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Iván Duque movió su mano derecha al ritmo de los gritos. Aunque nadie lo vitoreaba, avanzó con actitud jactanciosa por Samaniego cuando el clamor ahogó sus palabras.
“¡Queremos paz!”, oyó repetir a la multitud cada vez con más fuerza, y al entonces presidente de la República no le quedó sino sostener el puño en lo alto, mientras caminaba altivo por las calles del municipio nariñense.
Aquella, sin embargo, no fue una bienvenida. Minutos antes, la caravana que llevó al entonces mandatario de Colombia hasta el lugar había sido abucheada y decenas de pulgares hacia abajo se habían sumado al mensaje que un grupo de jóvenes levantaba en una pancarta: “Déjennos soñar”.
Al aparato de comunicaciones de Duque no le convenía que trascendiera el recibimiento. Por eso, después de su reunión con el alcalde, buscó otra escena para registrar.
“¿Cómo me les ha ido a todos? Muchachos, ¿cómo están?”, se oyó decir al presidente en el video difundido a través de su cuenta de Twitter el 22 de agosto de 2020, a las 2:04 de la tarde. Con parsimonia y la mirada todavía oculta detrás de unos lentes oscuros, llegó caminando hasta una casa, al encuentro de un grupo de niños y de adolescentes. Lejos de la protesta, Iván Duque pronunció, al fin, su mensaje:
“Aquí venimos a expresar nuestra solidaridad por lo ocurrido”, anunció con palabras calculadas, evitando mencionar con nombre propio el hecho que precipitó su visita a la región. “Como le dije al alcalde, vamos a mirar temas, para dejarles aquí unos proyectos importantes”, añadió, y las frases comenzaron a atropellársele en la boca. “Ahí estamos también con el tema del estadio, pa’ arreglarlo (…) Vinimos con la gente del ICBF, pa’ que los jóvenes y niños de acá también puedan sacar todo su talento. Pero de todo afecto vengo a decirles: acá estamos con ustedes y vamos a protegerlos”.
¿Qué había “ocurrido”? ¿Por qué el mandatario se dirigía particularmente a los niños y a los jóvenes, refiriéndose a su potencial?
Según Duque, “el nombre preciso” de los hechos violentos sucedidos siete días atrás en Samaniego no era masacre, sino “homicidios colectivos”. Lo cierto es que ocho jóvenes entre los 17 y los 25 años habían sido asesinados en la noche del 15 de agosto, mientras celebraban en una casa de la vereda Santa Catalina. En segundo plano quedaban las promesas y las aclaraciones sobre qué nombre dar al hecho. Laura Melo, Campo Elías Benavides, Brayan Cuarán, Rubén Ibarra, Sebastián Quintero, Óscar Obando, Byron Patiño y Daniel Vargas estaban muertos y otros jóvenes de su edad temían correr la misma suerte.
Al menos cuatro de las víctimas eran futbolistas que habían intentado hacerse a una carrera profesional y el entonces presidente creyó oportuno prometer arreglos para el estadio de un municipio cuya tragedia ponía en primer plano una urgencia mayor. Los muertos no habían alcanzado a escuchar al primer mandatario de los colombianos prometerles: “acá estamos con ustedes y vamos a protegerlos”; sus nombres habrían de sumarse a las más de 1.100 personas asesinadas en circunstancias similares durante el gobierno de Iván Duque, según cuentas de organizaciones de la sociedad civil como INDEPAZ.
Las cifras sobre el número de masacres ocurridas durante cada gobierno varían según la metodología usada o la institución responsable de documentarlas.
El 22 de mayo de 2022, Juan Pappier, investigador de Human Rights Watch (HRW), distinguía entre los números de la oficina de la representante en Colombia de la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos (ONU DDHH) y aquellos suministrados por el Ministerio de Defensa. Para entonces, este último sostenía que entre 2018 y 2021 se habían presentado 98 “homicidios colectivos”, mientras que ONU DDHH hablaba de 219 masacres durante el mismo periodo.
Según Pappier, la diferencia en el cálculo corresponde a que, mientras ONU DDHH habla de masacre “cuando tres o más personas son asesinadas en el mismo lugar y momento y por el mismo presunto perpetrador”, el Ministerio de Defensa tiene en cuenta solamente episodios en los que los muertos corresponden a cuatro personas o más. Hasta qué punto la opción del gobierno de Iván Duque de privilegiar la expresión “homicidios colectivos”, en lugar de masacre, hizo parte del problema es un asunto del que se han ocupado académicos y otros analistas consultados para este reportaje. Con uno u otro nombre, hay consenso entre los expertos sobre una tendencia: el fenómeno está empeorando y refleja el deterioro de la situación humanitaria en el país.
El 7 de abril de 2022, la Fundación Paz y Reconciliación (PARES) terminó de editar su informe Plomo es lo que hay, en el que sostiene que “a partir de 2018, año de la posesión del gobierno Duque, las masacres aumentaron exponencialmente”. Según la institución, “el aumento más dramático ocurrió entre 2019 y 2020, en más del 300%”. En 2020, de acuerdo con sus cifras, “se presentaron 52 masacres en todo el país” y “la mitad de ellas se concentró en Cauca, Nariño, Norte de Santander, Arauca y Putumayo”. PARES aseguraba que, entre 2018 y 2022 (con corte en la fecha de la última edición de su informe), se habían presentado 181 masacres.
Otros números maneja INDEPAZ. Según esa organización, fueron, al menos, 313 las masacres ocurridas en el país durante el 7 de agosto de 2018 y el 1 de agosto de 2022; y, al cierre de esta medición, Cauca, Antioquia, Nariño, Valle del Cauca y Putumayo estaban entre los departamentos más afectados por esta expresión de violencia, así como por el asesinato de líderes sociales y de firmantes del acuerdo de paz.
De acuerdo con el Observatorio de DD.HH., conflictividades y paz de INDEPAZ, durante el gobierno Petro el panorama no ha sido más alentador. Entre el 7 de agosto y el 31 de diciembre de 2022 contabilizaron 32 masacres que dejaron 117 víctimas; los departamentos donde más ocurrieron fueron Cauca y Valle del Cauca, con cuatro masacres cada uno.
Aunque la Policía Nacional no tiene un consolidado de masacres, sí tiene registro de los homicidios que ocurren cada año en el país y una de las variables de esa base de datos es la cantidad de víctimas que murieron en cada hecho. Según su reporte, entre el 7 de agosto y el 30 de septiembre de 2022 ocurrieron 59 casos de homicidio en los que fueron asesinadas tres o más personas. Cundinamarca y Valle del Cauca son los departamentos más afectados por esos hechos.
Cifras suministradas por la Fiscalía General de la Nación a Vorágine, en respuesta a un derecho de petición, revelan que la profundización del fenómeno de las masacres durante el Gobierno de Duque había tenido lugar, especialmente, en Antioquia, Nariño, Cauca y Valle. El rastro de la sangre conectaba al Pacífico con el Caribe, pero señalaba, también, focos de la problemática en otras zonas del país.
Más que el simple conteo de muertos, el estudio de los datos disponibles, en diálogo con académicos y otros analistas consultados, permite establecer factores geográficos diferenciales y dinámicas regionales muy diversas que obligan a “no meter todo en la misma bolsa”, expresión del profesor Luis Fernando Trejos, analista político de la Universidad del Norte. Una recomendación también en boca de Juan Pappier, de HRW, quien asegura que aquello del “país de las masacres” es buen titular, pero exige exponer matices muy puntuales sobre lo que está ocurriendo en Colombia. A juicio del investigador, no hay un patrón nacional único que explique el asunto, sino situaciones locales que deben ser analizadas por aparte. Veamos.
El caos, solo aparente, con que se multiplican las masacres en determinados puntos de la geografía nacional cobra cierto orden cuando se consideran las dinámicas de control sobre el territorio, ejercidas por diversos actores armados, y la pluralidad de rentas que estos pretenden regular.
Como en el Caribe, hay casos en los que ciertos hechos de sangre se hallan al margen del conflicto armado, no así de la relación entre clanes y disputas por el dominio de uno u otro negocio en zonas de frontera, como La Guajira. Episodios por el estilo o masacres como efecto de acciones de pretendido aleccionamiento, a través de las cuales determinado actor detenta un rol autoasignado de autoridad sanitaria en tiempos de pandemia, merecen, según Luis Fernando Trejos, un lugar distinto del de aquellos hechos en los que el asesinato de varias personas en un mismo lugar y momento, y a manos de un mismo actor, se constituye en manifestación reiterativa de un ciclo de guerra en ciernes.
Varios expertos, como el profesor Luis Ramírez, del Instituto de Estudios Regionales de la Universidad de Antioquia (INER), o el mismo Trejos, coinciden en señalar un corredor que se han disputado históricamente varios actores armados desde hace años y que hoy conecta el Pacífico colombiano y las costas de Venezuela, pasando por Urabá, el sur de Córdoba, el Bajo Cauca, el sur de Bolívar y el Catatumbo. Trejos define a dicho corredor como “una herida abierta”.
Además del negocio internacional de la cocaína, en esta larga franja resulta sobre la mesa un amplio menú de ingresos que determina el posicionamiento de actores armados frente a megaproyectos, así como de cara a la minería legal o ilegal, y a la expectativa de ganancia que se desprende del contrabando y de la trata, sin dejar de lado el circuito que va de la tala del bosque tropical a la implementación de la agroindustria y que involucra también, en ciertos casos, a la ganadería. Una larga lista de rentas que, según el politólogo Gustavo Duncan, explica la persistencia de ciertas lógicas de control territorial por parte de grupos que ven favorecido su actuar por la situación de marginación en la que viven muchas comunidades.
En escenarios de entrecruces de intereses como estos han tenido lugar muchas de las masacres que convierten a Antioquia en uno de los departamentos donde el fenómeno resulta más problemático. Ramírez describe los matices que diferencian lo que ocurre, por ejemplo, en el Bajo Cauca, de aquello que se viene presentando en el suroeste antioqueño o en otras subregiones del departamento. Según el investigador del INER, mientras que en el suroeste ciertos remanentes del paramilitarismo controlan específicamente las plazas del microtráfico, en el Urabá antioqueño, entre otras acciones, imponen la ampliación de cultivos de uso ilícito, convirtiendo en objetivo militar a los líderes y comunidades interesados en la restitución de territorios despojados o en la sustitución de la hoja de coca. El nordeste, como zona minera, al igual que otras subregiones, representa la posibilidad de cobro de tributos a empresas del gremio, e incluso alianzas con estas para proveer servicios de seguridad privada.
Al igual que el oriente antioqueño, el norte del departamento ha conocido un asedio permanente por parte de grupos armados al margen de la ley contra movimientos sociales que se oponen a los intereses de empresas minero-energéticas o de aquellas vinculadas a otro tipo de megaproyectos. El caso de Ituango resulta representativo, con problemáticas de orden público similares a las de la subregión vecina, Bajo Cauca, escenario, en algún momento, de disputas entre diferentes herederos de las antiguas AUC como los Caparros y el denominado Clan del Golfo. Esta agrupación de autodefensas se impuso y hoy, bajo la sigla AGC, detenta la hegemonía en estos y otros rincones con una influencia en expansión, contestada ahora por estructuras disidentes de las antiguas FARC.
Sergio Mesa es uno de los investigadores que mejor sabe dar razón de cuál es el escenario en el Valle de Aburrá, así como de la reconfiguración del control territorial que explica las masacres que han tenido lugar en Medellín y en sus alrededores, recientemente. Según plantea, solamente en la capital de Antioquia, en sus 16 comunas y 5 corregimientos, son al menos 350 las bandas que reproducen lógicas de crimen organizado. Con una dirección colegiada y una estructura piramidal, la Oficina del Valle de Aburrá depende de una suerte de junta directiva en la que se halla representada cada “odín” (organización delincuencial integrada al narcotráfico, según la retórica de las autoridades).
La acción de cientos de bandas es regulada por al menos 12 de estas organizaciones, con presencia en cada una de las comunas de Medellín y dominio de actividades mafiosas como la compra y venta de autopartes y de celulares robados; el microtráfico; el proxenetismo, que involucra el cobro de tributos a las denominadas “prepagos”, así como la “venta de virginidades”; otras formas de extorsión a diversos tipos de negocios; la administración de la mendicidad, y una amplia oferta de servicios privados de seguridad.
Los 10 municipios que componen la subregión del Valle de Aburrá son escenario de similares expresiones de control territorial, a la sombra de grupos como El Mesa, Los Pachelly y La Unión, entre otros. Según el investigador, más de una vez la reducción en las tasas de homicidio en esta parte del país ha tenido que ver con acuerdos entre las autoridades y esta megaestructura heredera de lo que fue en su momento el Cartel de Medellín, y que hoy está conectada con las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC o Clan del Golfo) para fines logísticos y de administración.
Lo que ocurre en materia de masacres en Antioquia no está desvinculado de la disputa por una segunda franja igualmente estratégica: el Pacífico colombiano. Lo mismo cabe decir para Valle, Cauca y Nariño, otros departamentos vinculados a esta macro región de frontera, en los que dicho fenómeno de violencia se viene profundizando. Según algunos analistas, esto no sucede al margen de factores internacionales como disputas entre carteles mexicanos, que cada tanto se ven reflejadas en el escenario local; o como intereses económicos de otras expresiones del gran capital transnacional, favorecido por tratados de libre comercio.
“Todos quieren feriarse al Pacífico”, asegura Adriel Ruiz. El integrante de la Comisión Interétnica de la Verdad de la región Pacífico (CIVP) insiste en señalar que detrás del confinamiento, el desplazamiento forzado, las desapariciones, el asesinato de líderes sociales y las masacres que sufren diversas comunidades del litoral hay que considerar otros aspectos de la disputa territorial. Dicha disputa no solo involucra actores armados sino también actores económicos vinculados, en muchas ocasiones, a los cultivos de uso ilícito, al tráfico de insumos y de drogas, y a megaproyectos (como, por ejemplo, los de expansión portuaria), así como a la gran minería y a la agroindustria de palma aceitera. Estos dos últimos elementos complementan los análisis sobre los fenómenos de violencia en una subregión como la costa Pacífica nariñense, escenario de muchas de las masacres que conforman el mapa de la problemática y, ciertamente, uno de los principales enclaves de cultivos de uso ilícito a nivel mundial, sin que esta situación agote lo que está en juego, por ejemplo, en municipios como Tumaco.
Juan Manuel Torres, investigador de PARES, además de ser un experto en la realidad social de Buenaventura (Valle del Cauca), tiene claras las diversas guerras que se libran en el departamento vecino y que, en gran medida, explican la profundización de las masacres en territorios caucanos. Así como ocurre en Buenaventura (donde las subdivisiones territoriales coinciden unas veces con escenarios de disputa entre diversos actores armados como el ELN y ciertas disidencias, ver el caso de la zona de Cajambre; pero, otras tantas, también con hegemonías detentadas hoy por las AGC en el Bajo Calima o por la columna móvil Jaime Martínez, del Comando Coordinador de Occidente, en el Naya), en el Cauca hay una presencia diferenciada de grupos armados, considerados por el sociólogo como “dueños de la guerra”.
Según Torres, el Comando Coordinador de Occidente (CCO), “que fue el que se desplegó”, es el factor común que explica lo que ocurre en diversas zonas del Pacífico, pasando por Valle y Cauca. Tal y como lo describe PARES, “el CCO funciona como una confederación de estructuras de Grupos Armados PosFarc (o disidencias)”, entre las que, además de la Jaime Martínez, se encuentran la columna móvil Dagoberto Ramos y el frente Carlos Patiño.
Estos grupos se han declarado abiertamente enemigos de determinadas comunidades. La Dagoberto Ramos está en guerra contra el movimiento indígena del norte del Cauca que lucha por la superación de la dependencia a la marihuana. Una actitud que para Torres halla su correlato en el ejercicio de la hegemonía detentada en zonas estratégicas para la economía de la cocaína por la columna Jaime Martínez, bien sea en Cajibío y Buenos Aires (Cauca), pero especialmente en Jamundí (ya en el Valle), donde esta estructura ha sido responsable de varias masacres contra jóvenes afro, reproduciendo dinámicas diferenciales de sanción y de control.
Quienes se atreven a levantar una voz de alerta sobre las guerras que tienen lugar en el Cauca, no solamente en el norte, sino también en el sur del departamento, reciben amenazas. Fue lo que le ocurrió en 2022 al integrante de PARES, después de responsabilizar al frente Carlos Patiño por una masacre extendida en el tiempo que cobró la vida de al menos ocho personas en una sola semana. Días de sangre entre el 13 y el 20 de marzo, que tuvieron lugar en Argelia, la tierra natal del investigador, y que, según documentó, dejaron muertos a una mujer, a seis jóvenes y a un líder social.
Similar procedimiento de catalogación fue empleado por INDEPAZ para calificar como masacre un conjunto de asesinatos contra manifestantes, ocurridos en Bogotá a manos de policías el 9 y el 10 de septiembre de 2020. En este caso, según Leonardo González Perafán, coordinador de proyectos de organización, si bien el momento y el sitio concreto entre uno y otro homicidio variaron, coincidieron tanto la ciudad (la capital del país) como los perpetradores (integrantes de la fuerza pública).
Bajo este título, el profesor Francisco Gutiérrez Sanín publicó un libro en noviembre de 2020 para explicar sus temores sobre el advenimiento de una nueva fase de la violencia política en el país. Según el politólogo, la repetición de hechos de sangre en diversos sitios pone de manifiesto una relación entre el actual escenario y el incumplimiento del acuerdo de paz firmado en 2016. A su juicio, es lo que ocurre en departamentos como Putumayo, donde la banda criminal conocida como “La Constru” llegó a detentar poderío en alianza con sectores de la fuerza pública, después de nacer en 2006 como una oficina de cobro.
A la persistencia de agravios contra los habitantes del campo, en su mayoría desprovistos de mercados, carreteras y servicios públicos, y secuestrados muchos de ellos por “conflictos envenenados sin resolver”, se sumó una política de seguridad como la de Iván Duque, que, en lugar de lidiar civilizadamente con el problema de los cultivos de uso ilícito, según Gutiérrez, incurrió en la “estupidez suicida” de reducir toda una multiplicidad de fenómenos de violencia a simples dinámicas del crimen y del narco, proponiendo una fallida guerra contra las drogas, a manera de solución.
Detrás del eufemismo de “homicidios colectivos”, con el que dicho gobierno evadió reconocer la gravedad del problema de las masacres en Colombia, se esconde, a juicio del académico, el dogma uribista de la negación del conflicto armado. Tal “ceguera” impidió aceptar que detrás de ciertas formas de control territorial por parte de determinados actores armados hay pretensiones políticas que echan raíces, precisamente, por las condiciones históricas de la relación entre muchas comunidades rurales y el Estado colombiano.
Según Juan Pappier, de HRW, Duque no solamente erró en el diagnóstico sobre los problemas de seguridad del país, sino también en el remedio que pretendió ofrecer. Inútilmente, intentó “decorar” dichos problemas, minimizándolos, mientras, ante la opinión pública e incluso ante instancias internacionales, se afanó por maximizar sus esfuerzos, “peleado con la realidad”.
Ciertamente, el problema de las drogas explica buena parte de lo que ocurre en determinadas regiones. Pero, a juicio del investigador, haber priorizado la erradicación forzada y el regreso de las fumigaciones con glifosato contra los cultivos de uso ilícito (asunto, este último, que en su momento impidió la Corte Constitucional), no fue garantía para que el Gobierno de Duque lograra reducir la producción de cocaína. Además, profundizó la desconfianza de ciertas comunidades hacia el Estado, favoreciendo, indirectamente, el actuar de grupos armados al margen de la ley en materia de reclutamiento, mientras estos diversificaban sus rentas.
Algo muy parecido piensa Jorge Mantilla, politólogo y director del área de Conflicto y Violencia Organizada de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), para quien en términos de respuesta del Estado frente al aumento de las masacres, uno de los mayores problemas es el de la impunidad y la desconfianza de las comunidades. "No es claro realmente qué significa eso de que la Fiscalía esclareció un homicidio, lo cual alienta la impunidad y, a su vez, ha generado un descenso de la disuasión del Estado; es decir, los grupos armados de alguna manera ya no temen esa respuesta efectiva por parte del Estado".
Para Mantilla, es claro que el Estado tiene hoy una capacidad militar importante, pero "ese esfuerzo" no se ha traducido necesariamente en un incremento de la seguridad o en un descenso de la violencia. "El balance general que la FIP hace del periodo 2018-2022 es que la protección de la población civil no estuvo en el centro de la política se seguridad, sino que se privilegió el control territorial entre comillas, porque al final no se logró, así como afectar las economías ilegales y tener objetivos de alto valor. Las prioridades se trastocaron. Si se les pregunta a los ministros de Defensa cuáles fueron sus logros, seguramente responden en número de hectáreas arrasadas, en número de bajas o en número de capturas [...] Porque de alguna manera todo quedó inscrito en una narrativa relacionada con el narcotráfico y la política de seguridad se equiparó, básicamente, con un despliegue de fuerza pública. No hay una acción integral del Estado”.
Diana Sánchez, directora de la Asociación Minga, considera que Iván Duque “se rajó” pero sin dar señales de reconocer su fracaso. Después de conocer un breve periodo de reducción de ciertos fenómenos de violencia con ocasión de la negociación y de la firma del acuerdo de paz de 2016, el país se devuelve a escenarios que se creían superados. Por ejemplo, el desplazamiento forzado nuevamente se agudiza, a pesar de que, según PARES, había disminuido ostensiblemente entre 2016 y 2017, pasando de cerca de 120.000 víctimas en 2016 a 75.000 en 2017. La impunidad ha garantizado formas de repetición de toda clase de hechos de sangre. Según cuentas de la Fiscalía General de la Nación, de los 93 procesos judiciales en curso por “homicidios con más de 3 víctimas” entre el 7 de agosto de 2018 y el 14 de febrero de 2022, tan solo 14 estaban en etapa de juicio y 4 en etapa de ejecución de penas, al momento del corte.
El desmantelamiento de grupos armados al margen de la ley sigue pendiente, como lo está todavía acabar con las estructuras conformadas por sus financiadores y protectores en ámbitos políticos y económicos: los verdaderos dueños de la guerra que, según Sánchez, han preservado su poder justificando la violencia y que, también a juicio de Gutiérrez Sanín, en muchos casos estuvieron alineados con el Gobierno de Duque.
Human Rights Watch le recomienda a Gustavo Petro, posesionado como presidente de la República el 7 de agosto de 2022, reconstruir la confianza hacia el Estado, deteriorada en zonas de guerra; ofrecer una atención integral a las comunidades de estas regiones, y reestructurar la forma de la relación entre fuerza pública y sociedad. Ello podría significar un avance para que, en un territorio tan complejo y diverso como Colombia, algún día por fin las masacres dejen de ser cosa cotidiana en tantos lugares.