autoridades encontraron los cadáveres de Víctor Batista Páez, de 16 años; Víctor Masson González; Pedro Nel Paternina; Jerry Guillén Hernández; Saúl Barbosa Molina y Gustavo Adolfo Mosquera. Los otros dos cuerpos no fueron identificados, pero se presume que pueden ser de dos jóvenes desaparecidos que, junto a Jerry Guillén, salieron desde Saloa, Cesar, para trabajar en la frontera con Venezuela.
La Policía Metropolitana de Cúcuta dijo que las ocho víctimas hacían parte de Los Rastrojos y habían caído en un combate con el ELN ese día. Otros cinco fueron asesinados del lado venezolano. Pero este sería solo el preámbulo de tres masacres que aún mantienen a la zona rural de Cúcuta en zozobra y son el resultado de la guerra que libran hace un año el ELN y Los Rastrojos. Estos últimos llegaron a Cúcuta en 2007 de la mano de Wilber Varela, alias ‘Jabón’, un narcotraficante del Cartel del Norte del Valle que buscó refugio en Venezuela tras iniciar una guerra con los hombres de Diego León Montoya, ‘Don Diego’, conocidos como Los Machos.
Los elenos, respaldados por la Guardia Nacional venezolana, que en el pasado trabajó con Los Rastrojos, han ganado terreno en la frontera gracias a que se han unido en dos bloques para asfixiar a quienes controlan el municipio de Puerto Santander desde 2007. Un grupo, al mando de alias ‘Julián’ o ‘el Rolo’, avanza por la línea fronteriza desde los municipios de Herrán y Ragonvalia; mientras el otro lo hace desde Tibú. En el medio, y con los suministros cortados a ambos lados de la frontera, han quedado Los Rastrojos al mando de José Gregorio López Carvajal, alias ‘Becerro’, un criminal que ha sobrevivido a varios operativos y a una guerra interna que lo llevó a refugiarse en Venezuela.
Julio, el mes más cruel
Durante el confinamiento por la covid-19, Cúcuta luchaba contra una violencia que solo en julio dejó 14 víctimas en masacres. La primera se registró en el corregimiento Banco de Arena, bajo el puente que atraviesa el río Zulia, donde aparecieron los cuerpos desmembrados de Joimar Lindarte Rodríguez y Jorge Sánchez Pacheco. Ambos habían salido el 5 de julio desde Cúcuta con Juan Andrés, hermano de Jorge, y una amiga, Yadira Herrera Aguilar, rumbo a Tibú; donde se reencontrarían con su papá luego de tres años.
En dos motos quisieron llegar por la antigua vía que atraviesa los corregimientos de Banco de Arena y Palmarito. Así evitaron el corregimiento de Astilleros, donde temían que las autoridades les detendrían debido al confinamiento. En algún punto fueron abordados por hombres armados. Los asesinaron, los desmembraron y los arrojaron al río. Solo se han encontrado los restos de dos de ellos.
Una fuente de Inteligencia de la Policía Metropolitana de Cúcuta dijo que la masacre había sido perpetrada por Los Rastrojos, adueñados de esta zona para evitar el acecho del ELN, que los despojó de su dominio sobre el cercano municipio de Puerto Santander.
La segunda masacre de julio fue en Totumito, de la que se salvó Juan José, y que parece haberse resuelto al menos en parte, con la captura del autor material: Andrés Felipe Berrío, alias ‘Brayan’, tercer cabecilla de Los Rastrojos. Señalado por la Policía y la Fiscalía, Berrío fue capturado a mediados de agosto en Los Patios, área metropolitana de Cúcuta, junto a su hermano Carlos Olvany Berrío, alias ‘Piraña’, cabecilla en este municipio, y otros tres hombres que lo escoltaban: Jonathan Fierro Vera, ‘Tatuaje’; Johandry Orozco Wilches, y Jonathan Wilches Vera, ‘Curruca’.
Una fuente judicial que pidió no ser identificada dijo a La Opinión que la captura de ‘Brayan’ había sido un golpe a Los Rastrojos, pues con ella perdieron “a su cabecilla militar y quien sería el encargado de todos los asesinatos en Puerto Santander y el área rural de Cúcuta”. La Fiscalía agregó que todos tenían órdenes de captura por concierto para delinquir, homicidio y porte ilegal de armas de uso privativo de las Fuerzas Armadas. En el allanamiento encontraron dos fusiles, dos proveedores, 50 balas y cuatro celulares.
La captura de ‘Brayan’ puede significar para las autoridades el cierre de este caso, pero las familias de las víctimas solo tienen preguntas sin resolver.
El mes de julio cerró con otro episodio violento. Cuatro cuerpos fueron encontrados en una trocha de El Paraíso, corregimiento de Agua Clara, zona rural de Cúcuta. Las primeras investigaciones indicaron que entre ellos estaba el supuesto jefe de una oficina de sicarios de la región.
Vendrán más
Aunque el narcotráfico es la principal razón detrás de las masacres, no es la única. Leonardo González, coordinador del Observatorio de Derechos Humanos de Indepaz, dijo a France 24 que los motivos varían según el contexto. Unas fueron por ajustes de cuentas entre grupos que se disputan el territorio y la droga, como en Norte de Santander. En otros casos, explicó, ha sido por asesinar a migrantes venezolanos. “Y en otras ocasiones se ha tratado de obligar a los habitantes de ciertos lugares a que cumplan los toques de queda impuestos por los grupos ilegales durante la pandemia”, reseña el medio sobre lo dicho por González.
Pero existe una razón que se repite: la fallida implementación del Acuerdo de Paz. Según González, el Estado sigue ausente en muchos territorios, y varios grupos ilegales están tratando de llegar a las zonas que antes dominaban las Farc para imponer allí su dominio.
Jorge Mantilla, criminólogo e investigador del Great Cities Institute de Chicago, describe las masacres como una forma de violencia ejemplarizante en un contexto de degradación política. “Son grupos armados que, tras la desmovilización de las Farc, obedecen a estructuras más localizadas, carentes de estrategias a nivel nacional y ancladas a economías locales no solo mediadas por el narcotráfico”, explica.
Esto, según Mantilla, debería alejarnos de narrativas como el vacío de poder, la ausencia de Estado o la anarquía criminal. “Lo que tenemos es la emergencia de guerras regionales con economías ilícitas altamente diversificadas y grupos armados cada vez más desestructurados. En el caso del ELN, prima su carácter federativo en la medida en que, así como combate con grupos opuestos ideológicamente en algunas zonas, en otras hay arreglos transitorios que dependen del contexto operacional y de las rentas ilícitas”, dice.
Por eso es improbable prever que estos crímenes cesen. Kenny Sanguino, docente e investigador de la Universidad Libre de Cúcuta, sostiene que las masacres le dan tal control del territorio a los grupos, que los levantamientos de los cuerpos los hacen empresas funerarias, y no las autoridades encargadas de esos procedimientos. “Estos grupos mantienen en una constante zozobra a la población. Esto les garantiza el silencio que ya tenían asegurado por el estado de indefensión ante la ausencia de respuestas oficiales y el consecuente desplazamiento”, explica Sanguino a La Liga.
Este silencio es ley en las zonas donde la guerra se recrudeció este año. Esto lo sabe Juan José y lo repite como un mantra. “No puedo volver por mis tierras. Apenas me vean, van a creer que hablé con las autoridades. Prefiero perderlo todo, pero salvar mi vida y la de mi familia. Así no sepa ni siquiera cuándo volveré a ver”, dice.
* Nombre cambiado por razones de seguridad.
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