Chiquita Brands y Banacol invierten grandes sumas de dinero para alargar procesos judiciales que están lejos de cerrarse. A casi treinta años de los hechos violentos, las víctimas hablan de olvido, pobreza y desidia.
12 de enero de 2025
Por: José Guarnizo Álvarez, Urabá antioqueño / Ilustración: Angie Pik
Víctimas Paramilitares Urabá Chiquita Brands juicio

No hay registros en los expedientes de la Fiscalía de cómo va vestida Edelmira María Yepes esa mañana en que la muerte sale a buscarla a la terminal de transportes de Chigorodó, Antioquia, en la zona de Urabá.

No deben ser más de las 6:30 de la mañana para el momento en que esta humilde mulata nacida en Lorica, Córdoba, encuentra el bus que la llevará hasta la Brigada 17 del Ejército, en un recorrido que durará unos veinte minutos. Edelmira trabaja en la guarnición militar como empleada doméstica, asignada a la casa fiscal de un coronel.  

Es 15 de abril de 1997 y en Chigorodó el sol comienza a pasearse con animosidad sobre los tejados: transcurre uno de los tres meses más cálidos y secos del año en esta región de Colombia. Las infinitas plantaciones de banano a lado y lado de la carretera se preparan para un extenso letargo. 

El bus está parqueado y casi vacío. Edelmira se sube y camina por entre las sombras de los puestos desocupados y se sienta al fondo, al lado de otra empleada del batallón que carga una enorme bolsa con uniformes militares recién lavados. 

El chofer no se ha montado para arrancar con las pasajeras cuando aparecen dos hombres encapuchados a bordo de una moto azul. Se detienen justo al lado. 

Uno de ellos se monta al bus, da algunos pasos, saca un arma y les descerraja varios tiros a quemarropa. Edelmira recibe dos disparos en la cara y dos más en el torso. La señora de las bolsas con uniformes se desvanece sobre la silla ensangrentada y muere en el instante.   

Edelmira, obedeciendo a los últimos instintos que le quedan, se arrastra sobre el pantano de sangre, y desciende a tientas del bus. Avanza casi cinco metros. Unos ojos sin vida alcanzan a ver una malla de seguridad, unas manos sufrientes se aferran a ella. Un cuerpo se desploma. Nadie en la terminal de transportes la auxilia: la vida continúa con sus afanes cotidianos. Algunas personas pasan por el lado y dicen, “miren, esa es la que trabaja en el batallón”. 

En la denuncia que años después llega a la fiscalía 66 seccional delegada para Chigorodó hay un apartado escrito a mano que dice: “grupo organizado al margen de la ley al que se le atribuye el hecho: Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y Ejército”. El mundo tal y como lo ha conocido en 40 años de vida deja de correr para Edelmira.

Los años pasan a favor de la impunidad

Fue en 1963 cuando aparecieron las primeras plantaciones de banano en el Urabá, una subregión del departamento de Antioquia que se asoma por el norte al mar Caribe, y que se extiende a lo largo de 11 mil kilómetros cuadrados de mucha llanura y poco monte. La llegada de la fruta coincidió con los inicios del conflicto armado en Colombia. 

La United Fruit Company —que poco después pasó a llamarse Chiquita Brands— halló en un territorio aislado de la economía el escenario ideal para reponerse de sus invariables crisis y expandir sus negocios voraces. Urabá se convirtió en un centro de exportación agrícola a nivel global. La bananera más poderosa del mundo encontró en la tierra seca el paraíso perdido. 

Una sentencia de la sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Bogotá que condenó a un exparamilitar llamado José Gregorio Mangones asegura que  Colombia es tal vez el único país en el mundo en donde la producción y exportación de banano a gran escala estuvo estrechamente ligada al desarrollo de un conflicto armado interno. 

El documento judicial esparce sal sobre una llaga que no ha cicatrizado. A diferencia de lo que ocurrió en otros continentes, dice la sentencia, el conflicto armado en Colombia no hizo colapsar la economía bananera y no ahuyentó a las empresas multinacionales. “Incluso en regiones como Urabá y Magdalena, la violencia no afectó de manera agregada las ganancias producidas por este sector agroexportador. Fue en la etapa de agudización del conflicto armado donde paradójicamente aumentaron las utilidades de los empresarios bananeros”. 

Juan Arturo Gómez es un experimentado periodista que vive en Apartadó, la ciudad más importante del Urabá. Las suelas de sus zapatos han conocido los caminos y las trochas por donde han sucedido casi todas las guerras de la región. En una de esas largas conversaciones que tuvimos para este reportaje me dijo que históricamente —e hizo énfasis en esa palabra para remarcar la metáfora que estaba a punto de salir de su boca humeante a cigarrillo— al banano en Urabá lo han abonado con sangre, con sangre de campesinos y trabajadores bananeros.

La década del noventa del siglo pasado fue para este territorio de once municipios una época turbulenta. Según el Cinep y la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz (CIJP) entre 1991 y 2001 se presentaron 97 masacres que dejaron un aproximado de 607 víctimas. En cuanto a la configuración de grupos armados ilegales, Urabá conoció primero la violencia de las guerrillas y luego la hegemonía paramilitar. 

Entre 1992 y 1993 confrontaciones iban y venían entre la guerrilla de las Farc con los llamados Comandos Populares, los Esperanzados y otras organizaciones contrainsurgentes. Masacres, extorsiones y homicidios eran el pan de cada día. Los muertos también corrían por cuenta del Epl, con fuerte dominio del territorio en sectores populares. Y fue hacia 1994 cuando aparecieron las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), paramilitares que se consolidaron reciclando a cientos de excombatientes del Epl, tras una falsa desmovilización.

Tres factores hicieron del paramilitarismo una fuerza absoluta en la zona, como lo demuestran múltiples condenas, testimonios y documentos recogidos por VORÁGINE: la irrupción de las las Convivir, cooperativas legales de seguridad que operaron en Colombia y que al mismo tiempo fueron fachada de los paramilitares para cometer crímenes y financiar la guerra; el apoyo del ejército, y el dinero que aportaron las bananeras. Por un lado estaba Banadex, filial de Chiquita; y, del otro, Banacol, una empresa insigne de Antioquia.   

Un habitante de Turbo que para 1997 tenía 15 años recuerda la forma en que miembros de las Convivir, y los paramilitares se unieron para erradicar cualquier asomo de guerrilla en la región.  

—Uno pasaba en cicla por la carretera y los de las Convivir lo requisaban a uno, a todo el mundo. Cualquier novedad se la entregaban a los paramilitares y los paramilitares ya se encargaban de desaparecer, torturar, matar, ¿me entiende?

Sentados en una cafetería del municipio de Turbo, no muy lejos de donde desemboca el río Atrato para deshacerse en el mar, le pregunto si era normal que en las fincas bananeras hubiese gente armada. Es tanto el bullicio que se escucha afuera, que el hombre no teme hablar en voz alta.

—Sí, varios coordinadores de finca que estaban armados eran ‘paracos’, estaban dentro de la nómina. Y controlaban a sus propios trabajadores (…). Comenzaron cambiando a los gerentes de sus fincas. Hicieron una purga, la famosa limpieza, acabaron todo el tema de guerrilla. Los sindicatos eran sinónimo de guerrilla, la UP (partido político Unión Patriótica) era  sinónimo de guerrilla, toda esa purga la hicieron. El Partido Comunista ni se diga, toda esa vaina la desaparecieron. Hasta que ellos instalaron su propio sistema de seguridad, y ya hubo un control absoluto, y es donde empresarios resumen que Urabá se volvió como un paraiso, pero fue un paraíso hecho apunta de bala, tortura, sangre, desplazamiento y desapariciones forzadas. Esa finca San Jorge (ubicada justamente en Turbo) está llena de fosas.

Las Convivir, agrega, no trabajaban para la seguridad de la población civil.

—Ellos trabajaban para la agroindustria del banano. Lo mismo que las AUC: se fundaron para la agroindustria del banano y los ganaderos—remarca—.

El 13 de marzo de 2007 es una fecha importante para entender el modo en que Chiquita Brands participó en esos años del conflicto poniendo millonarios recursos que les permitieron a las AUC crecer, expandirse y cometer graves violaciones a los derechos humanos en contra de civiles. 

Ese día, el Departamento de Justicia de EE. UU. llegó a un acuerdo de culpabilidad penal con varios de sus directivos por realizar pagos a esta organización paramilitar catalogada como terrorista. Quedó probado en el proceso que la multinacional entregó 1,7 millones de dólares a las AUC, por lo menos desde 1997 hasta 2004. Lo hicieron a través de las Convivir. El acuerdo fue importante en el esclarecimiento de los hechos pues en esa instancia Chiquita se vio obligada a descubrir parte de la contabilidad de sus operaciones en terreno, incluyendo anotaciones a mano, correos y comunicaciones internas. Se abrió una caja de pandora.  

Así lo resume un abogado allegado al caso que prefiere mantener su nombre en reserva: “Quedó al descubierto que muchos de estos empresarios sí tuvieron una relación muy cercana, inclusive amigable con el paramilitarismo en Colombia, no cabe duda de eso. El gerente general de Chiquita, Charles Keiser, tenía un acceso completo a las AUC”, me dijo.

Las demandas civiles que buscaban una reparación a las víctimas llegaron a los tribunales de Estados Unidos y sólo diecisiete años después, es decir, en junio de 2024, el Distrito Sur de la Florida falló a favor de ocho de nueve familias que habían sido seleccionadas para que se analizaran en detalle sus historias, en una especie de juicio piloto. La decisión estableció una reparación económica de entre 2 y 2,7 millones de dólares por caso. 

Pero el juicio tal vez más importante en la historia del conflicto colombiano podría estar apenas comenzando. El proceso en adelante será largo y complejo si se tiene en cuenta que hay cerca de 6.000 víctimas acreditadas, según me cuenta desde Estados Unidos Marissa Vahlsing, una de las abogadas principales de EarthRights, organización que representa a varias de esas causas. Sin contar apelaciones en la corte, y discusiones procedimentales, el tiempo seguirá corriendo mientras se analizan las pruebas alrededor de cada demandante.  

Chiquita ha usado como estrategia principal comprar tiempo para intentar alargar lo más posible los procesos contra de sus directivos: cada año que pase es un punto a favor para ellos. Una tercera abogada consultada para esta historia dice que a lo largo del juicio los abogados de la frutera siempre aparecían con una nueva declaración, un nuevo experto, así no fuera tan sólido: “El objetivo era cansarnos, cansarnos, es lo que hacen las corporaciones multinacionales. Es acabar con el enemigo con la seguridad de que muchos de estos casos de derechos humanos por lo general son defendidos por oenegés, que llegan a un punto en que ya no tienen el dinero para poder seguir litigando”. 

A pesar de las dilaciones, la sentencia dejó claro que los dineros que Chiquita giró a los paramilitares fueron usados para cometer crímenes de guerra como homicidios, secuestros, extorsiones, torturas, desapariciones forzadas, entre otros. El fallo en Estados Unidos determinó que la empresa era civilmente responsable de los delitos que cometieron las AUC en el departamento del Magdalena, y en el Urabá antioqueño, donde se ubica Chigorodó, el pueblo en el que Edelmira desfalleció pegada de una malla de seguridad durante veinte minutos de eternidad.

Mira el episodio de CONTRACORRIENTE sobre este tema:

El tiempo no borra la sangre

Es 7 de enero del año 2000 y en la radio están diciendo que una niña fue asesinada por la zona de Palos Blancos, en Turbo, y que el cuerpo está en Medicina Legal como NN. María Noemí Alcaraz de Oquendo escucha la noticia de labios de una amiga adonde fue a almorzar y solo hasta que regresa a su pequeño negocio de ropa interior en la plaza de mercado de Apartadó es que se siente sacudida por la premonición. 

La mala espina resulta casi inevitable si se tiene en cuenta que su sobrina Noelia de Jesús Alcaraz Flores, de 16 años, lleva tres semanas desaparecida. La noticia de la radio le llega como si un hierro caliente se le hubiese prendido a la piel. 

María Noemí se para del puesto, las piernas comienzan a pesarle. Se le mete en la cabeza una confusión horrible, son las palabras que usa para describir la sensación que la cobija. Guarda las prendas que tiene en exhibición, cierra el negocio y se va para su casa en el barrio Policarpa. 

El día de la desaparición, Noelia salió muy temprano de la casa en la que vive con María Noemí para ir a visitar al papá en una vereda del corregimiento de Nueva Antioquia, en Turbo. Pero nunca llegó. Era un trayecto de dos horas aproximadamente, que atraviesa una vía principal, y un retazo de carretera destapada. La joven iba vestida con un pantalón azul, y tenis blancos. En sus orejas colgaban unos pequeños aretes en forma de pato. 

Esta mujer nacida en Dabeiba, Antioquia, no se siente capaz de ir a Medicina Legal para constatar si subrina es la niña que encontraron en Palos Blancos. Y entonces le encomienda la difícil tarea a Claudia Patricia Alcaraz, su hija mayor, prima de Noelia. Se sabe que el cadáver que está en la morgue fue hallado hace algunas semanas, en horas de la madrugada. 

Todo esto me lo cuenta María Noemí veinticuatro años después en la casa de Birleyda Ballesteros, una líder social de Apartadó que lleva una vida ayudando a las víctimas del conflicto a gestionar engorrosos trámites ante el Estado para hacer valer sus derechos. Lo hace sin esperar ni recibir nada a cambio. La vivienda está sobre una callecita del barrio Cuatro de Junio de Apartadó, una zona popular a la que también ha arrimado con furia el conflicto. Allá llegan a tocarle a la puerta, como en romería, a veces sin el dinero del pasaje del bus para devolverse. En ese lugar descargan sus angustias e intentan resolver las preguntas que las agobian.  

 Entonces su hija fue a reconocer el cuerpo que habían encontrado… 

—Sí, ella fue a eso, ¿cómo es que se llama eso allá? Donde llegan los muertos.

¿La morgue?

—Sí, la morgue, Medicina Legal. Allá preguntó si por casualidad no tenían un caso así, entonces le dijeron que sí. Y le mostraron una foto y vio que podía ser ella, la sobrina. Estaba toda chorreada de sangre, pero no la reconocía bien. Y luego fue a la fiscalía y se la mostraron como en una pantalla, estaba toda bañada (de sangre) y ya vio que era ella. La reconoció porque tenía unos areticos, unos topitos de patico que le habíamos regalado.

¿Ha sabido en todos estos años cómo ocurrieron los hechos, ¿quiénes mataron a Noelia?

—Se cree que fueron los paramilitares, solo porque decían que ella iba y venía a Nueva Antioquia, eso es lo que la gente contó, que podía haber sido por eso.

Noelía, que solía visitar con frecuencia a su papá, Carlos Enrique Alcaraz, quedó en medio del control territorial que ejercían los paramilitares y las Convivir. Nueva Antioquia fue históricamente una zona de disputa con la guerrilla. 

El diminuto cuarto en el que María Noemí revive el asesinato de su sobrina está acondicionado como centro de estética y peluquería. Un ventilador pegado a la pared es insuficiente para ahuyentar el sofoco que se esparce casi corrosivo sobre el ambiente. Dentro de estas cuatro paredes el crimen de Noelía no es un hecho del pasado. Para su tía es como si hubiese acabado de ocurrir. Nombrar los crímenes en tiempo presente es una forma de traerlos de la trastienda del olvido. 

¿De qué vive ahora, señora María Noemí?

—De los huevitos que le ponen las gallinas y los hijos que me ayudan. Porque tengo unos hijos que no me los merezco.

Claro que sí los merece…

—Sí, ellos son todo para mí.

María Nohemí tiene ahora 77 años. Lleva el pelo corto por encima de las orejas, usa unas gafas de mucho aumento por las que se alcanza a filtrar una mirada cansada. Está envuelta en un aura triste. En una mochila tejida guarda los papeles arrugados que la acreditan como víctima en el caso de Chiquita Brands. Es una mujer morena que habla despacio y en voz baja, como si temiera que alguien escuchara lo que acaba de contar.  

Al día siguiente de la confirmación en Medicina Legal, el 7 de enero del año 2000, María Noemi va hasta el cementerio del pueblo a buscar la tumba en la que enterraron el cuerpo de su sobrina. El sepulturero dice recordar el momento en que llegó el cadáver de una jovencita que venía reseñada como NN. Como nadie la reclamó como suya, como nadie fue a llorarla, el hombre asegura haber inhumado el cuerpo en una tumba cuya ubicación es confusa. Agrega que, una vez terminadas las labores del entierro, dejó sobre la tierra húmeda los tenis blancos que llevaba la niña por si alguien los reconocía. Sin embargo, a los pocos días alguien se los robó. Y entre tanto muerto que llega, ya no se sabe bien dónde quedó la fosa. Noelia sigue enterrada por ahí en cualquier lado. 

La sentencia que en Estados Unidos ordenó a Chiquita Brands el pago de casi 2 millones de dólares a cada una de las ocho familias que fueron seleccionadas para el juicio preliminar parece una excepción frente a lo que les espera al grueso de las víctimas que aún no reciben una reparación. 

De 6.000 casos que están en litigio para futuros juicios piloto unos 1.600 están siendo representados por Paul Wolff, un abogado estadounidense que hizo un acuerdo con Chiquita para una compensación que ha sido tachada como desventajosa para las víctimas y muy fructífera para él. 

El acuerdo promete pagos de 3.404 dólares (13 millones de pesos aproximadamente) o 1.324 dólares (5 millones 200 mil pesos aproximadamente) por difunto, de acuerdo al tipo de caso. El arreglo que hizo Wolff con Chiquita y que ya fue aprobado por la corte del Distrito Sur de la Florida le reconoce al abogado, en cambio, unos honorarios que rondan los 4 millones de dólares.  

Dentro de las 1.600 familias que le firmaron poder a Wolff está María Noemí. ¿De qué depende si una víctima representada por este abogado recibe 13 millones de pesos o 5 millones? Del nivel en que esté calificado su caso. En el primer monto entrarían solo las personas que cuentan con certificado de defunción de su ser querido, la cédula de quien tendría derecho al pago, un documento que pruebe la relación que tenían con el difunto, y evidencia de la responsabilidad de las AUC en la muerte de la persona.

Al menos tres abogados que representan a otras familias en el juicio, criticaron desde Estados Unidos las actuaciones de Wolff. “Él queda en una situación bien compleja porque nosotros estamos con unas personas que tienen en firme una primera instancia que reconoce unos montos importantes (entre 2 millones y 2,3 millones de dólares por familia) y él está negociando por unas cuantías que incluso están por debajo de la reparación administrativa en Colombia”, me dijo uno de ellos.

Otro jurista añade: “El proceso por el que nosotros apostamos es serio pero también complejo y puede demorarse más, mientras que Wolff se instala en Urabá, atiende personalmente a las víctimas y pone a disposición un recurso con el que pueden contar en lo inmediato, pero que es poquísimo, es ínfimo”.

Wolff ha defendido públicamente el arreglo que hizo con la bananera usando dos argumentos. Uno: que él ha litigado este proceso durante 17 años y que las víctimas que le firmaron poderes tenían claro desde el comienzo el porcentaje que él recibiría por sus gestiones. Dos: Wolff cree que el fallo de las ocho víctimas se caerá en apelación y que al final la mejor oferta y la más segura será la suya. 

Chiquita Brands es la bananera más poderosa del mundo. Estimaciones de empresas de inteligencia de mercados como Zippia o CB Insights indicarían que en el año 2023 la multinacional recibió ingresos por 3 billones de dólares. En lo que sí coinciden la mayoría de abogados que representan a las familias que no están con Wolff es que si se hicieran en adelante juicios piloto por grupos de ocho o nueve víctimas el proceso no acabaría nunca. “No nos daría la vida”, dice uno de ellos. 

Lo que prevén desde estos bufetes es que se tendrán que adelantar algunos juicios similares al que se resolvió en junio de 2024 hasta que Chiquita se siente con las víctimas a proponer un acuerdo, uno que en todo caso esté acorde con lo que merecen las familias que han tenido que caminar la vida sobre tanto sufrimiento.

Del recuerdo nunca se desaparecen

Carmen Rosa Palacio Serna nació en el corregimiento de Chachajo, en el municipio de Alto Baudó, en Chocó. Pero en la cédula solo dice Alto Baudó. El día en que fue a sacar el documento el funcionario de la Registraduría que la atendió no encontró el nombre del pueblo en el listado de lugares posibles que pudieran existir en Colombia, y entonces dejaron así las cosas. 

Pero tan existe Chachajo que Carmen Rosa es capaz de describir en detalle las pocas casas de madera que se divisaban a orillas del río Baudó en la época en que decidió irse al Urabá a aventurar la vida. Hoy tiene 71 años y ocho hijos vivos de once que tuvo. Dos varones murieron de forma natural y de una más no se volvió a saber. 

Este hecho ocurre en marzo de 1997, en el barrio Las Flores, del corregimiento de Currulao, en Turbo. Los paramilitares tienen dominio absoluto del territorio, están en lo más alto de su incursión en Urabá. En la casa de Carmen Rosa todos duermen. De pronto tocan a la puerta. Dos hombres entran, dicen que van por Luz Marcela Palacio, su hija de 28 años. “Se la llevan y nunca más vuelvo a saber de ella. Mi hija no tiene esposo ni hijos, vive conmigo, no trabaja. Acá estoy denunciando esta desaparición. Mi hija no tiene problemas con nadie”, se lee en un papel roído que esta mujer negra de ojos marrones y tímidos carga en una bolsa plástica.

—Una mamá piensa muchas cosas, no me ven llorando porque ya lloré bastante—dice—.

Las investigaciones en contra de empresarios bananeros en Colombia por financiar a los paramilitares han ido más lentas que en Estados Unidos y eso ya es mucho decir. Pese a que en 2007 se firmó el acuerdo de culpabilidad en ese país, en 2012 la fiscalía colombiana precluyó el proceso en favor de los exdirectivos de Chiquita y Banacol. Hay argumentos para creer que tal vez los procesados nunca conozcan la justicia. Es un tema de tiempo: entre más transcurran los años, y más se demoren los procesos judiciales más posibilidades hay de que los responsables de financiar la guerra en el Urabá mueran de viejos y no respondan por sus actos.   

La cronología de las investigaciones lo confirma. Solo hasta 2018 la Fiscalía acusó formalmente a catorce exdirectivos bananeros de Chiquita y Banacol, y luego desvincularon a cuatro. En marzo de 2024 fueron incluídos en otro proceso 14 empresarios más del sector por entregar 33.000 millones de pesos a los paramilitares, como lo ha documentado ampliamente VORÁGINE en otros capítulos sobre el tema. Pero hay quienes creen que en septiembre de 2025 el caso podría prescribir, como también lo ha contado este medio.

Esto contrasta con las edades de los exdirectivos acusados por la fiscalía. Víctor Manuel Henríquez Velásquez, quien fuera presidente ejecutivo de Banacol hasta 2018, tiene 72 años. Fue uno de los empresarios antioqueños más influyentes de la región y es padre del actual presidente de la junta de la compañía. Álvaro Acevedo González, antiguo gerente de Banadex, filial de Chiquita, cumplió 71 años. El más joven de los investigados tiene 61.

Este también ha sido un proceso caracterizado por el hermetismo de la justicia. El 24 de julio de este año, desde VORÁGINE enviamos un derecho de petición al Juzgado Sexto Penal del Circuito Especializado de Antioquia, instancia en la que transcurre el juicio en contra de un grupo de exdirectivos bananeros de Chiquita y Banacol. Solicitamos copia del expediente completo con el ánimo de hacerlo visible a los lectores. 

Pese a que la ley contempla que el proceso en etapa de juicio debe ser público, el despacho no se demoró ni un día en negarlo. Presentamos entonces un recurso de insistencia y la jueza Diana Lucía Monsalve Hernández lo volvió a desestimar. No quedaba de otra que acudir a una acción de tutela. 

El 10 de octubre, la sala Penal del Tribunal Superior de Antioquia falló a nuestro favor, esto es, a favor de VORÁGINE y de sus lectores. En uno de los apartes de la decisión, el magistrado ordenó al juzgado que de manera inmediata nos suministrara copia o permitiera el acceso al expediente. 

Sin embargo, para la fecha de publicación de este reportaje la jueza no había liberado los documentos. A los pocos días del fallo, las prestigiosas firmas de abogados Prias Cadavid y Riveros Barragán, en representación de varios de los empresarios bananeros, impugnaron el fallo ante la Corte Suprema de Justicia. Lo mismo hizo la jueza. El tribunal aún no emite sentencia. 

Más que el derecho que pueda tener como periodista para acceder a la información, lo que está en juego en este episodio son los derechos de los ciudadanos a saber y a enterarse de las incidencias de un juicio histórico, siempre bajo el rigor del debido proceso y la presunción de inocencia de los acusados.

En el fondo y más allá de lo que decida la corte, fuentes cercanas al caso interpretan que el juicio penal en contra de los bananeros en Colombia ha sido desigual. De un lado están las grandes sumas de dinero que han tenido a disposición los empresarios para pagar abogados, informes de expertos y llamar a los estrados a testigos poderosos, en contraste con la situación social evidente en medio de la cual subsisten las víctimas. No hay que ser un experto para notarlo. 

“Estamos en un proceso contra diez empresarios que tienen entre sus defensores a los principales abogados en el país, a Jaime Lombana, a la firma Prías Cadavid, son cinco abogados que han tratado de entorpecer el proceso con la presentación de recursos, y pruebas numerosas para que pase el tiempo sin que se tome ninguna decisión”, dice Sebastián Escobar, abogado del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, oenegé que ha intervenido en el juicio.

A lo largo de tantos años de procesos inacabados, Chiquita y Banacol han contratado expertos de distintas disciplinas para posicionar ante los jueces una historia deformada del conflicto, construida con falsedades y omisiones convenientes que contradicen sentencias, informes y documentos. VORÁGINE se ha ocupado de contarlo en reportajes pasados. 

Cuando nacía un primogénito en una familia de Chachajo, los papás les cedían la crianza a los abuelos. Era una manera de asegurar la buena formación de los recién nacidos y de prepararlos para el dificultoso arte de vivir. Los padres inexpertos aprendían viendo cómo sus primeros hijos crecían más apegados a los viejos que a ellos mismos, de modo que cuando llegaba el segundo retoño ya se sentían listos para asumir la responsabilidad en propiedad. A raíz de esa costumbre, Luz Marcela, que era la mayor, terminó llamando mamá a la abuela y Carmen Rosa a Carmen Rosa, su auténtica mamá. 

Pero eso no supuso una distancia entre ambas, al contrario, siempre se sintieron cercanas y unidas por el hilo de la complicidad. Cuando Carmen Rosa habla de Luz Marcela sus ojos parecen apagarse. Hoy su muchacha tendría  55 años.  

—Yo la busqué, y la busqué, y la busqué. Y yo con esa esperanza de que me dijeran ‘doña Carmen, doña Carmen, apareció su hija’. (…) Y yo le oraba a Dios, le oraba, le decía, ‘señor, ayúdame, dame señal de mi hija. Si está viva, si está muerta’. Y usted cree que es la fecha en que mi hija no aparece. Entonces está muerta. Mi hija está muerta porque viva no puede estar.

La templanza ha florecido en Carmen Rosa por cuenta de las lágrimas que ha rociado sobre sí misma en veintisiete años de irremediable espera. 

—Guardo la esperanza como mamá, pero es que es muy difícil no tener noticias, no lograr cerrar, no poder cerrar. Yo le he dicho a muchas madres, ‘miren, más duro es no saber dónde quedó, dónde está, mejor es enterrar, porque uno enterró y lloró. 

¿Cada cuánto piensa en ella?

—¿Yo? Todos los días, señor. Aprendí a vivir con el dolor.

Algunos años después de la desaparición de Luz Marcela, Carmen Rosa halló una gota de sosiego, no en la huidiza realidad, sino en los confines de un sueño de medianoche. Por aquellos días estaba embarazada de Eni Joana, la hija que le sigue en edad a la desaparecida. Mientras dormía se vio así misma deambulando por una calle parando a todas las personas que se encontraba. Desesperada les preguntaba, “¿la ha visto?, ¿la ha visto?”. Y nadie respondía. “Mi hija es negrita como el papá, no es muy alta, es carianchita, tiene un cuerpito bueno, el pelo duro, es bonita”, ha sido su forma de describirla. 

Y resultó que en el camino se encontró a unas amigas de Luz Marcela que le dijeron, “¿cómo así? ¿usted no sabe? A ella la mataron, a ella la mataron”. Carmen Rosa les reclamó que no le hubieran contado antes y se dejó caer para seguir llorando hasta que se descubrió con los ojos aguados en medio de la vigilia de la noche. 

A partir del sueño, Carmen Rosa comenzó a creer que su hija no estaba viva. Y, aunque parezca contradictorio, la ilusión de volverla a tener en frente suyo ha seguido acompañándola desde remotos destellos que salen de sus pensamientos.

Pero los sueños no son señales, no es así que se cierran los duelos. Nicolás Sánchez, el periodista que me acompaña en esta entrevista le pregunta a Carmen Rosa si conoce algo de Chiquita Brands, la bananera más importante del mundo. 

—Yo de eso no sé, señor. De eso no sé nada, la verdad.

Los años de persecución

Con dos disparos en el rostro y dos en su cuerpo, la vida de  Edelmira se consume hasta agotarse. Pegada a la malla de seguridad de la terminal de transportes de Chigorodó sabe que no es capaz de moverse y que no le sale la voz, quisiera gritar pero no puede. Sin embargo, escucha todo a su alrededor, aún titila en ella algo de conciencia. Y por eso tiene tan presentes esas voces que dicen, “miren, esa es la muchacha que trabaja en el batallón”. Son voces que siguen retumbando por su cabeza veintisiete años después.  

—Dos policías me llevaron al hospital. Yo no podía hacer nada, yo estaba ‘encalambrada’. Allá me investigaron todo, la familia, mi vida. Y yo perdí toda la explicación de las cosas, no sabía cuántos hijos tenía, cómo me llamaba, dónde trabajaba—dice—.

De Chigorodó es remitida al Hospital San Vicente de Paúl de Medellín. En esa ciudad que no conocía comienza una vida errante.  

Ella está aquí, en la sala de la casa de Birleyda en Apartadó porque quiere que se sepa su historia. Entonces encadena frases que por momentos salen desordenadas. Este es un caso que en el mundo deberían conocer para que se entienda la dimensión de lo que significó el conflicto armado en Urabá y las cicatrices que dejó en la vida de miles de personas anónimas.  

Apartadó es una ciudad de 125.000 habitantes saturada de comercios, restaurantes, pequeños hoteles, últimamente centros comerciales y extensas plantaciones de banano. En menor proporción se divisan cultivos de plátano, cacao, maíz, yuca, arroz, ñame, otras frutas, y ganado. Es un pueblo que parece puesto sobre unas brasas calientes, una tierra a la que poco se asoman las nubes grises. El verde viche de las fincas bananeras y el azul estruendoso del cielo flanquean sobre la carretera principal que va hacia Turbo, el municipio donde los paramilitares mataron a Noelia hace veinticuatro años. 

Pero hay que saber mirar porque no todo el verde es el mismo verde, me dice un antiguo trabajador de Chiquita que nos acompaña en el viaje. Habría que vivir en la región para saber diferenciar las matas de banano de las de plátano. Las primeras están asociadas a la riqueza, al poder, a la agroindustria a gran escala, al empleo; las otras, a la subsistencia, a la pobreza casi.    

—Si se fija, los cultivos de plátano no superan las veinte hectáreas—dice—.

Aunque parecidas, las plantas de banano son de un verde más marcado, las del plátano lucen opacas y su tronco es un tanto más amarillo, me dice otro extrabajador de una finca bananera.

Más que una metáfora, el contraste es la fotografía nítida de lo que ha sido Urabá en las últimas décadas. El carro en el que vamos da un giro en dirección a Carepa, donde queda la Brigada 17, esa misma que comandó el general Rito Alejo del Río entre 1995 y 1998, época en que Chiquita y Banacol hicieron el grueso de los pagos a los paramilitares a través de las Convivir. En 2012, el oficial fue condenado a 25 años de cárcel por el asesinato del líder social chocoano Marino López. También es investigado por la masacre de Mapiripán y el asesinato del humorista Jaime Garzón. 

Nos estacionamos al frente de la unidad militar. Justo cruzando la vía principal, se levantan las ruinas de lo que fueron las oficinas de Banadex, filial de Chiquita. Aunque la multinacional se fue de Colombia, siguieron comprando fruta en Urabá, comenta el extrabajador de la empresa. 

La estructura de la edificación, conocida en épocas de esplendor como La Coqueta, hoy está invadida por árboles y maleza que se han ido metiendo dentro de los muros. Una fachada de baldosas blancas y azules renegridas le hacen acordar a este hombre las fiestas que los patrones ofrecían para los trabajadores en épocas decembrinas. Invitaban orquestas y les regalaban ron o aguardiente para que festejaran a lo grande, rifaban regalos, daban anchetas, como en cualquier compañía que a fin de año obtiene resultados satisfactorios. Al fondo había una piscina, más allá unos quioscos. La entrada siempre estaba resguardada por vigilancia privada y militares. Todo funcionaba como un reloj. Urabá era en sí misma una pequeña república bananera en donde La Coqueta hacía las veces de palacio presidencial.

Pero lo importante del edificio no eran las fiestas esporádicas, sino las decisiones corporativas que allí se tomaban. Dentro de estas paredes desechas funcionaba el centro administrativo de Banadex. Desde aquí despachaba la cúpula directiva local y los ejecutivos extranjeros cuando visitaban la zona.

En la contabilidad interna de Chiquita quedó consignada una prueba que no fue tomada en cuenta en el acuerdo de culpabilidad que la multinacional firmó en Estados Unidos. 

“La evidencia documental no establece de manera definitiva cuándo la empresa realizó su primer pago a una Convivir, pero sugiere que Banadex (filial de Chiquita) estaba haciendo pagos a una entidad Convivir antes de la reunión con (Carlos) Castaño a finales de 1996 o principios de 1997. Según notas manuscritas tomadas por Bud White en una reunión del 7 de mayo de 1997, la empresa pagó $21,763 dólares a las Convivir en 1996”.

Aquí las fechas son importantes. En el juicio que se surtió en Estados Unidos se estableció que Chiquita hizo pagos a las Convivir entre 1997 y 2004, pese a que había pruebas en la contabilidad que indicaban que los recursos se habían girado desde 1996. Algunas de las víctimas acreditadas en el proceso en ese país podrían ser descartadas para una posible reparación justamente porque los hechos ocurrieron antes de 1997.

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Por la vereda Monteverde II, en jurisdicción de Turbo, los paramilitares suelen andar en una camioneta blanca. Se mantienen dando rondas, dicen que en ese carro montan a la víctima para hacer aquello que todos saben pero que nadie se atreve a comentar.

Es 28 de mayo de 1996 cuando Darney María Sánchez Gómez, de 19 años, los ve llegar a su casa, una estructura en obra gris que lleva meses levantando con Miguel Daza Rivera, su compañero. También vive ahí la hermanita menor de ella.

—Ellos eran personas que se movilizaban por ese lugar, cuando les gustaba una niña, como que persistían e insistían hasta que tenía que ceder a lo que ellos dijesen.

Es temprano en la mañana. Tres paramilitares vestidos de civil se bajan de la camioneta y preguntan por Miguel. Darney, que tiene pocas semanas de embarazo, les contesta con la verdad, que él no está, que salió temprano a ordeñar una vaca.

Entonces los hombres se quedan afuera y destapan una botella de aguardiente. Se ríen, conversan, molestan. Darney alcanza a distinguir entre ellos a alias “El Tigre” y a “Coyote”. Son reconocidos paramilitares de la zona. 

Miguel tiene 25 años y no tarda en llegar. Toda esta escena corre en frente de Darney, quien ve cómo encañonan a su pareja, y se lo llevan unos metros más allá. Le descargan varios tiros. Usan un arma corta, es posible que un revólver. El cadáver de Miguel yace sobre la calle mientras Darney, en shock, comienza a sangrar. 

—Ahí es cuando ellos hacen eso, le dañaron toda la cabeza, todo, le sacaron sesos. Y se vinieron para donde nosotras estábamos.

¿Y quiénes son ‘nosotras’?

—Mi hermanita y yo. Ella tenía 11 añitos. Y ahí fue que me cogieron a mí y me hicieron lo que me hicieron, porque me lo hicieron a mí. “Coyote” me metió para la pieza, lo hizo dentro de la casa. Mi hermanita le gritó palabras soeces y le dijeron ‘te salvas porque eres menor de edad, de lo contrario, te dejamos ahí tirada también’. Y me dijeron a mí que si yo hablaba, acababan hasta con el nido de la perra.

Entre varios vecinos llevan a Darney al hospital. No dura mucho tiempo allí porque tiene que ocuparse del entierro de Miguel. Cuando están entrando al cementerio, ella se percata de que varios paramilitares se asoman desde distintos flancos. La han estado persiguiendo todo el tiempo. Es en ese momento que le mandan a decir, mientras sepulta a su compañero, que desocupe cuanto antes la casa en la que vive. Y es por eso que Darney se desplaza con su hermanita y termina viviendo por un tiempo en el corregimiento El Tres, de Turbo.  

Es difícil poner en palabras lo que los paramilitares le hicieron a Darney, a quien con los años le diagnosticaron cáncer de cuello uterino. 

—A raíz de todo eso fue mi enfermedad, son secuelas que le quedan a uno—dice acodada sobre una mesa de pintar uñas en la peluquería de Birleyda—. 

A los 44 años, vive en arriendo con sus dos hijos en un barrio del corregimiento El Reposo, de Apartadó. Dice que sueña con terminar de construir una casa en madera que intentó levantar en un pequeño lote que consiguió hace unos años en Mutatá, otro municipio del Urabá. Pero los fuertes vientos la tumbaron y el proyecto quedó abandonado. Quedarse allá igual hubiese sido inviable si se tiene en cuenta que es en Apartadó donde le suelen programar citas para el tratamiento del cáncer. 

—Hay días que me levanto y es como que no tuviera fuerzas. Pero sigo tratando de perseverar y luchar. Uno como víctima del conflicto armado no pide que le suceda esto. Por ejemplo, yo no pedí que me violaran. (…) Eso es algo que uno quiere olvidar, pero esas son las cosas que siempre quedan ahí. Y más a nosotras las mujeres. Fuimos carne de esa gente, porque eso fue lo que ellos nos hicieron.

Horas antes, Edelmira retomaba su relato sentada en la misma silla de la peluquería. Varias víctimas habían llegado hasta la casa de Birleyda para revivir sus historias y dejar constancia de este capítulo de la violencia paramilitar por el que pocas veces les han preguntado en tantos años. 

Que Edelmira haya sobrevivido después de recibir cuatro disparos, después de permanecer durante veinte minutos desangrándose al lado de una malla de seguridad es lo más parecido a un milagro. Le tomo una fotografía mientras habla para que no se me olviden sus facciones. Es la imagen de una mujer tímida, de abultadas ojeras, que se recoge el pelo con una moña mientras mira de reojo hacia algún lugar de la sala.  

—Como a los nueve días ya volví, abrí los ojos. Del hospital San Vicente de Paúl me echaron para donde un hijo que se hizo cargo de mí, él trabajaba vendiendo ensaladas, se rebuscaba la vida. Sobreviví y me entregué a Dios. Yo pasé mucha hambre, una señora nos daba la comida.

Edelmira se escondió durante ocho meses en Medellín, en un barrio cuyo nombre no recuerda. De hecho no sabe en qué parte de la ciudad vivió mientras se recuperó de las heridas. A Urabá no pudo volver en un largo tiempo.

—Muchas veces aguantamos hambre con mis hijos—dice con un hilo de voz—.

Y continúa…

—Me llamaron un día para decirme que me estaban buscando para terminarme de…

Hace de nuevo una pausa, no termina la frase. De su boca no sale la palabra “matar”, y no es necesario que la pronuncie porque su significado se queda revoloteando en medio del silencio que flota en la peluquería de Birleyda.  

Me cuenta que tuvo seis hijos. Con algunos de ellos se trasladó a Cali, luego a Montería donde vivían algunos familiares. En tiempos difíciles tuvo que dormir en el suelo, en otras ocasiones salió a flote gracias a la caridad de los vecinos. La mayoría del tiempo trabajó en casas de familia como empleada doméstica. A Chigorodó volvió hacia el año 2003, cuando los paramilitares aún dominaban el territorio. Se resguardó en la casa de su mamá, en el barrio Las Brisas.

Durante varios días estuvo encerrada, no salía ni al andén. Así hasta cuando los grupos armados supieron de su presencia. Un día un hombre tocó a la puerta y le pidió la cédula. Le dijo que se llevaría el documento para adelantar una investigación. Y que si no debía nada simplemente se lo devolvía. 

—Le pedí que si yo aparecía en algo, que al menos me diera tiempo para ir a entregar a mis hijos. Como al mes volvieron al ranchito. Era una mujer. Me entregó la cédula y me dijo que con ellos no tenía problema, que podía andar libre. 

Edelmira no volvió a saber nada del militar para quien trabajaba como empleada doméstica en la Brigada 17. Se trataba del coronel Jorge Eliécer Plazas Acevedo, a quien apresaron en 2014 después de estar prófugo durante más de una década. Una noticia resume así su prontuario: “El capturado excoronel del Ejército, conocido en el mundo del paramilitarismo como ‘Don Diego’, no solo tiene a cuestas responsabilidades penales en el crimen del humorista y periodista Jaime Garzón, y en la muerte de los investigadores del Cinep, Mario Calderón y su esposa Elsa Alvarado. Su paso por la brigada en el Urabá antioqueño también dejó algunas huellas que han sido destacadas por exjefes paramilitares de las AUC”.

Edelmira nunca supo las razones por la cuales atentaron contra su vida ni mucho menos el motivo de la persecución. Se especuló que la mujer a la que asesinaron al lado suyo en el bus estaba siendo acusada de robar uniformes para la guerrilla. Pero solo fueron rumores que nunca nadie confirmó. 

A los 67 años, a Edelmira le sobreviven dolores, los del alma y los del cuerpo. Todavía siente quemonazos en su espalda de cuando en cuando como consecuencia de las balas. Sus arrugas se confunden con las cicatrices que le quedaron en el rostro. Cada vez que viaja a Chigorodó le dice al conductor del bus que la deje dos cuadras antes de la terminal de transportes. Nunca ha sido capaz de volver a pisar ese lugar. Es una mínima forma de esquivar un pasado que sigue bullendo en el presente.    

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FIN

Este trabajo contó con la colaboración y la producción en campo del periodista Juan Arturo Gómez.

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