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Antes de matarlos los hicieron meter a todos al jacuzzi. Los hicieron sentar en el muro interior que hace las veces de banca. El agua estaba caliente y los chorros de masajes encendidos. Los seis adolescentes siguieron las órdenes de los sicarios. Era, aproximadamente, la una y cincuenta de la madrugada del domingo veinticuatro de enero de dos mil veintiuno. Los matones, armados con pistolas calibre nueve milímetros, bajaron de la parte alta de la montaña de la finca San Jacobo, ubicada en la vereda Cerro Rico, zona rural de Buga, Valle del Cauca. Los jóvenes hicieron caso, pero no sabían que estaban ante los últimos instantes de sus vidas.
Sentados allí, con el agua a medio cuerpo, esperaron todo, menos venir los disparos.
Cruzaron pocas palabras. O ni siquiera las cruzaron, porque solo vinieron de un lado. Del mismo de donde salieron las balas. Uno de los sicarios accionó su arma dos veces en la región occipital de la cabeza de Jacobo Pérez. Todo indica que el otro sicario, ante las detonaciones, disparó contra los demás a quemarropa. Los cuerpos cayeron en el centro del jacuzzi. Sara García recibió dos disparos en el costado superior izquierdo del tórax, Juan Pablo Marín fue impactado con tres tiros en los dos costados superiores del tórax y uno más en el brazo, Valentina Arias sufrió dos heridas mortales de bala en su cabeza, Nicolás Suárez fue baleado en el tórax, Santiago Tascón cayó herido encima del cuerpo de Nicolás. Santiago fue el único que pudo sobrevivir a la masacre porque, herido, se hizo el muerto.
En segundos, los asesinos huyeron junto a la cobarde valentía que da el matar a personas indefensas. Los padres de Jacobo Pérez, propietarios de la finca, quienes esa noche estaban en el lugar, sobrevivieron porque en ese momento se encontraban descansando en la casa principal. Una vez escucharon las detonaciones y supieron que no se trataba de los juegos pirotécnicos que habían sobrado en Navidad, corrieron para socorrer a los jóvenes. Los subieron como pudieron a una camioneta y los llevaron al Hospital San José de Buga. Allí llegaron con vida Santiago Tascón y Jacobo Pérez, quien murió horas más tarde. Los demás habían perdido sus signos vitales dentro del jacuzzi, que por varios días quedó con el agua teñida de rojo por la sangre de los jóvenes.
Los padres de Valentina, Sara, Juan Pablo y Nicolás llegaron al hospital. Todo era confusión. Todo era ajeno a ellos. Todo era inverosímil. Llantos. Gritos de desesperación. Lamentos de desconcierto. Dudas. Incredulidad. Algunas de las mamás y papás aún no recuerdan el tiempo que pasó entre el momento en que les dijeron que sus hijos habían sido asesinados y el momento en que el razonamiento les hizo aceptar la verdad. O, quizás, por temas meramente protocolarios y jurídicos lo aceptaron, pero todos aún se niegan a creerlo. “Debe estar donde un amigo”, dice una de las mamás cuando piensa en su hijo. Valentina Arias González tenía 18 años; Sara María García Rodríguez, 18; Juan Pablo Marín Pérez, 19; Nicolás Suárez Valencia, 18, y Jacobo Alberto Pérez Vásquez, 18.
Desde aquel día solo han llegado preguntas a las mentes de los familiares de las víctimas. ¿Quiénes los mandaron matar? ¿Por qué lo hicieron? ¿Se trataba de un robo? ¿Era un secuestro? ¿Se trató de un ajuste de cuentas? ¿Por quién iban? ¿Por qué existe una versión que asegura que después de que uno de los criminales asesinó a Jacobo Pérez, preguntó quién era Jacobo Pérez? Las fuentes susurran cuando dan cuenta del episodio y, a renglón seguido, piden no ser mencionadas. Hay miedo.
Catorce días antes algo parecido sucedió en esas mismas tierras. Hombres armados entraron a la finca La Carolina, ubicada en la vereda Cerro Rico, a poca distancia de donde asesinaron a los adolescentes. Allí se encontraba el exconcejal Carlos Erlid González Cortés descansando junto a su familia en lo que sería, para ellos, un puente festivo tranquilo. Pero no lo fue. Los sicarios llegaron disparando sus armas sin entablar diálogo alguno. Tres tiros impactaron al exconcejal, quien murió en minutos. Su hermano logró llegar con signos vitales al Hospital San José de Buga y allá los médicos pudieron salvarle la vida. Sobre este crimen, el diario El País de Cali registró como hipótesis que el predio donde estaba el concejal habría pertenecido a los mellizos Miguel Ángel y Víctor Manuel Mejía Múnera, reconocidos narcoparamilitares que tuvieron como centro de operaciones al Valle del Cauca; y que ahora Miguel Ángel estaría reclamando a sangre y fuego sus extintas propiedades. Una versión parecida se ha tejido en Buga frente a la muerte de los cinco estudiantes, pero esta vez con un nombre diferente: Víctor Patiño Fómeque. Se asegura que el exnarco seguiría en una guerra sin cuartel por recuperar propiedades y por vengar la muerte de treinta de sus familiares, que fueron asesinados a finales de los años noventa y comienzos del dos mil, pero además que sería capaz de aliarse con cualquier grupo criminal para reclamar lo que creía suyo. Fómeque fue extraditado a los Estados Unidos en el 2002, y fue dejado en libertad en el 2010 tras negociar con la justicia de ese país. Fuentes de la Policía de Colombia aseguran que alias ‘El Químico’, regresó a Colombia con sed de venganza.
El mismo día de la masacre en la que fueron asesinados Valentina, Sara, Juan Pablo, Nicolás y Jacobo, el presidente Iván Duque hizo lo que suele hacer: condenó el asesinato, les pidió dirigirse a Buga “inmediatamente” a los generales Eduardo Zapateiro, comandante del Ejército para ese momento, y Jorge Vargas, director de la Policía Nacional. Duque prometió dar con los responsables de los hechos.
Lo propio hizo Francisco Barbosa, fiscal general de la Nación, quien aquel día designó a diez funcionarios de un grupo especial e itinerante de la Fiscalía para que se desplazaran a Buga y esclarecieran los hechos. Al día siguiente el general Zapateiro salió en la televisión nacional y dijo que había dispuesto a tropas especializadas para dar con los responsables. Aunque la ausencia de los chicos ya se sentía, algunas mamás y papás creyeron que se abría la posibilidad de conocer el por qué les mataron a sus hijos y quiénes los habían mandado matar.
El show mediático siguió. El martes 26 de enero Martha Yaneth Mancera, vicefiscal general de la Nación, arribó a Buga. Lo hizo escoltada, como si esa fuera una zona de guerra. Sus asesores prepararon la rueda de prensa de turno. Mancera se puso frente a los micrófonos y aseguró que cincuenta; sí, no uno ni cinco, ni diez, sino cincuenta funcionarios estaban a cargo de la investigación para dar con las motivaciones y los responsables. Con los insensibles. Habían pasado dos días y la funcionaria también recalcó que tenían en su poder: “100 elementos materiales de prueba y evidencia física, rastros biológicos, vainillas calibre nueve milímetros, y tres armas de fuego”.
Medios locales cubrieron la visita de la vicefiscal y reportaron que los investigadores ya habían hecho las entrevistas de rigor a los propietarios de la finca (los papás de Jacobo Pérez), al mayordomo, y también a Santiago Tascón, único sobreviviente en la escena del crimen. Incluso, hay una imagen de registro donde se ve a la vicefiscal en una sala de juntas, sentada al lado de siete funcionarios quienes le dan parte sobre sus hallazgos. Más tarde, en la rueda de prensa la vicefiscal aseguró que tenían cuatro grandes hipótesis, las cuales se iban a ir cerrando en la medida que los investigadores encontraran más pruebas. Finalmente, la alta funcionaria advirtió que el fiscal general había enviado a un grupo itinerante especial que, según ella, había logrado esclarecer el 70% de los “homicidios múltiples” en Colombia. Ese es el eufemismo que la administración Duque (2018-2022) quiso volver común para referirse a las masacres, en las que son asesinadas al menos tres personas que no tienen cómo defenderse. El presidente y el fiscal a veces también hablaban de “homicidios colectivos”.
Efectivamente, cinco días después de la masacre, el viernes 29 de enero de 2021, apareció Francisco Barbosa con un tono de voz fuerte, con los decibeles arriba, advirtiendo que todas las pruebas de esta masacre estaban en sus laboratorios forenses, que eso arrojaba elementos probatorios contundentes y que las pruebas técnicas le iban a permitir entender lo que había ocurrido esa madrugada de domingo en la que se perpetraron los asesinatos. Pero fue más allá, y lo hizo levantando la voz aún más fuerte: “Yo no hablo de hipótesis, en unos días hablaremos de los resultados de esta investigación”.
Ni lo uno ni lo otro. Han pasado diecinueve meses desde lo ocurrido y todo lo que se ha presentado sobre el caso siguen siendo hipótesis. Algunas de las madres y padres creen que en esta investigación no ha pasado nada. Creen que no ha habido esclarecimiento ni verdad. Creen que la Fiscalía General de la Nación, el fiscal general, la vicefiscal y los supuestos cincuenta investigadores que enviaron para esclarecer la masacre no han logrado esclarecer nada. “O tal vez sí, pero no”, dice uno de los padres susurrando cuando habla sobre el tema. Y es que varias de las víctimas tienen miedo de salir a pedir los nombres de los determinadores y sus motivaciones con el mismo volumen de voz que tenía Francisco Barbosa el día que prometió resultados. Algunos dicen tener miedo de aquella orilla llamada institucionalidad, y otros de esa otra orilla oscura de donde provinieron las balas.
El fiscal designado al caso fue Jorge Vergara. Vorágine trató de obtener una reunión en Buga con este funcionario, pero Vergara aseguró que no estaba autorizado para hablar con ningún medio de comunicación y que todo se debía tramitar con la oficina de prensa de esa entidad en el Valle del Cauca. Así mismo, Vorágine le preguntó directamente vía WhatsApp a Vergara si las tres armas que se habían encontrado en la finca pertenecían a los sicarios o a los propietarios del inmueble, pero no recibimos respuesta por parte del funcionario. Algunos familiares de los jóvenes asesinados no están satisfechos por la forma en que el fiscal Vergara ha llevado las investigaciones.
En las diferentes entrevistas recogidas por Vorágine en Buga, las fuentes indican que la Fiscalía desde el principio manejó la hipótesis de que los autores de la masacre fueron miembros de la columna Adán Izquierdo, de las disidencias de las Farc. El 8 de marzo de 2022, Vorágine tuvo que enviarle un derecho de petición a Francisco Barbosa, fiscal general de la Nación, preguntando sobre el caso. Barbosa tuvo que dar traslado al oficio al fiscal Vergara para que por fin emitiera una información oficial. En suma Vergara respondió lo siguiente:
Vorágine: ¿Quién fue el determinador de esta masacre?
Fiscal Vergara: Pese a que no se haya incorporado información legalmente obtenida, que se hubiese generado una orden del alto mando, dentro del concepto de autoría mediata, para la fecha de los hechos quien se desempeñaba como comandante de Comisión, se trataba del abatido Alias HUGO o CAMILO, EDILSON YAIR BERMUDEZ.
Vorágine: ¿Ya fue capturado el determinador de esta masacre?
Fiscal Vergara: Tropas del Ejército Nacional, el pasado nueve (9) de noviembre de 2021, de manera conjunta e interinstitucional junto a la Fuerza Aérea y la Fiscalía General, se dio parte de la baja a dos integrantes del grupo armado organizado residual Adán Izquierdo, entre los que se encontraría su principal cabecilla, EDILSON YAIR BERMUDEZ, alias Hugo, y su hombre de confianza, alias Miller.
Vorágine: ¿Cuál fue la razón para que alguien determinara el asesinar a estos cinco adolescentes?
Fiscal Vergara: Se ha establecido una hipótesis de los hechos, pero No se ha determinado.
Vorágine: ¿Quiénes fueron los autores materiales de esta masacre?
Fiscal Vergara: Los elementos materiales probatorios dan cuenta de que, entre otros, quien participó en el hecho violento fue alias KEVIN, LEITON GARCÍA URAGAMA.
Vorágine: ¿En qué etapa está la investigación?
Fiscal Vergara: Indagación.
El contexto actual en materia de violencia y grupos armados en el departamento del Valle del Cauca es preocupante. Según las investigaciones en terreno de la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios, a partir del 2020 hubo un incremento exponencial de violencia tras la llegada de nuevos grupos armados organizados (GAO). Sobre todo en Buenaventura, entendiendo que es uno de los municipios que más se disputan las bandas criminales por el control de rutas del narcotráfico que desde el puerto parten hacia Centroamérica y Estados Unidos. Incluso, en Buenaventura operan dos de las grandes bandas criminales del Valle del Cauca; se tratan de La Empresa y La Local.
Según la Secretaría de Seguridad del Valle, en este departamento también operan el Ejército de Liberación Nacional (ELN), con presencia en municipios como El Dovio, Bolívar y El Cairo, pero además con células urbanas en Cali; El Ejército Popular de Liberación ha registrado movimientos en Jamundí y Dagua; Mientras que las disidencias de las Farc con las columnas Jaime Martínez, Dagoberto Ramos y Adán Izquierdo operan en el centro, sur y occidente del departamento. De hecho, la hipótesis de la Fiscalía sobre los autores materiales de la masacre de los cinco estudiantes recae en la columna Adán Izquierdo.
Los informes de Indepaz revelan que entre 2020 y 2022 en el Valle del Cauca se presentaron veintiséis masacres que dejaron un saldo de ciento cinco personas asesinadas. Tan solo en el municipio de Buga, en 2021 ocurrieron tres masacres que dejaron once muertos, y en 2022 se perpetraron tres masacres en las que fueron asesinadas otras nueve personas.
Los padres de Valentina Arias nunca superarán su partida. Carlos, su papá, un hombre formado en la Armada Nacional, intenta no zozobrar, intenta ser fuerte, intenta seguir manejando este barco llamado vida, pero los recuerdos de su hija lo parten, lo desbaratan, lo hunden. Karen, su mamá, una cartagenera de voz suave y sonrisa tímida, quisiera pensar que todo es mentira, pero hay noches en las que la invade la melancolía y entonces llora, llora por horas, ¿qué más pueden hacer si son una familia pacífica, una familia serena? Resistir. El verbo vengar jamás los ha regido ni los regirá.
Sonríen cuando ven sus fotos. En una de ellas Valentina se ve crespa, de pelo abundante. Tendría unos tres años, pero un día decidió cortarse el pelo ella misma con unas tijeras sin filo. Su hermana Natalia la descubrió cuando vio en la cesta del baño los preciosos rizos ahora huérfanos. Sus papás no sabían si morirse de la risa o reprenderla. Iban a hacer lo segundo pero Valentina los desarmó con una frase de bebé: “Tenía calol”. Y cómo no, si sus primeros años los vivió bajo el sol de Cartagena, sus primeras letras las aprendió a escribir en el colegio Naval, y la niñez para ella y para su hermana tuvo que ser itinerante por el trabajo del padre al que le tocaba navegar mares y ríos tras el oficio de cuidar a Colombia de la violencia. Una violencia que les llegaría varios años más tarde como la peor de las tormentas.
Valentina significa valiente. Y eso fue ella desde muy niña. Una escena: Valentina le pidió a su papá que le enseñara a bucear. Tenía siete años. Él aprovechó uno de sus entrenos en las Islas del Rosario, donde practicaban los buzos de la Armada Nacional. La llevó para ponerla a prueba. Karen y Carlos creían que la niña iba a dar dos pasos atrás al ver el fondo de ese tanque de diez metros. Pero no. Valentina la valiente siguió todas las instrucciones de papá: se puso la careta, el esnórquel , las aletas, el cinturón de peso y el regulador. Bajó los diez metros junto a su padre sin problema alguno; es más, comenzó a bailar como si estuviera en el espacio, como si dominara todas las aguas del universo.
En enero de 2014 decidieron volver a Buga, donde nació Carlos. Valentina entró a estudiar al Liceo de los Andes, allá conoció a Nicolás y también estudiaban Sara, Juan Pablo y Jacobo. La amistad se forja, quizás, por la intensidad con la que se vive y no por el tiempo de haberse conocido. Valentina tan solo cursó cuarto y quinto de primaria en ese colegio, pero aprendió a querer tanto a sus compañeros que, incluso, muchos años después les pidió a sus papás que la dejarán volver para graduarse con ellos. No pudieron cumplirle el deseo, pero siguió cultivando su amistad con Nicolás hasta el final de sus días. Sus papás lo confundieron con amor, tanto así que la madre de Valentina sentenció: “No pudieron realizarse como pareja aquí en la tierra, pero tal vez será en el cielo”. Sin embargo, lo de Valentina y Nicolás no pasó más allá de un beso en la mejilla, el calor de un abrazo y el caminar juntos tomados de la mano. No trascender esos quereres de la amistad hacia los caminos de la pasión hace que los amores sean eternos.
Valentina era buena en contabilidad, en matemáticas, en robótica, y sobre todo en dibujo. Sus padres conservan los cuadros que pintó sobre las miradas. ¿Por qué le gustaba tanto pintar los ojos de la gente? ¿Qué era lo que percibía en la mirada de los otros que le atraía tanto pintarlas? ¿Les veía el alma? ¿Le alcanzaría a ver el alma al hombre que la asesinó? “Diez miradas para ver la belleza que se presenta entre un sueño y una catástrofe”, decía el poeta Vicente Huidobro. Por ese talento de dibujar tan bien, Valentina entró a estudiar arquitectura, aunque más que por eso era por un anhelo, siempre les decía a sus papás que algún día les iba a construir la casa de sus sueños.
¡Y vaya estudiante! Sus notas en el colegio siempre fueron sobresalientes. Incluso, se quería tomar un descanso en plena pandemia de 2020, pero sus puntajes eran tan buenos que la Universidad San Buenaventura de Cali le dio una beca completa para estudiar aquella carrera con la que saldría a construirle castillos a los suyos; la única condición era que entrara en junio de ese año aciago. Lo hizo y se volvió mucho más exigente consigo misma. Las maquetas que le pedían debían acercarse a la excelencia, si había que pasar varias noches seguidas en vela, lo hacía. Uno de sus tíos es arquitecto y cuando vió los trabajos de su sobrina dijo que eso solo lo pudo hacer él en sexto semestre, pero ella ya lo hacía en primero.
Agradecida. Valentina también era de las personas que valoraba, como los gatos, hasta una simple caja de cartón. Otra escena: La estudiante y sus papás crearon un documento de excel. En él iban consignando marcas de computadores, características, precios, los pro y contras de cada equipo. La estudiante necesitaba uno muy bueno para sus clases. Sobre todo uno en el que corriera bien Autocad, un software de diseño y arquitectura. Entre más cualidades encontraban en un computador, este más caro se ponía. A ella le gustó uno intermedio. Sin embargo, como en muchas casas de Colombia, el año de la pandemia, el año de la incertidumbre estaba solo para adquirir lo indispensable. Ella lo sabía y les pidió a sus padres que compraran el computador solo cuando el barco viera un buen puerto. Pocas semanas antes de entrar a la universidad y con ocasión de su grado como bachiller, los papás de Valentina la valiente la invitaron a cenar en un restaurante sin pretensiones. Ella estaba feliz por ese detalle tan normal, pero cuando sus papás le entregaron el verdadero regalo, ese computador que tanto necesitaba, la adolescente, como los gatos, casi se sube a la mesa a ronronearles a los suyos todo lo que valoraba sus esfuerzos para hacerla feliz.
Y fue un gato el que le dejó de legado a su familia. Lo vio en redes sociales. Negro. Negro azabache. Curiosamente no fue el color del pelaje ni el color de los ojos del felino lo que la atrajo. Fue lo que supo del simbolismo que, de manera ignorante, han creado los seres humanos alrededor de un gato negro. “Son a los que menos adoptan porque creen que vienen embrujados y que solo sirven para hacer brujería. En octubre los sacrifican”, le dijeron. Ante la ignominia con estos animales, Valentina no dudó en adoptarlo, y con mucho más afecto cuando supo que el gato venía con su cola partida, con su faro roto.
Fue la única vez que no pidió permiso, lo adoptó sin el consentimiento de sus papás. Les dio la sorpresa cuando fueron a visitarla a su apartamento de estudiante en Cali. “Les presento a su nieto Loki”, así les dijo. De nuevo, no supieron si reír o reprenderla. Iban a hacer lo segundo pero Valentina los desarmó cuando les contó la historia del gato negro y de la maldición que los humanos hemos creado sobre ellos. El sábado de aquel fin de semana fatídico, Valentina estaba en la casa de sus papás en Buga con Loki. Una hora antes de que sus amigos la recogieran, la adolescente subió al cuarto de su papá y le dijo: “Papá, ahora que soy mamá soltera ¿me va ayudar a cuidar a su nieto?”.
Valentina, estuve en la casa de tus padres y quisiera contarte varias cosas que quizá tu no sabes. Se quedaron con Loki, lo aman como a un nieto. Tu padre, quien un día no vio como buena idea que llevaras un gato a casa, ahora es el que persigue, carga, abraza, mima, alimenta, besa y adora a ese legado que les dejaste. Ante la ausencia, tu madre muchas veces escucha a Katy Perry, Adele, Bruno Mars y esa playlist que le dejaste y que tanto te gustaba.
En el cuarto donde tú estudiabas han hecho un pequeño altar. Ahí pusieron cuatro retratos tuyos. En uno estás recibiendo el grado de la primaria, en otro está tu foto estudiantil del Liceo de los Andes, en el siguiente estás tirándole un beso al mundo, y en la foto central estás vestida de blanco, te encantaba ese color y ellos te recuerdan vestida así, allí estás hecha toda una señorita tan bella como los tuyos. A los retratos los rodean cuatro veladoras, dos bailarinas de cristal, tres obituarios y una estampita de la Virgen de Guadalupe. Tal vez todo eso te protege ahora donde estés.
La pared interior es un collage en forma de corazón, cubierto con docenas de fotos de tu paso por este plano de la vida. Siempre estás sonriendo. La sonrisa es eterna. También conservan tus pinturas, esas en las que dibujabas miradas; pero hay un cuadro hecho por ti que me llamó la atención: es el de una adolescente, tiene un vestido azul repleto de corazoncitos rojos, le pusiste alas remendadas, como si se las hubieran roto y tú las hubieras vuelto a zurcir, curiosamente no le dibujaste un rostro, unos ojos, una mirada, ¿por qué?...
Tal vez no lo supiste, pero ese día que tus amigos fueron a tu casa a pedir permiso para ir a aquella finca donde los desalmados te quitaron la vida, tus papás no estaban muy convencidos. Primero, porque eras la única del grupo que jamás había estado en ese lugar. Segundo, porque tu papá era un protector de los suyos. Y tercero, porque acababas de terminar tu noviazgo con Tomás y creían que ibas a estar mejor en casa. El día que rompiste con Tomás, ellos te vieron por las cámaras de seguridad, y no han podido olvidar el abrazo final que le diste al chico para dejar las cosas como las personas de alma buena: sin antipatías, sin odios, con nobleza.
Aquella noche fatídica todo fue extraño para tus papás. Tu mamá no pudo dormir porque Loki estuvo inquieto toda la noche. Algo sentía el gato. Los gatos no son brujos, son magos. Tu padre, quien se había ido a trabajar a Buenaventura, en la madrugada despertó de un sobresalto y no pudo volver a conciliar el sueño. A las seis de la mañana, ya subido en una lancha rápida que lo llevaría a altamar para acercar un buque comercial al muelle, recibió la llamada en la que le dijeron que algo te había sucedido. Quiso regresar aunque fuese nadando, pero debió cumplir primero con su trabajo. Fue él, como capitán de ese otro barco llamado familia, tuvo que darle la noticia a tu hermana Natalia, ella se descontroló, gritó, lloró, te sigue llorando, y cómo no hacerlo si también le quitaron media vida. Ahora los tres están unidos porque saben que es la única manera de no zozobrar, de no dejarse hundir, de preservar la memoria de su Valentina, la valiente.
Atentamente: Pacho Escobar.
Mimaba conejos, arrullaba pollitos, acariciaba ranas, liberaba pájaros, perseguía mariposas, alimentaba peces y lloraba porque no la dejaban tener un perro. Sara María García Rodríguez nació animalista de corazón. Su casa siempre olió a tierra, a naturaleza, y ese ambiente era cubierto por sonidos de animales variopintos. Fue en 2009 cuando por fin convenció a sus papás de que le cambiaran un perro de peluche por uno de verdad. Ella tenía seis años y con una madurez inusitada hizo una ceremonia para bautizarlo bajo el nombre “Toby Gachia Roguiguesh”.
Pero no solo era así con los animales, también lo era con las personas. Su mamá lo descubrió un día en que en una reunión de padres de familia una niña se le acercó, la abrazó y le dio las gracias por la lonchera que le mandaba todos los días. Ascened Rodríguez no entendió lo que la compañerita de su hija le decía, así que se arrodilló y le preguntó sonriendo sobre lo que acababa de contar. La niña de nuevo le agradeció por la manzana y el sánduche de los lunes, la naranja y el jamón de los martes y así siguió hasta hacerle saber que Sarita le daba todo su fiambre porque a ella si acaso la enviaban con unas papas de paquete. Ascened entendió y lo que hizo, desde entonces, fue mandar dos loncheras. La generosidad no solo se aprende, también se hereda.
Y se conserva. Un par de años después la historia pareció repetirse, pero Sarita ya estaba en la edad de la conciencia. Hubo un tiempo en que se percató que una niña de otro curso siempre debía llevar su almuerzo. Además, que lo comía frío y para completar, debía quedarse aquellas horas muertas entre el almuerzo y las clases de refuerzo que les daban después de las dos de la tarde. Sara llegó con esa historia a su casa y les pidió a sus padres, con lágrimas de por medio, que la dejaran llevar a esa nueva amiguita para que no creciera en soledad. Durante dos años consecutivos el rito de estas dos amiguitas se hizo sublime: llegaban a la casa de Sarita, almorzaban, se lavaban los dientes, hacían siesta y regresaban al colegio a estudiar. Los papás de Sara recuerdan que la niña era de Guacarí y que nunca pudieron conocer a sus padres.
Una escena: ha llegado un niño al Liceo de los Andes. Sara lo ha identificado. Son muy pocos estudiantes, es fácil saber quién es el nuevo. Puede sentir el miedo del pequeño. Ella se dirige hacía él. Saca un paquetito de dulces de su maleta. Siempre hay que cargar dulces en la maleta. Abre el paquete, saca uno para ella y le brinda otro al recién llegado. En ese momento se presenta. “Soy Sara. Sarita, me podés llamar Sarita”. Sarita la dulce, dirían quienes la conocen. Con suavidad mira al pequeño, entonces comienza a hacerle un recorrido por el colegio contándole cuántos salones hay, cuántos cursos, cuántos patios, cuántas canchas, las horas de clases y las horas de descanso, los días de sol y los de lluvia. Así, con esa manera tan suave y tan suya recibe a los nuevos y abraza a los viejos, como lo hacía con sus amigos de siempre.
Sara, Nicolás, Juan Pablo y Jacobo anduvieron juntos desde prekínder hasta el día de sus muertes. Los testimonios de otros de sus amigos cercanos dan cuenta de que Sara era la contención del grupo. Era consejera y mediadora, era quien escuchaba y dejaba hablar, era quien aconsejaba y se dejaba aconsejar. Los quería tanto que, según sus padres, uno de los días más tristes en la vida de Sara fue cuando recibió la noticia de que había perdido el año en el Liceo de los Andes. Estaban en octavo. Y no lloraba por orgullo, ni mucho menos por impotencia, ni por tener que volver a ver las mismas materias durante otro año más. No. Lloraba porque creía que ella se iba a perder del grupo como cuando un ave migratoria se distrae y nunca más puede volver a volar junto a los suyos.
Sus padres la vieron tan afectada que incluso le propusieron cambiarse de colegio, pero ella les dijo que ni se les fuera a ocurrir, que ella no solo quería ser liceísta, sino que para eso estaban también los descansos, para pasar momentos inolvidables con sus amiguitos. Tejedora de redes como las arañas mansas, Sara logró que el grupo se reuniera todos los viernes y sábados. Iban a cine, comían pizza en el barrio El Albergue, jugaban Monopoly en la casa de Jacobo, veían series en la casa de Nicolás, jugaban parqués en la casa de Juan Pablo, bailaban en la casa de Paulina, y aprendían de libros en la casa de Sarita. Se adoraban.
Lograron hasta que los padres de los chicos compartieran tiempo juntos. Incluso, los convencieron para hacer el viaje de sus vidas. Los papás de Sara conservan las fotos de esa aventura que duró quince días y miran las imágenes con la alegría que da el haber visto feliz a su hija. Primero fueron a los parques de atracciones en Orlando, después estuvieron en Disney, vieron la luna desde Cabo Cañaveral, se subieron a un crucero que los llevó a Las Bahamas y los paseó por el inmenso océano atlántico. Era tan grande la embarcación que debían llevar walkie-talkies para comunicarse entre padres e hijos. El viaje ocurrió en 2019 y fue tan emocionante para los adolescentes, que durante todo 2020 contaron anécdotas de las locuras que hicieron en medio del mar. En las noches, viendo las estrellas, también hablaron de las carreras profesionales que querían iniciar.
Sara, por ejemplo, nunca dudó de lo que quería estudiar. Cuando un extraño en una fiesta de media tarde preguntaba “¿Sara y vos qué querés estudiar?”, el resto del grupo en coro y sin vacilar gritaba: “veterinaaaariaaaa”. Sarita se veía vestida de bata blanca, pero no para sanar a humanos como César su padre, sino para atender animales y curarlos de sus enfermedades. Antes de iniciar el proceso de admisión lo único que preguntó era si en esa carrera había que ver matemáticas a profundidad, pues era el área en la que su pasión no fluía, contrario a las materias que tenían que ver con la lectura. Sarita era de las pocas niñas en el Liceo de los Andes que se leía un libro en menos de una semana.
Lloró. Lloró de alegría el día que vio su nombre en la lista de admitidos en dos universidades: la Tecnológica y la Autónoma de Pereira. Se decidió por la segunda porque en bachillerato ya había tenido que repetir un año y le causaban temor los posibles paros que ocurrieran en las universidades públicas, pues creía que se podía alejar mucho más de las etapas por las que estuvieran pasando sus inseparables amigos. César y Ascened le dijeron que no había afán, pero ella lo quiso así. La idea era que se fuera a vivir a Pereira, sin embargo, el primer semestre lo debió hacer virtual debido a la pandemia por la que estaba pasando el planeta. Si por sus padres hubiera sido, toda la carrera la hubiese estudiado desde la sala de su casa.
Aquel semestre se lo gozó a tope. Hizo presentaciones sobre el ojo de la vaca, la vesícula de la gallina, el riñón del cerdo, el corazón del sapo, los hocicos de los perros y las alas de los pájaros. Muchos de sus trabajos no los hizo sola, al lado suyo tuvo al mejor consejero, su papá. Una noche, después de analizar el órgano de un animal, riendo a carcajadas se prometieron que una vez ella se graduara de la universidad y montara su propia clínica veterinaria, lo iba a nombrar a él como su asistente vitalicio; César la abrazó y le dijo que ahora sabía por qué treinta años atrás había decidido estudiar medicina: sí, para ser el asistente eterno de su hija amada.
Sara, tu habitación sigue igual a como la dejaste el sábado 23 de enero del 2021. Tus padres han tratado de mover lo menos posible los objetos que en ella dejaste. A Toby Gachia Roguiguesh le gusta dormir bajo tu cama. Mientras estuve conversando en el comedor con tu madre, me pareció que Toby sabía de quién estábamos hablando, se acostó en la puerta de tu cuarto, miraba a Ascened y volteaba su mirada hacia tus fotos. Se le nota que te extraña. Todos te extrañan.
Conocí a Yaneth, tu nana, a quien consentías y no soportabas que alguien siquiera se atreviera a dar un juicio de valor sobre sus deliciosos almuerzos. Creo que al escucharnos hablar de ti, no pudo evitar llorarte, extrañarte. Ella tampoco ha superado tu ausencia. Nadie nunca lo hará. Ella se encarga cada mañana de darles de comer a tus pájaros, y también de limpiar el polvo de tus libros. Con orgullo tu mamá me enseñó la trilogía de Suzanne Collins que te leíste; también la de Estelle Maskame: ‘Miss You’, ‘Need You’, ‘Love You’; ahí sigue la trilogía ‘My Dilemma Is You’, de Cristina Chiperi; parece que alguien ha ojeado los libros de Stephen King, Luca Di Fulvio, Robert Fisher, y los de Jaime Patiño Santa, sobre todo ese que se titula ‘Sin miedo a morir’. Ahí están todos tus libros, que no terminaría de mencionar porque tu biblioteca era grande, grande como tu mente y tus sueños.
Tus padres cumplieron la promesa. Sí, ayudar con los estudios a tu exnovio Santiago. Ellos me contaron por qué lo hicieron. Recordaron cuando les contaste que Santi quería estudiar derecho pero necesitaba un apoyo. Un apoyo que al final se traduciría en un compromiso para él. Saberse respaldado lo motivaría para ser un buen estudiante y no perder nunca alguna materia. Te cuento que Santi está cumpliendo. Ya va por el tercer semestre y tus padres lo cuentan con orgullo, como si les hubieses dejado un nuevo hijo en casa. Puedo decirte que lo aprecian tanto que viven pendientes de si desayunó, si almorzó, si comió, si tiene para las fotocopias, si le hace falta un libro, o incluso lo escuchan cuando siente el paso del tiempo y el hueco de tu ausencia. Te cumplieron, Sarita.
Conté con la suerte de hablar con Santi. No sé si sabías que la primera cosa que lo enamoró fue tu sonrisa. Él aún recuerda cómo ibas vestida el día que te vio por primera vez. Creo que tú no lo viste. Llevabas una blusa rosada con blanco, unos shorts de jean y unos tenis blancos. No sé si te lo dijo, pero le gustó tu actitud, dice que llegaste al gimnasio y llenaste de buena vibra el lugar. Se demoró en conseguir tu número, pero lo logró. El resto lo conoces. Sin embargo, no sé si supiste que un día tu mamá lo llamó y le pidió que se vieran. Él cumplió la cita y ella le preguntó si eran novios, él le dijo que no, pero que lo iban a ser. Ella solo le pidió que te cuidara mucho porque eras el tesoro de la casa. Así trató de hacerlo, si por él hubiera sido, hubiese dado la vida aquel fatídico día para que tú no te fueras. Sara, debes estar tranquila, a Santi no solo le heredaste todos tus amigos, sino una de las familias más generosas y amorosas que he conocido. Ahora entiendo por qué muchos siempre te consideraron como Sarita, Sarita la dulce.
Atentamente: Pacho Escobar.
Lo bautizaron Juan Pablo por un papa y por un piloto de carros. Uno de andar pausado y el otro de andar raudo. Juan Pablo Marín Pérez también se debatía entre esos dos mundos. En sus primeros años de vida, cuando no le gustaba algo lo hacía de manera muy lenta, mientras que otras veces su velocidad atropellaba al que estuviera adelante. Era un niño hiperactivo. A su madre, Gabriela Pérez, la llamaban del colegio unas veces para contarle que su hijo había desarmado un asiento, otras para decirle que era difícil tenerlo concentrado en clase y otras para felicitarla porque tenía un hijo brillante que iba delante de muchos niños por su comprensión de lectura. La inteligencia contenida muchas veces se confunde con sismos de indisciplina.
Estaba en séptimo año en el Liceo de los Andes y el desborde de hiperactividad lo llevó a la desconcentración. Gabriela hizo lo mismo que Martha, la mamá de Nicolás, tratar de ponerlo en cintura con un régimen castrense, de tal suerte que los dos terminaron inscritos en la Academia Militar de Buga. Tan solo el corte de pelo a ras como los soldados hizo mella, de inmediato, en Juan Pablo, quien llegaba a casa rogando para volver al Liceo de los Andes, donde por siete años había crecido junto a sus inseparables amigos. El cambio no sirvió, ahora eran los profesores del colegio militar los que llamaban a la mamá de Juan Pablo para contarle que a su muchacho no lo cansaba nadie y que su energía lo desbordaba. Pura inteligencia contenida, ella lo sabía.
Paradojas de la vida. Juan Pablo fue inscrito en el colegio Santa Mariana de Jesús. Poco tiempo después de haber entrado a estudiar y ante el silencio de las monjas marianas, su madre quiso saber qué pasaba y se encontró con la sorpresa de que profesoras y profesores andaban felices con el nuevo alumno por su amabilidad, cortesía y pilera a la hora de participar en clase. Parece que a Juan Pablo aquel año de “servicio militar” le había calmado ese torrente de energía que cargaba. Sus buenas notas lo llevaron a graduarse sin problema como bachiller. Para quienes lo conocieron, quizá, fue uno de los días más felices de su vida. Como su grado fue en pandemia, tuvo que recibir el diploma en la puerta de su casa, pero esto no fue óbice para ponerse la bata y el birrete, saltar de la emoción, tomarse una docena de selfies y subirlas a sus redes sociales como gritando: “aquí está, lo logré, esto es mío, nadie me lo quita”.
Mientras Gabriela recuerda los primeros años de su hijo, abraza con todas sus fuerzas un portarretratos con la imagen de Juan Pablo, como tratando de impedir que los violentos también se la arrebaten. Se ve que tiene miedo. Se le nota cansada. Se le ve destruida por dentro. Su sueño no es reparador. Ha tenido que acudir a profesionales para tratar de superar lo insuperable. Aprieta la quijada para evitar llorar. Se disculpa cuando llora, como si eso la hiciera culpable del destino que le tocó vivir. Baja la voz cuando se le pregunta por los posibles asesinos, evita el tema. Tiene miedo. Prefiere hablar de la vida de Juan Pablo más que de su muerte porque, como diría Borges, “la muerte es una vida vivida”.
Juan Pablo la vivió con el acelerador a fondo. Pasó por escuelas de fútbol, patinaje, karate, hockey, baloncesto, judo y todos los deportes que hubiesen en los alrededores de Buga. Aún así, después de cada entreno llegaba recargado a casa, a seguir jugando. Tal vez por eso creció tanto, llegó a medir un metro con ochenta centímetros, una vida con altura. Cuando comenzó a ir al gimnasio se abrieron las ventanas de los piropos. Sus amigos recuerdan que era el hombrecito que más miradas se robaba, pero era disciplinado en los temas del amor. Si salía con una chica solo tenía ojos para ella. Ojos bonitos, ojos lindos, ojos claros, ojos hermosos, que me miren esos ojos, regálame esos ojos, de quién son esos ojos… le decían las adolescentes que lo veían.
Hasta el último día de su vida su corazón fue para Nataly. En 2019 ella había ido de visita a Buga. Juan Pablo y Nataly cruzaron sus miradas en una fiesta y el clic fue inmediato. Ella tenía que regresar a Medellín, pero él logró que ella le diera su número de teléfono. Las llamadas eran de varias horas. Muchas veces hacían videollamadas y hablaban hasta tan tarde que Gabriela lo encontraba dormido con el teléfono en el regazo. Para poder hablar noches enteras con Nataly, Juan Pablo dejó de jugar San Andreas Grand Theft Auto, Resident Evil y Fifa 2020. Lo que no dejó de hacer fue ir al gimnasio, quería sentirse pleno en cada ocasión que pudiera ver a su novia. Las cosas se facilitaron cuando Gabriela comenzó a darle permiso para viajar a Medellín, a hacerle las visitas correspondientes.
Una escena: Juan Pablo, Nicolás y El Rolo viajan a Medellín a pasar un fin de semana. En una fiesta, Nicolás y El Rolo conocen a una bella adolescente. Cada uno por su lado trata de conquistarla. El Rolo le pide a Nicolás que no le coquetee a la adolescente, le dice que él la vio primero. Nicolás le dice a El Rolo que no le ve oportunidad con la chica. Discuten. No se vuelven a hablar. La adolescente no le da chance a ninguno de los dos. Regresan al apartamento que les habían prestado para dormir. Cada uno entra a su habitación y tira la puerta. Juan Pablo se siente incómodo. Le duele la situación. Busca lápiz y papel. Se sienta en la sala y a sus dos amigos les escribe una carta. Se las mete por debajo de la puerta. En ella hay una frase conciliadora y para la vida: “No vinimos a pelear, tenemos que querernos mucho”. Así era Juan Pablo.
Después de otro de sus viajes el adolescente regresó decidido. “Mamá quiero ser abogado y quiero estudiar derecho en Medellín”. Gabriela sabía que en esa frase había dos verdades pero que faltaba una, su hijo se había enamorado a tal punto que no quería vivir un amor a distancia. Los amores a distancia los diluye el tiempo y el espacio hasta que llega el olvido. Juan Pablo lo sabía y no lo iba a permitir. De hecho, de las pocas veces que Gabriela lo vio llorar fue cuando le dijo que creía que económicamente iba a ser muy difícil que él pudiera estudiar en Medellín. Aunque ella sabía que sus lágrimas no se debían a los temas universitarios, sino a los amatorios.
Decidieron que se iría a Medellín, pero hicieron un trato: como el planeta atravesaba por la incertidumbre de la pandemia, el encierro, la falta de vacunas y las normas que prohibían las aglomeraciones hasta en instituciones educativas, los papás de Juan Pablo le pidieron que hiciera un semestre de iniciación en la Universidad Santiago de Cali, donde ya había un plan de estudios virtuales. Aceptó pero con la inevitable condición de que al semestre siguiente se iría, sí o sí, a la capital de Antioquia. Mientras tanto, hizo viajes en bus y en avión para visitar a Nataly, eso sí no lo negoció. El amor es así, incondicional.
Recibió sus clases como si fueran presenciales. Se levantaba a las seis de la mañana, se bañaba, se vestía, desayunaba y en punto de las siete estaba conectado. Su mamá, su abuela y su hermanito lo veían motivado, a ellos y a Nataly les mostraba sus notas sobresalientes, les recitaba sus exposiciones y hasta entablaba discusiones sobre lo que podría ser su futuro. Aunque no había visto clases de derecho penal, decía que iba a ser uno de los mejores penalistas de Colombia y que eso lo iba a lograr pero en Medellín, porque quien estudia con el corazón lleno lo puede hacer con el estómago vacío. Su mamá lo regañaba y le recordaba que iban a hacer todo el esfuerzo para que cumpliera su sueño.
Así lo hicieron. Una vez finalizado el semestre en la Universidad Santiago de Cali realizaron todas las vueltas para que entrara a la Universidad de Medellín. Incluso, buscaron homologar algunas materias. También como premio dejaron que pasara la Navidad y el Año Nuevo junto a Nataly y su familia. Hay un video en aquellas fiestas de diciembre de 2020, allí se le ve feliz, pleno. Juan Pablo baila mientras Nataly lo filma, él mira a la cámara y sabe que ese video se lo enviarán a sus padres, entonces hace un gesto de amor, como diciéndoles: “mírenme, soy una persona feliz, gracias por todo esto, gracias por tanto, gracias por todo lo que hacen por mí”.
Todo estaba listo. Juan Pablo se matriculó en la Universidad de Medellín; su novia y su cuñada le consiguieron una habitación para vivir; sus padres le compraron los tiquetes para que viajara el 31 de enero de 2021. La inducción la recibió virtualmente y les contó a sus amigos. Ante el inminente viaje, todos decidieron realizar una despedida en la finca de Jacobo Pérez, previendo que iba a pasar mucho tiempo para que pudieran volver a estar reunidos.
Juan Pablo, tu madre recuerda perfectamente la última vez que te vio. Apareciste en la puerta de su cuarto. Ibas vestido de negro y con el maletín que tanto le pediste. Recuerda tus ojos, recuerda tus bellos ojos, dice, recuerda la mirada súbita que se cruzaron y aquella frase final que pronunciaste: “Picos, bye”. Sobre esa escena muchas veces se pregunta por qué no se dieron un abrazo, le hubiera gustado haberte dado un abrazo largo, apretado, amoroso, haberte mirado a los ojos y haberte dado un beso en la mejilla para finalmente darte una bendición que te cuidara de todo mal y todo peligro. Pero era tan normal que te fueras a parchar con tus amigos, que ni ella, ni tú, ni nadie, se atrevió a pensar nunca jamás que esa iba a ser la última vez que se iban a cruzar las miradas.
Te cuento que ha sido tan doloroso este duelo para ella, que tomó una decisión categórica: después de muchos años de vivir en la casa donde prácticamente creciste, optó por irse a otro lugar. No pudo con los recuerdos que aquel sitio le traía de ti. Te veía en el antejardín, en la puerta, en el garaje, en la sala, en la cocina, en tu cuarto, en el cuarto de ella, en el de tu abuela, en el de tu hermano, te veía hasta en los portarretratos sin foto. Lo mejor era irse, pensó. No se fue muy lejos, sigue en el mismo barrio pero a varias cuadras de donde creciste. Es una casa grande, bonita, pero sin ti.
En esa nueva casa ha puesto un modesto altar en la sala. Lo puso casi a tu altura. Allí reposan tres fotos: una con ella cuando eras bebé, otra el día de tu grado, y una con tu novia Nataly. Una parte del clóset del cuarto principal lo ha dejado para ti. Se nota que dobló cada una de tus prendas de vestir con delicadeza y finura para que la acompañen hasta el final de sus días. Allí están tus camisas, camisetas, chaquetas, buzos, jeans, sudaderas, pantalonetas, medias, bóxer, tus guayos, tus juegos, tu maleta, tus tenis, tus libros, tus tesoros.
Nataly no ha dejado de hablar ni un solo día con tu mamá. No la ha desamparado. Incluso, crearon una carpeta en la nube donde han ido subiendo las fotos que encuentran de ti para verlas juntas en línea. Aunque Nataly es una adolescente, se ha portado como una mujer madura. Te cuento que el pasado diciembre evitó quedarse en Medellín, tus recuerdos también la persiguen. De modo que decidió hacer sola uno de los viajes soñados que tenían ustedes dos: se fue a conocer Nueva York. Hay una foto de ella en Times Square, ese sitio lleno de pantallas y luces promocionando vidas felices. En la imagen, Nataly lleva puesta una camisa con una foto tuya, allí también tiene tu maleta. Trata de reír, pero no lo logra. La calle está atestada de gente, pero para Nataly es un lugar vacío, un lugar sin ti.
Para Gabriela y para Nataly este es un planeta inmenso, pero vacío porque ya no estás tú, el hombrecito de ojos lindos, luminosos, alegres, conquistadores, soñadores, diáfanos. El hombre que con sus ojos les podía decir: “Picos, bye, les amo”.
Atentamente: Pacho Escobar.
*Los padres y madres de Nicolás Suárez y Jacobo Pérez decidieron no hablar para esta crónica.
*Un día antes de la publicación de este especial, un comunicado de prensa de la Fiscalía General de la Nación dio a conocer que los disidentes de las Farc Diego Fernando Rivas Zuleta, alias ‘Simón’, y Jhon Jaime Ramírez, alias ‘JJ’, fueron condenados a 31 años de prisión por el asesinato de los cinco jóvenes.
* El 28 de marzo de 2022 el Ejército de Colombia cometió una masacre en la vereda Alto Remanso de Puerto Leguízamo (Putumayo), que fue cubierta y narrada por Vorágine en su momento. Si quiere leer las historias sobre esa masacre haga clic en los siguientes enlaces:
El operativo del Ejército manchado con sangre de civiles.
Las contradicciones y vacíos en la versión del Ejército sobre operativo en Putumayo.