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El país de las masacres
El país de las masacres

Cuando la muerte se esparció por las montañas de Tacueyó

La marihuana más cotizada que se ofrece en colegios, universidades, parques y esquinas del país proviene del norte del Cauca. Cada tanto, el tráfico de esas plantas se riega con sangre de indígenas Nasa, asesinados con disparos de fusil. ¿Por qué los guardias que los protegen insisten en defenderse con bastones de madera?

Masacre de Tacueyó, Toribío, Cauca
29 de octubre de 2019

Por: José Alejandro Castaño

El lugar tiene un nombre afín a la masacre que allí se cometió. Se llama La luz. Para llegar se toma un desvío de la carretera asfaltada entre los municipios de Santander de Quilichao y Corinto, en la provincia norte del departamento del Cauca, en las estribaciones del Macizo Colombiano, donde emerge el ramal central de la cordillera de los Andes. Aquel es un camino de tierra pedregosa y discurre en la margen izquierda del río Palo, el sumo señor del paisaje al que numerosos arroyos le tributan sus aguas en abundancia, incluso en la época de los veranos más intensos. Todo en el Palo se ve arisco, esquivo, indócil: su color polvoriento, su corriente furibunda, las piedras que emergen de su fondo, las montañas que se levantan en sus riberas, algunas de un modo tan súbito que las pendientes forman cantos agudos, de setenta o setenta y cinco grados, como el de una escalera sobre una pared. Pero no hay quien suba por allí, excepto el camino mismo, entre recodos y precipicios, y que llega hasta el resguardo de Tacueyó, municipio de Toribío, el último pueblo de esas lejanías donde han muerto asesinados cientos de indígenas de la comunidad Nasa. Cientos.

La masacre ocurrió sobre un tramo del camino que, a la izquierda, bordea un despeñadero de unos cincuenta metros de profundidad y, a la derecha, una cantera de roca de unos veinte metros de altura. Cerca de veinte sujetos pertrechados con fusiles, ametralladoras y lanzagranadas dispararon contra una muchedumbre de guardias indígenas armados apenas con sus bastones de mando, de madera de chonta y con cintas de colores que representan el sol, el agua, la madre tierra, la sangre de sus compañeros asesinados. Los hechos de aquel día fueron concebidos nueve meses antes. Los habitantes de Tacueyó recuerdan que fue una gestación lenta y tremebunda, y que ellos, abandonados a su suerte, no tuvieron a quien pedirle auxilio, salvo a ellos mismos, la Guardia Indígena, conformada por hombres, mujeres y niños Nasa. El recuento de algunos hechos permite advertir la monstruosidad que allí se parió, en La luz, el martes 29 de octubre de 2019, a eso de las 3:30 de la tarde.

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Los panfletos amenazantes comenzaron a llegar al pueblo en enero, en los buses escalera que subían desde Santander de Quilichao y Corinto con pasajeros y víveres. En el camino salían hombres, a veces con uniformes, a veces sin ellos, siempre con armas, y entregaban esas hojas mal escritas como si fueran cartas urgentes, sucias de improperios y de mentiras. Después de tanto tiempo y de tantos muertos, los indígenas Nasa saben que lo único cierto de los panfletos son las amenazas que profieren, y por eso nunca los ignoran. Las hojas también llegaban en motocicletas, en camperos, en las recuas que subían a Tacueyó con bultos de café, fardos de caña y cantinas de leche. En los nueve meses en que se gestó la masacre recibieron treinta y siete panfletos, uno cada semana, en promedio. Los firmaban los Rastrojos, las Águilas Negras, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, el Cartel de Sinaloa… todas autorías mentirosas. La única tropa con pertrechos de guerra en esos parajes del Cauca, además del Ejército, es la columna móvil Dagoberto Ramos, una disidencia de las antiguas Farc integrada por guerrilleros de su sexto frente y de las columnas Gabriel Galvis y Jacobo Arenas.

Nadie en Toribío tenía dudas de que los responsables de las amenazas eran los guerrilleros que habían decidido rechazar el Acuerdo de Paz, firmado el 24 de noviembre de 2016. Algunos de ellos eran indígenas conocidos, nativos de allí mismo y, sin embargo, cebados contra sus propias comunidades por el dinero que, en esos montes, producen los cultivos de marihuana creepy, la más apetecida y mejor pagada debido a la alta concentración de tetrahidrocannabinol, su principal constituyente psicoactivo. Es tan simple como lacónico: las flores de esa planta, donde se concentra su poder estupefaciente, marchitan la paz en las montañas del norte del Cauca. La explicación es elemental, como el dispositivo mecánico de resorte, rodillo y piedra de los encendedores a gas de cigarrillos: las autoridades indígenas desaprueban que las familias siembren marihuana aunque cosechen fortunas. Allí está la raíz de las amenazas de la Dagoberto Ramos, en las plantas, en el temor de que su parte en el multimillonario negocio de los fumadores de hierba se les esfume. Los panfletos amenazantes así lo evidencian.

Una de las palabras más veces escrita en ellos es sapos, sustantivo que la jerga criminal metamorfoseó en adjetivo, y uno tan categórico y lapidario que los criminales colombianos lo usan para injuriar y sentenciar. Los sapos mueren estripados, reza una expresión mafiosa convertida en refrán popular, es decir, en constancia cotidiana. Desde el florecimiento de la marihuana creepy, del auge de su venta, las parcelas de cientos de familias indígenas en el norte del Cauca se tecnificaron con recursos de invernadero que incluyen sistemas de riego y de radiación nocturna con luces led. En la oscuridad de la noche, las laderas se ven resplandecer, parecen barrios contiguos con calles rectangulares. La lejanía y la enormidad de las montañas acrecienta el espejismo. A otros, las luces en formación les pueden recordar las naves espaciales de las películas, gravitando allí en la oscuridad del cielo. Cuando truena y las cimas de la cordillera se iluminan con rayos y centellas parece que ha comenzado una guerra cósmica por la supervivencia. Se oye pueril, pero no lo es en absoluto.

Ocho meses después de que comenzó el griterío de panfletos, el clima de tensión era tan manifiesto en Toribío que algunos guardias indígenas decidieron que lo mejor era quitarse sus pañoletas y chalecos de identificación cuando se aventuraban solos por el vericueto de los cerros, y hacerlo incluso sin sus bastones de mando, el símbolo más importante de la autoridad ancestral que representan. Antes, casi siempre, los antiguos guerrilleros de las Farc bajaban sus fusiles cuando los guardias levantaban sus bastones. Pero en aquellos días de agosto de 2019 algo había empeorado, y era notorio. La noticia más importante del país era la inminente posesión de Iván Duque, elegido presidente por el partido político que impulsó el voto en contra del Acuerdo de Paz en el plebiscito que debía ratificarlo. El temor de las comunidades del norte del Cauca era que el nuevo gobierno no implementara el acuerdo, o que lo hiciera de un modo tan tardío que no lograra detener la influencia de las disidencias armadas. Y así fue: la Dagoberto Ramos instaló a un grupo de sus hombres en los cerros próximos a Tacueyó y la presión sobre los líderes indígenas se acrecentó.

El 1 de agosto fue asesinado el guardia Gersain Yatacué, después de acompañar una misión del Proyecto Nasa, el mayor emprendimiento social de los cabildos indígenas del Cauca y que ha dado origen a empresas asociativas, como Truchas Juan Tama, Lácteos San Luis y Café Tacueyó, propiedad de cientos de familias indígenas que se negaron a cultivar marihuana. Dos días después, el 3 de agosto, fue asesinado el líder campesino José Eduardo Tumbo y, a la mañana siguiente, el médico ancestral Enrique Guegia. ¡Están cumpliendo las amenazas de muerte de los panfletos!, escribieron las organizaciones indígenas en sendos llamados de auxilio. Los gobernadores de los resguardos suplicaron una vez más que el nuevo gobierno, a pesar de que el presidente electo Iván Duque y su partido político eran refractarios al proceso de paz, cumpliera el acuerdo. No había tiempo que perder: su implementación era necesaria para frenar el avance de los narcotraficantes y de sus socios armados en la zona, los exguerrilleros de la Dagoberto Ramos. Pero nadie pareció escucharlos, a pesar de ver a la muchedumbre llorar y suplicar en los sepelios.

El 10 de agosto fueron asesinados los guardias Eugenio Tenorio Yosando, Kevin Ademir Mestizo y Julio Taquinas Pilue, mientras viajaban en un bus escalera hacia Toribío para coordinar la seguridad de una feria de caficultores que iba a celebrarse al día siguiente en Tacueyó, con la posible visita de Juan Valdez, el mítico personaje de la marca de café más famosa del mundo. Otros siete guardias resultaron heridos en ese ataque. ¿Cuánta sangre hacía falta que corriera? Mucha más.

En los sepelios, y como parte de un rito de memoria colectiva, los indígenas desfilan junto a los ataúdes para despedirse de los suyos. Los padres y las madres lo hacen con sus hijos pequeños y los niños y las niñas contemplan el rostro enmudecido de los muertos, que sin embargo gritan. Aquellos son sepelios largos, a veces de días, y los ataúdes recorren la polvareda de los caminos para arriba y para abajo. La sensación a mediados de octubre de 2019, al comienzo del gobierno de Iván Duque, era la misma cuatro años después, al final de su mandato: que la matanza de indígenas en el Cauca nunca fue lo bastante dolorosa y que es parte de un horror habitual, de una tragedia rutinaria, normalizada.

El país de las masacres
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La última advertencia sobre lo que todos temían que sucediera ocurrió una noche antes, a eso de las 7:00 p.m., el lunes 28 de octubre. Una camioneta embistió los troncos de madera con que los guardias indígenas restringían el paso frente a la sede del cabildo de Tacueyó, en la calle principal del pueblo. Uno de los mayores temores en esos días era que la Dagoberto Ramos los atacara con explosivos. En pocos lugares del país se detonan más bombas que en el norte del Cauca. Esa palabra, soldada a otras de modo perverso, refleja su uso más habitual y tremebundo en Colombia, uno de los países más violentos de América Latina: carrobomba, motobomba, bicicletabomba, perrobomba, burrobomba… El peor atentado cometido en Toribío ocurrió el domingo 9 de julio de 2011, frente a la estación de Policía, las calles colmadas de familias en día de mercado. Las antiguas Farc explotaron un bus-escalera-bomba sin medir sus consecuencias, o midiéndolas sin ninguna misericordia. Ocho años después, la camioneta que embistió los troncos de madera frente al cabildo de Tacueyó no se detuvo. Los guardias corrieron y dieron la voz de alerta.

Arbey Noscué, coordinador de la Guardia Indígena en Tacueyó, recuerda que a esa hora estaba reunido con Cristina Bautista Taquinás, una de las gobernadoras del cabildo, un cuerpo colegiado de seis gobernadores. Estaban hablando del miedo y del acecho, de no dar papaya, ese otro sustantivo trucado en adjetivo de advertencia por desgracia de la violencia, que amarga incluso lo más dulce. Solo en Colombia dar papaya se entiende como un gesto indeseable y peligroso. Cuando oyeron el alboroto y los llamados de urgencia por las radios de comunicación, el coordinador de los guardias salió a la calle y propuso perseguir a los agresores, aprovechando que esa noche tenían allí una de las camionetas blindadas que les ha provisto la Unidad Nacional de Protección. Fue una decisión impetuosa, a la desesperada, después de tantos meses acorralados por el miedo. En el vehículo, además de Arbey, iban otros dos guardias indígenas. Las luces de la camioneta alumbraban la oscuridad de los cerros a brincos y ramalazos, con chirrido de llantas. Finalmente alcanzaron a los agresores ahí, en La luz, donde ocurriría la masacre al día siguiente, pero quién podía saberlo.

El carro de los agresores se detuvo, ellos también, unos metros atrás, diez o doce. El caparazón de los carros blindados impone una sordera que apenas deja oír los ruidos de afuera. Los tres hombres adentro de la camioneta del cabildo solo oían sus propios jadeos entrecortados, como si hubieran llegado hasta allí a pie, corriendo, dando saltos. Decidieron esperar, no moverse. En ese punto del camino, afuera, se oye uno de los ríos tributarios del Palo, una cañada que corre desde lo alto de las montañas. Y en esa época también se oye el canto de las chicharras, que emergen para aparearse después de meses ocultas bajo la tierra. De la otra camioneta, despacio, se abrieron dos puertas, una adelante, otra detrás. Dos hombres descendieron e hicieron ademanes de impaciencia, como preguntando qué quieren, qué buscan, y a continuación abrieron fuego con disparos de pistola. Arbey dio la orden de retroceder y donde pudieron, dieron vuelta y regresaron a Tacueyó. Ya en la sede del cabildo revisaron la camioneta y no le vieron huella de impactos. Dimos papaya, se reprendieron los hombres con el corazón todavía a la carrera.

Esa noche decidieron comprar un dron para sumar patrullajes aéreos a sus recursos de vigilancia. Cristina, la gobernadora del cabildo, les dijo que madrugaría a Popayán, a la sede de la Organización Nacional Indígena de Colombia, para pedir dinero y comprar el aparato. La ferocidad de un ataque masivo parecía inminente. Ella era trabajadora social y la autoridad más joven del resguardo, treinta años, siempre serena, incluso cuando tomaba la palabra en los sepelios de los guardias asesinados para recordar que la valentía no estaba en las palabras sino en los actos, y que el miedo solo podía asustarlos pero no paralizarlos. “Si hablamos nos matan, si callamos también, entonces hablemos”, dijo tantas veces y en tantos sepelios que esa frase perdura escrita en paredes de Corinto, Toribío y Tacueyó, y en pancartas de tela atirantadas sobre los caminos. También es una frase que se repite en los discursos durante los sepelios que los grandes medios de comunicación ya no reseñan, convencidos al parecer de que lo repetido una vez y otra vez y otra vez no es noticia porque no reviste novedad. Lo repetible es lo hermoso y feliz, aunque sea mentira, jamás lo abominable y triste, aunque sea verdad.

El país de las masacres
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Al mediodía del martes 29 de octubre se reportó un llamado de urgencia. Floresmiro Noscué y los demás guardias oyeron en sus radios de comunicación que llevaban a dos personas secuestradas en una camioneta. El vehículo iba en dirección del Palo y había que detenerlo antes de que se alejara. Los primeros en atender el llamado fueron Crescencio Peteche y Nora Elena Taquinás, también gobernadores del resguardo. Con ellos, en una de las camionetas blindadas del cabildo, iban tres guardias indígenas. Ellos fueron los primeros en alcanzarlos y en rebasarlos en la vereda La luz, allí donde el camino se ancha contra el cerro por la cantera de roca. Su decisión fue atravesarles la camioneta e impedirles el paso. Y lo consiguieron, porque el vehículo con los supuestos secuestrados se detuvo de inmediato, a unos veinte metros de distancia. Un rato después se oyó en la radio que eran dos los vehículos sospechosos, ambas camionetas con los vidrios polarizados. Crescencio Peteche pidió refuerzos, que en el caso de la Guardia Indígena se limitan a más compañeros con sus bastones de mando y nada más. Corran, dijo el gobernador, su voz serena pero imperiosa. Corran.

Arbey Noscué Silva acababa de llegar a su casa, en la vereda La playa. Él recuerda que justo iba a quitarse las botas para refrescarse y darse un baño antes del almuerzo cuando escuchó el pedido de apoyo de sus compañeros, entonces se puso de nuevo su sombrero y apuró el paso hacia La luz, a donde llegó doce minutos después. Algo lo previno, lo asustó aún más, si tal cosa era posible: allá arriba, sobre la pequeñez de Tacueyó, se había posado una nube gris, robusta y pesada, como una piedra a punto de aplastarlos. Él dice que aquello fue una señal de la tragedia que les iba a llover, aunque no imaginó que fuera a ser una desdicha tan dolorosa. Cuando llegó a La luz se encontró con la noticia de que las dos personas secuestradas ya habían sido liberadas, pero esa parte del relato es confusa, incluso para él, testigo de los hechos. Porque hasta ahora nadie parece confirmar la identidad de los supuestos secuestrados y su sospecha es que, quizá, nunca los hubo y que aquello, tal vez, fue una celada, una trampa. Media hora después del llamado de urgencia, los guardias eran quince, después veinte, después treinta...

Adelmo Vitonás, coordinador de los guardias, fue hasta al primer carro de los sospechosos y les tocó la ventana con los nudillos, un gesto de suma valentía, siendo aquellas las circunstancias y él inerme, aferrado a su bastón de mando. Entonces los hombres bajaron un vidrio y le apuntaron con un fusil. ¿Qué pasa?, le dijo uno. Él lo reconoció. Era alias ‘Barbas’, jefe de la facción de la Dagoberto Ramos en esos parajes de Toribío. Las dos personas que llevábamos ya se bajaron, agregó, y volvieron a subir el vidrio. Pero no se movieron, ahí se quedaron. Si ya no llevan secuestrados retirémonos, dijo Arbey, que se vayan, aquí no tenemos cómo refugiarnos de disparos de fusil. Fue un momento de máxima tensión. En ese punto el camino que sube a Tacueyó se amplía unos metros a la derecha, hacia la falda de la cantera de roca. Ese espacio de más evitó que los vehículos que subían y bajaban se represaran atrás de las camionetas estacionadas. Arbey recuerda que un rato después pasó la gobernadora Cristina, de regreso de Popayán. Pero decidió seguir de largo hasta el pueblo, a unos diez minutos de distancia.

Parecía que lo más grave, el aparente secuestro, ya se había conjurado y solo faltaba que alias ‘Barbas’ y sus hombres decidieran irse, pero no lo hicieron, ahí siguieron, estáticos, los vidrios polarizados arriba, herméticos. Entonces se largó a llover y los guardias, que habían tomado posiciones abajo, arriba, en los cerros, comenzaron a vestirse con capas impermeables de colores. Nada en su vestimenta es camuflado, ni pretende serlo, al revés: la intención es ser vistosos, reconocibles incluso desde lejos, y por eso cuando patrullan lo hacen silbando y hablando, saludando en voz alta. Arbey les dijo a los que estaban ahí con él que no se pusieran sus capas, que mejor se mojaran. Él temía que los impermeables les impidieran correr, saltar. ¿Y si todo era parte de una trampa?, pensó, entonces recibió una llamada, era de un primo de la vereda El Boquerón, hacia las faldas altas de la cordillera. Le dijo que había visto pasar un furgón con hombres armados en dirección de Tacueyó. No fue la única llamada. Alguien les avisó de otro furgón que subía con tropa desde El pajarito, una vereda cercana, en la parte alta del Palo. Era previsible que esos hombres llegaran primero.

Advertida de la inminencia de más hombres armados, la gobernadora Cristina fue a La luz para intentar conversar con alias ‘Barbas’. En ese momento y bajo semejante amenaza ya no era posible replegarse, rodeados por ambos flancos del camino y con el pueblo tan cerca, expuesto a su violencia. Y fue lo que llegó diciendo, hablemos, hablemos, esto lo resolvemos hablando. Pero ya no hubo tiempo. Eran las 3:30 de la tarde y la monstruosidad que se estuvo gestando nueve meses, desde comienzos del año, se parió allí mismo, a esa maldita hora. El primero en llegar fue el furgón de El pajarito envuelto en una polvareda. Sonaron las primeras ráfagas. Esos disparos fueron altos, contra el barranco. Tranquilos, vamos a hablar, insistía la gobernadora Cristina. Pero antes de que pudiera acercarse a la camioneta de ‘Barbas’, los hombres del furgón saltaron disparando, esta vez bajo. El tiro que mata no se oye. O sí se oye, pero distinto. Uno es el ruido de la detonación que lo dispara, y otra la bala que corre feroz. Esa parece un salivazo, un soplido de viento apenas audible. El ruido, su fragor, ocurre cuando choca con algo: roca, árbol, baranda, neumático, rodilla, axila, boca...

Algunos, los más afortunados, encontraron refugio en las piedras de la cantera, ahí se acurrucaron. Otros, los que pudieron, se lanzaron al vacío de rastrojo al borde del camino. La gobernadora se lanzó allí, pero no saltó lejos. Todavía insistía en conversar, en disparar su única arma. Una de las guardias que estaba con ella le dijo que saltaran abajo, que las iban a matar. Ella no creyó, se resistió. Arbey Noscué tuvo suerte y saltó al foso de una alcantarilla. Ahí acurrucado sentía pasar las balas y chocar con el tronco de los árboles. Él recuerda que veía las hojas y los tallos caer como cortados por una guadaña y mientras tanto se palpaba el cuerpo, por si algún tiro lo había alcanzado. Afuera de la alcantarilla se oían gritos. Entonces, por el flanco alto del camino, llegaron los hombres de El Boquerón, al mando de alias el ‘Indio amansador’, un indígena Nasa nacido allí mismo. Iban pertrechados con ametralladoras M60 y lanzagranadas, una fuerza brutal contra hombres y mujeres armados con palos de madera. La gobernadora Cristina recibió un disparo en la pierna, pero siguió con vida, hasta que los hombres de El Boquerón la remataron. El ataque duró menos de quince minutos.

¡Ahí tienen, malparidos!, gritaron los asesinos cuando ya se iban, el gentío desperdigado detrás de las piedras de la cantera, de los árboles, de las malezas del barranco. ¡Eso les pasa por sapos, hijueputas!, les escupieron feroces mientras abordaban las camionetas en las que habían llegado y huían camino arriba, por el desvío hacia El Boquerón. Todo pudo ser peor: los disparos alcanzaron a doce indígenas, a cuatro de ellos de manera fulminante: José Gerardo Soto, Asdrúval Cayapú, Eliodoro Inscué, James Wilfredo Soto y Cristina Bautista Taquinás, dada por muerta en el centro de salud de Tacueyó media hora después, adonde sus compañeros insistieron en llevarla porque en la algarabía de los gritos uno dijo que aún le sentía el pulso. Hay poco que contar que no sea lo mismo. Desde aquella masacre, casi tres meses después de posesionado Iván Duque, los indígenas asesinados en el Cauca suman decenas. Decenas. Y la extensión de los cultivos de marihuana sigue creciendo, abonados por el incumplimiento del Acuerdo de Paz. Ninguno en Tacueyó se extraña con lo que sucede, todos se duelen.

Con el comercio nacional de marihuana ocurre lo mismo que con el comercio internacional de cocaína: las mayores ganancias son para quienes venden las dosis entre los adictos. Las bandas que pagan el sueldo de los exguerrilleros de la Dagoberto Ramos lo hacen con las fortunas diarias que recogen en las calles de Medellín, Cali, Bogotá, el Eje Cafetero y Barranquilla, centros a su vez de distribución regional. Los alijos de la marihuana más cotizada del país, con el mayor poder alucinógeno, salen camino abajo, primero hacia la carretera entre los municipios de Corinto y Santander de Quilichao, y después hacia la vía Panamericana, que recorre Colombia de sur a norte. A veces, en los muchos retenes de control policial, las autoridades confiscan alijos de la creepy cultivada en el Cauca. Pero se sabe que la mayoría de ellos, ocultos en camiones de carga y de mudanzas, en buses de pasajeros y en vehículos particulares, llegan puntuales a los depósitos de los mayoristas, donde se abastecen los expendedores de las calles, los barrios, las universidades, las cárceles, los colegios, y los del servicio de dosis a domicilio, acrecentado durante el encierro de la pandemia.

El 23 de junio de 2020, alias el ‘Indio amansador’, cuyo nombre es Fernando Israel Méndez Quitumbo, fue capturado en Caloto. En su cuello brillaba una cadena de oro, en sus ojos, nada. Una fiscal de la Unidad Especial de Investigación le imputó los delitos de homicidio agravado, tentativa de homicidio, secuestro extorsivo agravado, concierto para delinquir agravado y porte ilegal de armas de uso restringido. Él está preso en la cárcel de Valledupar, en espera de varias sentencias. A alias ‘Barbas’, cuyo nombre era Ignacio Herrera Pavi, las autoridades lo dieron por muerto meses después. Según Raúl González Flechas, director de la Fiscalía Seccional en Cauca, sus mismos hombres lo asesinaron y trasladaron su cadáver a un punto entre Toribío y Corinto para que su familia lo sepultara.

Pero la sangre de su muerte no lava la sangre de sus muertos, ni alivia el miedo. Ahora más que nunca, las montañas de Tacueyó fulguran, iluminadas por las miles de bombillas led de los cultivos de marihuana. Es un espectáculo sombrío. Entre tanto, las fotografías de los asesinados el 29 de octubre de 2019 permanecen ahí, en La luz, al borde del camino, como testimonio de sus vidas apagadas.

* El 28 de marzo de 2022 el Ejército de Colombia cometió una masacre en la vereda Alto Remanso de Puerto Leguízamo (Putumayo), que fue cubierta y narrada por Vorágine en su momento. Si quiere leer las historias sobre esa masacre haga clic en los siguientes enlaces:

El operativo del Ejército manchado con sangre de civiles.

Las contradicciones y vacíos en la versión del Ejército sobre operativo en Putumayo.

El país de las masacres