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Con la mano derecha sobre el corazón, Iván Duque se hizo fotografiar al lado de nueve policías, vistiendo, él mismo, una chaqueta de la institución. “Dios me los bendiga, ¿cómo han estado?”, le oyeron decir aquella madrugada varios agentes, cuando el entonces presidente de la República visitó los Centros de Atención Inmediata (CAI) de Castilla, de Kennedy y de Ferias, en Bogotá, luciendo su nuevo vestido.
Era el 16 de septiembre de 2020. Una semana atrás, el abogado Javier Ordóñez había muerto a manos de un grupo de policías y el hecho produjo protestas en varios puntos de la capital. En respuesta, un buen número de agentes abrió fuego contra los manifestantes. Entonces, al muerto del 8 de septiembre se sumaron al menos otros 12, durante lo que rápidamente fue bautizado como la masacre del 9S y el 10S. Un nombre que, además, sirve para distinguirla de al menos otras 312 ejecutadas por múltiples actores armados, solamente durante el periodo presidencial de Duque, según las cuentas de INDEPAZ, una organización que analiza este tema en Colombia.
¿El derramamiento de sangre nos define como país? ¿Las muertes violentas que se multiplican a diario, hasta alargar listas sobre episodios crueles, sintetizan parte de nuestra identidad? ¿Puede hablarse de las masacres como manifestación de un repertorio violento con fines, tácticas y métodos determinados? ¿Cuál es el perfil de sus perpetradores y responsables?
Para responder estas y otras preguntas conversamos con académicos y otros investigadores y analistas que se enfrentan a las violencias que atraviesan la cotidianidad de varias regiones de Colombia, y que, con su esfuerzo por entender, ofrecen insumos para desmantelarlas.
Varios de ellos llaman la atención sobre el momento en el que nos encontramos, así como sobre las líneas de continuidad o de ruptura con relación a periodos anteriores de la historia nacional.
Juan Diego Restrepo, director de Verdad Abierta, un portal dedicado a hacer investigaciones periodísticas a profundidad sobre el conflicto armado, distingue entre lo que conocimos durante el cambio de siglo y un escenario como el actual, en el que se hace cada vez más difícil georreferenciar hechos de sangre y adjudicar responsabilidades en el marco de la guerra. A su juicio, el período abierto después de la firma del acuerdo de paz de 2016 supuso una multiplicación de actores armados en zonas del país antes dominadas por las Farc u objeto de disputa por parte de varios grupos cuya identidad era relativamente fácil de reconocer.
Tal y como lo explica Adriel Ruiz, de la Comisión Interétnica de la Verdad de la región Pacífico (CIVP), ello significó un gran desconcierto para la sociedad civil, testigo del “desorden” en sitios sometidos en el pasado a una especie de statu quo ilegal, que se vio alterado. Por cuenta de las condiciones en las que se ha dado la formación del Estado en distintos puntos de la geografía nacional, el politólogo Francisco Gutiérrez Sanín sostiene en uno de sus libros que buena parte del mundo rural asiste ya a un nuevo ciclo de la guerra en Colombia, protagonizado, entre otros, por grupos híbridos entre política y criminalidad, que establecen diversas formas de control territorial, regulan el sistema político a través de la amenaza y proveen seguridad y causas territoriales. El académico sostiene que, “de manera no infrecuente”, dichos grupos están “en íntima articulación con sectores del sistema político, élites económicas y sectores del aparato de seguridad”.
Juan Pappier, de Human Rights Watch, habla de más de 30 disidencias de las Farc, que se suman al ELN y a las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC o Clan del Golfo, como también es conocido). En ese escenario de actores armados ilegales, Leonardo González, de Indepaz, identifica, al lado de este último grupo, a más de 20 estructuras paramilitares en diversas partes del país.
En palabras del comisionado de la verdad Alejandro Castillejo, el presente es “un momento tectónico” con una sobreposición de “capas de transicionalidad”, correspondientes a lo que ha dejado el proceso de Justicia y Paz con las AUC, los acuerdos suscritos con las Farc y una guerra todavía vigente entre el Estado y el ELN. “Estas capas se están moviendo y producen fisuras sociales y armadas”, sostiene el integrante de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición (CEV), tomando distancia de la tesis sobre un nuevo ciclo de guerra y planteando que lo que hay de fondo es “un ciclo subterráneo que ha estado ahí permanentemente”.
Por su parte, Diana Sánchez, directora de la Asociación Minga, agrega que la impunidad ha favorecido la repetición de toda clase de crímenes a manos de estos actores armados ilegales, con un agravante: las estructuras económicas y políticas que los han proveído de apoyo siguen sin ser desmanteladas. Según la defensora de derechos humanos, también estas estructuras se benefician de las rentas que tales actores se disputan en terreno, pero, en tanto élites regionales con diversos niveles de influencia a nivel nacional, no son perseguidas por parte de quienes deberían hacerlo.
En cambio, las comunidades sujetas a “las trampas mortales” de economías como la de la cocaína han sufrido estigmas como los impuestos por el Gobierno de Duque y su fallida guerra contra las drogas, mientras la muerte es naturalizada y el “amor por las armas” crece en ciertos sectores de la sociedad, sin que el Estado ayude a superar dinámicas de violencia que se reproducen a diario.
A juicio de Juan Manuel Torres, de la Fundación Paz y Reconciliación (PARES), que el Gobierno de Duque haya negado la existencia del conflicto armado redundó en que miles de familias que han sufrido los embates de la guerra hayan visto cerrados los caminos para recibir atención estatal oportuna. Según el investigador, esta situación también trajo consigo un aumento de la desconfianza de la ciudadanía hacia las autoridades, en regiones donde, en lugar de combatir eficazmente a los actores armados ilegales, la fuerza pública califica de enemigo a quien levanta su voz de protesta contra claras manifestaciones de connivencia.
Más allá del nombre que pueda darse al momento en el que nos encontramos, la recomendación de Luis Fernando Trejos, politólogo y profesor de la Universidad del Norte, obliga a “no echar todo en la misma bolsa”. Las condiciones en las que tienen lugar disputas territoriales, económicas e ideológicas en diversos sitios del país, definen funciones y mensajes distintos atribuidos a las masacres, así como un perfil diferencial de los responsables de esta forma particular de violencia.
Juan Diego Restrepo ve como una constante el recurso al sicariato, pero diferencia el propósito de las masacres sucedidas en los últimos años en el suroeste antioqueño de aquellas que tuvieron su pico en 2020 en la subregión del Bajo Cauca. Según el periodista, mientras las primeras no pretendieron provocar fenómenos de desplazamiento forzado, sino “disciplinar”, y estaban dirigidas principalmente contra jíbaros en un escenario caracterizado por la disputa entre la Oficina del Valle de Aburrá y las AGC por el control de las plazas de venta de estupefacientes en los enclaves cafeteros, las segundas sucedieron en el marco de la guerra entre AGC y los Caparros por el control de una parte del corredor que comunica, entre otras regiones, al Urabá con el Catatumbo, para fines de narcotráfico y de acceso a muchas otras rentas, entre ellas las derivadas de la minería ilegal.
Frente al caso de Arauca, donde más que por cultivos de uso ilícito la disputa ha sido por el control de ingresos asociados al extractivismo, la extorsión o el contrabando en zona de frontera, según Restrepo, las masacres han tenido lugar en medio de la afirmación de la hegemonía del ELN, frente a la irrupción de otros grupos como el Frente Décimo o Frente Martín Villa, de las disidencias de las Farc.
Juan Manuel Torres ha explicado, por su parte, que determinadas masacres en el sur del departamento del Cauca corresponden al despliegue del Comando Coordinador de Occidente, con incursiones cuyo mensaje de terror encubre la debilidad de un actor sin suficiente respaldo por parte de la comunidad. Tanto en este departamento como en el departamento vecino, Valle del Cauca, varias de las masacres sucedidas a manos de las disidencias de las Farc han estado dirigidas contra comunidades afro e indígenas, respectivamente señaladas como enemigas por la columna móvil Dagoberto Ramos y por la Jaime Martínez.
Ello ha profundizado algo expuesto en su momento por el comisionado de la CEV Leyner Palacios: el racismo estructural se ha manifestado a lo largo del conflicto armado, convirtiendo a los pueblos étnicos en objeto reiterativo de ataques por parte de diversos actores armados, que han reeditado formas de crueldad largamente sufridas por afrocolombianos e indígenas. Sus territorios colectivos, articulados a las dinámicas del negocio transnacional de las drogas, son hoy también objeto de otros intereses, tal y como lo explica Adriel Ruiz refiriéndose al caso de lo que sucede en varios puntos del litoral Pacífico. A las masacres de períodos anteriores les siguieron el desplazamiento, la irrupción de la agroindustria de palma aceitera en el Bajo Atrato y en Tumaco, así como iniciativas de expansión portuaria en Buenaventura, al tiempo que se profundizaban la minería mecanizada y la tala indiscriminada de madera, en distintos puntos. Según el integrante de la CIVP, dicha historia permite entrever lo que podría ocurrir de nuevo en una región que “todos se quieren feriar”, y donde los actores armados han pretendido “sacar el territorio de la cabeza” de las comunidades, descomponiendo sus liderazgos y su cohesión social, con graves efectos sobre la salud mental de la gente y, claro, sobre la pervivencia étnica.
Ayer y hoy, más allá del marco del conflicto armado, las masacres han tenido diversas funciones, no solamente en el Pacífico, sino también en otros lugares de la geografía nacional. Según Luis Fernando Trejos, unas veces han correspondido a formas de “sanción extrema”. Basta recordar la matanza de Llano Verde, sucedida en agosto de 2020. Diana Sánchez ve en el conjunto de estos hechos de sangre una connotación de miedo en un escenario de desprotección.
“Aquí estamos y no nos importa; no va a pasar nada”, plantea Leonardo González, refiriéndose a una suerte de mensaje implícito. Pero, “¿cuántas de las masacres no son producto, más que para desterrar a las víctimas, para desterrar a través del terror a quienes son espectadores de ellas?”, planteó Elsa Blair, ya en 2005, en su libro Muertes violentas: La teatralización del exceso. La pregunta ha sido contestada a lo largo de los años.
Mientras avanzaba el gobierno de Iván Duque la sociedad tuvo conocimiento, también, de varios hechos de sangre perpetrados por agentes del Estado, calificados como masacres. Vorágine, El Espectador y Cambio informaron que un operativo militar, presentado el 28 de marzo de este año por el entonces ministro de Defensa, Diego Molano, como una ofensiva de la fuerza pública contra “narcoterroristas y narcocaleros” en Puerto Leguízamo (Putumayo), había cobrado la vida de al menos cuatro personas desarmadas y había incluido la manipulación de sus cadáveres para hacerlos aparecer como combatientes. Reportadas por los periodistas que viajaron al lugar de los hechos, dichas víctimas fueron el presidente de la junta de acción comunal de la vereda Alto Remanso, su esposa (una mujer embarazada de 24 años), un líder indígena y un menor de 16 años.
El episodio hizo recordar varios anuncios de supuestos éxitos operacionales por parte del Gobierno, que encubrieron, en su momento, la muerte de menores de edad durante bombardeos de la fuerza pública contra campamentos de grupos armados al margen de la ley. Chocó y Caquetá fueron escenario de este tipo de acciones, justificadas por Diego Molano al tildar de “máquinas de guerra” a los menores reclutados que cayeron muertos en medio de las operaciones.
Las casi 90 víctimas fatales que dejó la represión durante el paro nacional de 2021, según organizaciones de derechos humanos, alargan la lista de muertos por cuenta de masacres perpetradas por agentes del Estado, incluso, bajo el foco de la atención mediática. La actitud del entonces presidente, Iván Duque, en defensa de la acción de la fuerza pública no fue muy distinta a la que le conoció el país un año antes, después de que miembros de la policía abrieran fuego en distintos puntos de Bogotá contra personas que protestaban por el asesinato de Javier Ordóñez, a manos también de hombres de la institución. Según Alejandro Lanz, codirector de Temblores ONG, el hecho de que el mandatario se presentara ante las cámaras de televisión vistiendo una chaqueta de la policía durante una visita a un grupo de agentes fue un modo de manifestar su respaldo al proceder de la institución y de pretender legitimar la violencia oficial ejercida.
La antropología se ha enfrentado a la pregunta sobre la relación entre violencia y cultura. Elsa Blair, por ejemplo, explica que tras la ejecución de una muerte violenta, generalmente, se da un esfuerzo por interpretar, divulgar y ritualizar lo sucedido, con el ánimo de construir y reconstruir tramas de significación. A su juicio, la desmesura caracteriza a los colombianos, incluso con relación a la violencia. En Colombia, según la antropóloga, “también en la muerte la sociedad ha caído en el exceso” y la primera constatación de esto son las cifras.
El comisionado Alejandro Castillejo cuestiona que “el relato de la violencia sea colonizado por el número y la estadística”, ya que, asegura, “el número esconde la historia y trayectoria social que hay detrás de un muerto”. No desconoce la importancia de documentar los hechos de sangre que se multiplican a diario, pero insiste en que hay que encontrar formas de narrar que no corran el riesgo de ahondar la indiferencia. “Detrás del número tú no ves historias, sino cosificaciones de la experiencia y de la persona; eso puede suceder en este país, donde todos los días pasa algo y, aunque se vaya sumando, son sumas que ocurren lejos; y, si hacen parte de otro mundo ideológico y político, con mayor razón”.
¿Es Colombia el país de las masacres? Castillejo ve en expresiones por el estilo cierta pretensión de generalidad y un recurso a la estética de lo grotesco, susceptible de invisibilizar toda una serie de “violencias sistémicas” como el hambre y la pobreza, a su juicio, igualmente escandalosas. La relación entre violencia y cultura la sitúa al nivel de “cómo las formas de la guerra y de la violencia en el país se fundamentaron en romper el ciclo vital y la vida cotidiana”. En tanto objeto de estudio, dicha relación exige interrogar a la realidad nacional sobre “de qué manera esas formas violentas generaron hábitus en la negación del cuerpo del otro”; expresiones de maltrato y de desprecio por la vida que le facilitaron el trabajo a la muerte, situando al otro más allá de lo humano y justificando su desfiguración.
El antropólogo evita los esencialismos que reducen la complejidad de un país a determinada manifestación de crueldad. Así como rechaza que las diversas formas de maltrato sobre los cuerpos en México sean explicadas como una supuesta herencia cultural proveniente del tiempo de los sacrificios aztecas, Castillejo también critica que el caso colombiano sea caracterizado a la luz de una sola expresión de abyección y de negación del otro. Prefiere “poner la lupa” sobre las contradicciones entre las promesas e ilusiones del lenguaje transicional y las fisuras y tensiones puestas de manifiesto por las violencias que continúan en el país, a pesar de los pactos y de los acuerdos.
Según él, que los campos sigan sembrados de cadáveres, a pesar de la gran expectativa creada por el lenguaje transicional, puede dar pie a una profunda decepción y “eso, potencialmente, puede desatar energías y fricciones brutales”; por ejemplo, “jóvenes llevados hasta el abismo”, capaces de encontrar en la violencia “su única forma de la política”; “gente ‘mamada’ de la exclusión y de la segregación”.
Si bien a Castillejo el país se le presenta como escenario de “una herida abierta”, en su opinión hay recursos sociales y culturales que le ponen un “remiendo” a dicha herida, construyendo sentido de futuro y de esperanza a través de pequeños proyectos que le quitan centralidad al mundo institucional; gente que abandona la pretensión de llevar a la sociedad a un momento previo a la herida y que “invierte su energía vital” en una “paz a pequeña escala”, a través de escuelas agroecológicas, colegios, centros de memoria, acueductos, cultivos u otros procesos por el estilo que, según Adriel Ruiz, recuperan “metodologías del diálogo social”.
Son los “intangibles de la paz” que Diana Sánchez reconoció también en el protagonismo de los jóvenes durante el paro nacional; “una luz” que, a consideración de Leonardo González, permite ver que en Colombia no solamente crecen ciertas expresiones de la violencia, sino también mecanismos de diálogo, que representan algo distinto en un país donde la crueldad convive con la esperanza.
A ello refiere la CEV en su informe final, tras ocuparse de las masacres como “pérdida colectiva”: innumerables procesos de comunidades que, al retomar sus experiencias organizativas, se apoyan mutuamente “para comprender de manera colectiva el horror de lo sucedido”, negándose a “perder lo que construyeron juntas”.