Los niños de la oscuridad: en comunidades wayúu de La Guajira no llega la luz prometida
11 de junio de 2024

I. Niños en la oscuridad
En dos improvisados dormitorios cuelgan chinchorros en los que duermen los estudiantes de la escuela de la comunidad wayúu de Wejeipa, en el corregimiento Flor del Paraíso, a cuatro horas desde Uribia, La Guajira. La última comida que recibieron fue a las cinco y media de la tarde, antes de que la noche los dejara en penumbras en un territorio que nunca ha contado con energía eléctrica. En la oscura noche algunos pequeños lloran porque tienen ganas de ir al baño.
Esa es la alerta que escuchan las profesoras de la comunidad que están a cargo de estos lugares donde los pequeños duermen de lunes a viernes. Ellas toman linternas y caminan hacia los dormitorios para alumbrar a los chicos que piden salir al baño, un lugar imaginario de la escuela porque en realidad no existe: se trata de un pedazo de tierra árida donde los niños se tapan con la oscuridad para cumplir sus necesidades.
Solo hay una excepción para que los estudiantes jueguen en la noche en medio del desierto. Cuando hay claro de luna ellos tienen permiso para salir a correr con seguridad de no tropezar y caer. Solo así se les puede ver armando rondas infantiles que aprenden en el día en la cancha de fútbol del caserío. Son 60 niños y niñas, la mayoría de ellos residentes en la frontera con Venezuela. En la escuela pasan cinco noches y cinco días. Este es un territorio de 36 casas y casi 200 chivos que rondan por los alrededores y que pertenecen a varias familias. Solo hay dos docentes nombrados y cuatro más por contratación externa.
Los niños llegan a la escuela con cuadernos, lápices y sus propios chinchorros. El lugar es adecuado por las profesoras de Wejeipa. En las casas de ellos, dice la docente, tampoco hay suministro de energía desde siempre. Para llegar hasta la escuela desde el casco urbano de Uribia hay que cruzar vías polvorientas, una carretera venezolana pavimentada totalmente, varios tramos de placa huellas inconclusas, y un sinnúmero de rancherías wayúu en el desierto. Las que están del lado colombiano no cuentan con electricidad, mientras que aquellas que pertenecen a Venezuela están interconectadas al sistema nacional eléctrico de ese país.
“Como no tenemos luz, en las noches los niños para ir al baño lloran en sus chinchorros en los que duermen para que la coordinadora vaya con una linterna y los saque, porque como no tenemos baños”, dice Luz Nelly Uriana, la profesora de tercer grado de primaria que desde hace cuatro años trabaja en esta escuela que pertenece al corregimiento de Flor del Paraíso, en Uribia.
Así como no hay un lugar físico para que los pequeños hagan sus necesidades tampoco hay espacios dignos para que se bañen a las cuatro de la mañana, que es cuando inician ellos el día. Las niñas lo hacen detrás de los dormitorios, al aire libre, y los niños detrás de la alberca que hay en la zona.
Algunas niñas usan vestidos largos azules con cuellos redondos que llevan bordados y pequeñas franjas de color azul cielo. Los chicos usan pantalonetas, camisetas o camisas blancas. La mayoría de estudiantes llevan puestas unas alpargatas. Las temperaturas en esta zona del país pueden llegar a los treinta y ocho grados centígrados.
El anhelado servicio de energía eléctrica fue prometido por el Estado a través del Instituto de Planificación y Promoción de Soluciones Energéticas para las Zonas No Interconectadas (Ipse), que en septiembre del año pasado firmó cuatro contratos con dos consorcios que ganaron una licitación pública por $43.154 millones.
Se trata de la Unión Temporal Guajira Solar integrada por la empresa caleña HG Ingeniería y Construcciones S.A.S., Disico S.A. y Fulgor S.A.S. Ellos firmaron dos contratos por más de $21.335 millones. El otro es la Unión Temporal Suntel, conformada por las empresas Anditel Energía y Servicios S.A.S. y Suncolombia S.A.S., a quienes les adjudicaron otros dos contratos por más de $20.725 millones. Los contratos han tenido dos prórrogas y dos adiciones presupuestales. La firma HG Ingeniería asegura que las obras van por el 50 % de ejecución.
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II. Carencias por falta de energía

La profesora Nelly está sentada frente a un escritorio rústico. No tiene un tablero para enseñar. Ella usa como zona de carteleras y avisos una pared del salón contiguo que es una de las dos estructuras en cemento que tiene la escuela. Mientras habla revisa el cuaderno de uno de sus estudiantes. Ella, con apoyo de padres de familia y otras profesoras, construyeron con materiales de la región ese salón donde enseña. Parece hecho de esterilla, por algunas partes se cuela la luz del día y cuando llueve el agua se filtra y las clases se paralizan, como pasó hace dos semanas.
Cada cierto tiempo interrumpe para insistir en que necesitan ayuda para seguir formando niños en medio del desierto guajiro. Hace un listado de carencias que, dice, no le ha suplido la rectoría actual de la Institución Etnoeducativa Integral Rural Internado Indígena Flor del Paraíso, liderada por Alvis Manuel Paz.
“Necesitamos ayuda con la estructuración de nuevos salones y la donación de pupitres, escritorios, sillas y materiales didácticos. Ese salón, por ejemplo, fue donado por una fundación y es el único que tenemos con las mejores condiciones, porque este otro del lado, que está también en cemento como ese, está sin techo. Allí cuando llueve, como aquí, el agua entra y no se puede dar clases así”, relata la profesora mientras hace cuentas de los niños que asistieron hoy a clases: de 22 que tiene en la lista oficial solo llegaron ocho porque el contrato del transporte escolar todavía no está en firme tras seis meses de haber comenzado el 2024.

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El lugar no tiene un ventilador que refresque a los estudiantes y a la docente mientras enseña. La razón es que nunca han vivido y convivido con el servicio de energía eléctrica, algo que en las ciudades y cascos urbanos más pequeños es paisaje. En la escuela no hay refrigeradores, por obvias razones, lo que no permite que los pequeños tengan, por lo menos, garantizado el consumo de proteínas en sus menús. Como no pueden tener refrigeradores para conservar las carnes, este tipo de alimento no hace parte de sus raciones de comida diaria. Mientras conversa la profesora, unos niños hablan entre ellos, otros solo se quedan quietos en sus puestos como mirando al infinito.
En frente del escritorio construido por la docente, con apoyo de los padres de familia, hay un letrero que dice: “Maestra”. Solo hay dos construcciones de cemento en la zona. En el sitio los estudiantes y la docente hablan en wayúu. El mejor salón de clases es uno que fue donado por una organización internacional y es el refugio de los niños para recibir clase cuando llueve en la escuela, pues es el único que tiene un techo completo. Se destaca entre los demás porque tiene tablero de acrílico para escribir con marcadores borrables, un elemento básico en las ciudades y que aquí es todo un insumo que vale oro.
“La energía es vital para los ventiladores y poder pensar en quizás proyectar algo didáctico a los niños. Ser docente rural no es para cualquiera; adaptarse al ambiente es difícil”, dice la profesora mientras califica algunas tareas de los pequeños. Alguna vez, agrega , les prometieron 22 computadores portátiles a los estudiantes, pero solo enviaron seis a esta sede y estaban en malas condiciones.
III. Los niños no conocen los televisores y los radios
A los niños se les pregunta por la energía o luz eléctrica y no saben dar una respuesta precisa sobre el tema. Conocen los televisores y los radios solo aquellos que han podido salir de sus comunidades a Uribia, el casco urbano más cercano que tienen a cuatro horas. “Cuando uno va al pueblo todo se ve bonito, iluminado, los televisores, las pantallas. Acá no hay nada de eso y las noches son muy oscuras”, relata la profesora Nelly, quien vive en la comunidad con su mamá y hermana. Ellas no saben qué es vivir con suministro de energía eléctrica para encender un bombillo, poner a funcionar un electrodoméstico o refrigerar la comida en una nevera.
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Anhelan que les cumplan con la instalación de los paneles solares que el Gobierno, a través del Ipse, les prometió llevar desde finales del año pasado con la unión temporal Guajira Solar, contrato que publicamos en VORÁGINE y que cuenta con más de160 días de retraso. En noviembre y diciembre les hicieron la socialización del proyecto con una promesa que hoy aún no se ve en las rancherías.
“Tenemos celulares, sí, pero para ponerlos a cargar debemos ir hasta la represa de la comunidad que tiene dos paneles solares grandes de los que quedaron de traer las baterías, después de que se fundieron, y nada. A través de un cable que instalamos ponemos a cargar el teléfono desde las seis de la mañana y ya a las diez está cargado, así todos los días. No tenemos para brindarles carne fresca a los niños porque no tenemos cómo refrigerar”, expresa Luz Nelly mientras a su lado otra profesora revisa más cuadernos de los niños.
Cada viernes llega la merienda a la escuela. Incluye una variedad de verduras que, lamentablemente, muchas veces se dañan antes de que puedan aprovecharlas, esto por las altas temperaturas o porque las entregan muy maduras. A veces les dan mangos, mandarinas y guineos verdes que deben esperar a que maduren. Cuando las frutas están próximas a dañarse, las profesoras las entregan todas para evitar que se pierdan.

El internado de los estudiantes alberga a niños y niñas que, a menudo, no quieren volver a sus casas los viernes. Para facilitar su regreso, las profesoras y profesores reúnen dinero para pagar la gasolina de los vehículos que los lleven y traigan de vuelta cada lunes o martes, cuando es festivo. Cada docente contribuye con 150 mil pesos para este fin. Luz Nelly no está nombrada en el Magisterio, por decirlo así, sino que su contratación es a través de una asociación tercerizada que, dice, no les está pagando a tiempo. Les deberían consignar el 15 de cada mes, pero la realidad es otra. Otros cien mil pesos que reúnen son para el almuerzo y la cena de los estudiantes porque esto no está cubierto en el plan de alimentación.
En esas áridas tierras el paisaje está marcado por la presencia de cactus, arbustos secos y chivos, que son más que simples animales de granja: son un componente esencial de la vida y la cultura de sus habitantes. Son de tamaño mediano, con pelaje corto que varía en tonos de blanco, marrón y negro. Ellos son fundamentales para la economía doméstica. La gente cría estos animales no solo por su carne y leche, sino para comercializarlos entre vecinos o en el casco urbano de Uribia.
Varios chivos corren por el desierto guajiro. Otros se paran en dos patas para alcanzar algunas ramas secas o mordisquear los nopales paraguaneros, una especie de cactus que abunda en Colombia y Venezuela. Los chivos se han adaptado perfectamente a las duras condiciones del desierto guajiro, escaso en agua y abundante en vegetación seca y temperaturas que pueden superar los 38 grados.

Otra de las profesoras que educa con tantas limitaciones, y sin servicio de energía eléctrica, es Estela Uriana, quien maneja quinto grado de primaria y es docente desde hace tres años. A su cargo hay 26 niños y niñas wayúu internados.
Por cobertura institucional solo tienen garantizado el desayuno. El almuerzo y la cena para cada una de las 26 bocas que tienen para alimentar corre por cuenta de las profesoras, quienes hacen colecta cada tanto. Un desayuno puede ser arepa asada, harina y huevo. Al mediodía, arroz con granos. La cena puede ser pan con colada de avena. Nada que tenga que ver con refrigeración. Estela sueña con que los niños tengan acceso a la energía eléctrica prometida. Ha pensado en darles clases de tecnología con ejemplos prácticos.
Debido a la oscuridad de la penumbra los niños internados deben permanecer acostados en sus chinchorros durante la noche, sin la misma libertad de movimiento que cualquier otro niño en la ciudad con la luz de un bombillo. Explica que su trabajo sería muy diferente si tuvieran acceso a energía eléctrica, ya que podrían disponer de computadoras y materiales tecnológicos para mostrarles y enseñarles aspectos del mundo moderno.
Alvis Manuel Paz Fernández es el rector de la Institución Etnoeducativa Integral Rural Internado Indígena Flor del Paraíso, de la que hace parte la escuela de la comunidad de Wejeipa. Al preguntarle por inversiones futuras en la sede que visitamos habla de llevar internet aun cuando en el territorio no hay suministro de energía eléctrica.
Paz Fernández cuenta que Wejeipa no tiene un programa como tal de internado para niños y niñas. Esta modalidad solo está habilitada para la sede principal, que cuenta con 206 estudiantes residentes, y una sede llamada Buenavista.
“Por necesidad las mismas maestras dejan a los niños ahí porque es que viven muy lejos los estudiantes de la escuela, es como un seminternado. Sin embargo, no está registrado ante la Secretaría de Educación (de Uribia), son estrategias de los mismos docentes porque no hay transporte para los niños”, relata el rector. Las demoras se han dado a causa de trámites contractuales con los transportadores.
Él, que está desde 2021 al frente de la institución educativa, cuenta que desde entonces ha hecho varias inversiones a esta sede, aunque en el terreno las profesoras dicen que no ha realizado mayores aportes a la infraestructura y la operación de la escuela. Cuenta que ha pintado el colegio, entregado dotaciones y que han carnetizado a las docentes. “Desde que yo estoy aquí el rector solo ha traído una silla”, dice Luz Nelly, la docente de tercero de primaria.
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La travesía para llegar a Wejeipa inició en Uribia, La Guajira, a las seis y media de la mañana. El recorrido se hizo en una moto que es conducida por un líder wayúu. Fueron cuatro horas desde el casco urbano de ese municipio con una parada para desayunar en una ranchería wayúu en territorio venezolano, la cual cuenta con conexión eléctrica a través del sistema nacional de ese país. Cerca a la casa hay un poste de cemento con cuerdas al aire.
Avanzar por estas sendas destapadas, a menudo más cercanas a un campo de batalla que a una carretera, fue un desafío constante. Los caminos, irregulares y polvorientos, se alternaron entre tramos de placa huella y pequeños segmentos pavimentados. Curiosamente, estos últimos se encontraban en territorio venezolano.
La travesía cruzaba un paisaje árido de rancherías humildes y dispersas. Aquí, en el corazón del desierto de la Alta Guajira el paisaje estaba marcado por cactus y chivos que pastaban. En varios tramos había retenes informales de las comunidades con cuerdas cruzadas en el camino. La vida en estas tierras es dura, hay pocos recursos y una ausencia total del Estado.
En la comunidad de Wejeipa el agua potable es un lujo. A duras penas la llevan desde el jagüey más cercano hasta la escuela. La realidad de estos niños es un recordatorio constante de las desigualdades que persisten en esta tierra olvidada por el Estado y saqueada cada cuatro años por alcaldes y gobernadores de turno. A pesar de la falta de agua fresca y potable, los niños ríen y juegan en estos territorios como olvidando el tiempo.
IV. Otras comunidades también esperan por la luz prometida

A unos cuarenta minutos de Wejeipa, a mitad del desierto guajiro y bajo un sol encendido, esperan en una enramada varios líderes wayúu de distintas comunidades del corregimiento de Flor del Paraíso. Ese lugar es un pequeño salón con techo de paja que es el epicentro de los encuentros comunales cada día. La reunión es para hablar del proyecto prometido del Ipse con paneles solares que se tuvieron que haber instalado en diciembre del año pasado.
En el lugar hace presencia Flor María Iguarán, ella representa a las comunidades de Patsuaina y Arriunamana, zonas que hacen parte del proyecto de soluciones fotovoltaicas del Ipse. Ella cuenta que en octubre del año pasado recibieron la socialización del proyecto. Entre diciembre y enero debía haber llegado la luz eléctrica a través de los paneles solares. “Nos prometieron nuestras luces, pero ya estamos a mitad de año y nada. De mi comunidad salieron beneficiadas solo tres familias de 25 viviendas que hay, eso ha generado diferencias entre las personas”, relata.
A su lado está Glendy Fernández, ella hace parte de la comunidad de Jippi, también del corregimiento de Flor del Paraíso. En un comienzo salieron beneficiadas 13 familias que están a 200 metros a la redonda de la estructura que alojará los panales solares. “Sería bueno que cumplieran con lo que prometen porque acá llegaron diciendo que van a traer un proyecto, un beneficio. Que cuando la autoridad aceptó esto y se llevaron su firma era para cumplir, queremos que eso pase, porque siempre es así: vienen y luego no vuelven más”, expresa la líder.
Recuerda que el día de la reunión, no tiene clara la fecha precisa, a las autoridades tradicionales wayúu les tuvieron que explicar muy bien el proyecto y lo que iban a firmar. Según dice, ellos no tienen las herramientas para comprender mejor los trámites administrativos detrás de un contrato.
“Tener unos paneles solares aquí en la Alta Guajira sería una gran bendición para todos y sería bueno que se cumpla este proyecto”, agrega Fernández, quien dice que lo último que supieron del contrato era que ya no estaba incluida su comunidad por un replanteo de beneficiarios que se ha estado haciendo desde el contratista y el Ipse.
Aquí hay que recordar que la Corte Constitucional, en la Sentencia T-302 de 2017, definió que la socialización de proyectos en Maicao, Manaure, Riohacha y Uribia debe ser amplia y efectiva y que no puede agotarse en “capacitaciones o socializaciones realizadas en los centros urbanos ni en reuniones de concertación con unas pocas autoridades escogidas para tal fin”.
El alto tribunal colombiano ha definido también que la participación debe ser un proceso deliberativo de las distintas comunidades, en que todas las personas afectadas tengan la oportunidad de intervenir y dialogar con quienes toman las decisiones, con anterioridad a la adopción de las mismas. “Solo de esta manera puede haber una participación genuina y efectiva en contraposición a un espacio inocuo o intrascendente”, se lee en la sentencia proferida por la vulneración a los derechos fundamentales al agua, la salud, la alimentación y la participación de las niñas, niños y adolescentes del pueblo wayúu.
Fernández relata que tiene cinco hijos junto con su esposo y que todos se van a la casa hacia las cinco de la tarde, hora en que comienza a oscurecer. “¿Cómo se entretienen sus hijos?”, se le pregunta, a lo que ella responde que uno de los pasatiempos del fin del día es arrear los 32 chivos que tienen. Uno de ellos se llama Rebeca, cuenta, y cuando llegan visitantes a su casa el más pequeño de sus hijos dice: “¡Ahí viene Rebeca!”. Los presentes siempre se preguntan quién es y ellos ríen y señalan a uno de los animalitos.
“Mis hijos no saben qué es un televisor, cuando vamos al pueblo se emocionan mucho al ver las pantallas en todo lado. Aquí la realidad es que la radio es lo más cercano, pero si tuviéramos paneles solares podríamos tener televisor hasta en la cocina”, dice la líder mientras de su rostro sale una sonrisa.
Rosa Iguarán es la líder mayor de la comunidad de Camarote, también en el corregimiento Flor del Paraíso. Tiene 73 años y nunca en su vida ha vivido con energía eléctrica, mucho menos los cerca de 90 niños que viven en su comunidad y cursan distintos grados de primaria. Dice que entre octubre y noviembre también fueron visitados por los contratistas y el Ipse. En un comienzo salieron beneficiadas nueve casas, pero ahora, dice, les han dicho que solo verán los paneles solares en cuatro.

“Quisiéramos que ustedes llevaran esta voz para que lo agilicen, que vean eso lo más pronto porque se necesita no solamente aquí en la casa, también en la UCA (Unidad de Cuidado y Atención del Icbf), en los colegios, para poner siquiera un abanico para los niños, o qué sé yo si podemos conseguir una neverita para que ellos tomen agua fría o su jugo”, expresa la líder de la zona.
Otra de las presentes es Diana del Carmen Machado Méndez. Ella es líder de la comunidad de Arguanapá y representa a la autoridad tradicional que es su padre Abraham Machado. Ella y su familia han vivido en este territorio toda la vida. Nació allí hace 51 años, y su padre, de 87 años, también ha permanecido en el mismo lugar.
La comunidad está compuesta por unas 72 familias. La última interacción con el personal del contrato y el Ipse fue durante la verificación del terreno destinado a la construcción del equipo que albergará las soluciones fotovoltaicas, lo cual fue hace varios meses. Esto genera una gran inquietud en la comunidad, ya que temen que los beneficios prometidos no se materialicen. No es para menos, Diana comparte su desconfianza basada en experiencias previas.
Relata un incidente ocurrido cerca de su hogar hace 18 años cuando se construyó un pozo profundo con la promesa de suministro de agua que nunca se cumplió. El proyecto dejó un tanque elevado y un pozo sin agua; después de cobrar, los responsables se fueron.
El año pasado, en octubre y noviembre, los representantes del proyecto visitaron la comunidad para identificar las casas beneficiadas, explicando que solo aquellas ubicadas dentro de un radio de 200 metros serían incluidas. En el terreno fueron elegidas seis casas, el colegio y la UCA, la Unidad de Cuidado y Atención que tiene el Icbf para el cuidado de niños y niñas. Por fuera se quedaron, al menos, cinco viviendas más, incluyendo la de Diana.
Por lo anterior ella envía un mensaje al Ipse y a los contratistas: que cumplan con lo prometido y que se realicen las instalaciones de energía destinadas a la comunidad, pues esto le permitiría guardar alimentos frescos, especialmente carne, en refrigeradores en lugar de tener que salar estos alimentos para conservarlos y poder consumirlos.
Diana y su comunidad ven en cada retraso y en cada explicación una repetición de un guion ya conocido. El mensaje de Diana es claro: la comunidad no pide favores, exige derechos. La energía eléctrica no es solo un lujo, es una necesidad básica que transformaría su vida diaria, especialmente para los niños. Ellos esperan que el proyecto que debería haber traído luz a sus hogares en diciembre del año pasado no se convierta en otro capítulo más de una larga historia de incumplimientos de contratistas y entidades.
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