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El país de las masacres
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Horror en los cafetales: los 18 muertos de las tres masacres que enlutaron a Betania

Entre 2020 y 2021 Betania fue noticia nacional tres veces, no por sus cultivos de café ni la belleza de sus paisajes, sino por la forma en que la violencia se ensañó con el municipio.

Masacres de Betania. Antioquia
22 de noviembre de 2020, 10 de enero de 2021 y 16 de octubre de 2021

Por: Laila Abu Shihab Vergara

Antes de asesinar a Juan Gabriel Zapata, Jonathan de Jesús Acevedo y María Guillermina Londoño, los cuatro sicarios que irrumpieron en la casa donde dormían prendieron el bombillo que alumbraba con una luz de mentiras la cocina y les ordenaron a los hijos menores de la mujer, que tenían entre 7 y 16 años, que se taparan la cabeza con una cobija.

Eran las 2:30 de la mañana del domingo 10 de enero de 2021 y en Betania, suroeste de Antioquia, el termómetro marcaba 19 grados centígrados. Juan Gabriel solo tenía puesta una bermuda color café y estaba desnudo de la cintura para arriba. Su novia, María Guillermina, vestía un pantalón de sudadera tipo pijama de color azul celeste y una camiseta naranja. Jonathan, hijo de María e hijastro de Juan Gabriel, dormía esa noche con un jean negro y una camándula en el cuello.

—Jonathan, la plata, la plata —gritaron los cuatro hombres armados cuando entraron a esa casa de La Cuarenta, uno de los últimos barrios del casco urbano del municipio, pegado al cementerio. Según pudo establecer la Fiscalía solo lo buscaban a él, un joven de 22 años, 1,68 metros de estatura, piel trigueña, 62 kilos de peso y bigote corto, más conocido como ‘El Mierdero’.

Cuando se dio cuenta de que le iban a disparar a Jonathan, María Guillermina —41 años, 1,60 de estatura, piel trigueña, contextura gruesa, pelo largo, casi 75 kilos de peso— quiso salvarlo, interponiéndose entre los sicarios y su hijo. Furiosos, los hombres descargaron sus balas sobre los tres adultos de la casa, incluido Juan Gabriel —34 años, 1,63 de estatura, delgado, no más de 65 kilos, piel trigueña, pelo ondulado, seis tatuajes repartidos en la parte superior del cuerpo—.

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Entre noviembre de 2020 y octubre de 2021 Betania fue noticia nacional tres veces, no por sus cultivos de café, que todo lo cubren, ni por sus paisajes de postal, que incluyen bosques tupidos de un verde muy oscuro, heliconias por donde se mire, osos andinos y hasta gallitos de roca (los pájaros de cabeza y pico color naranja brillante). Con casi 10.000 habitantes, Betania está empotrado con perfección como por la varita de un mago en la parte más alta de una montaña, justo en frente de los Farallones del Citará, una gigantesca frontera natural que divide a Antioquia de Chocó y está compuesta de más de 30.000 hectáreas de formaciones rocosas de hasta 4.020 metros de altura y de selvas y cañones profundos.

En solo 11 meses Betania fue noticia nacional tres veces por tres masacres, que dejaron en total 18 muertos. Eso llevó a ese pueblo minúsculo las cámaras de los principales noticieros de televisión y los helicópteros blindados del ministro de Defensa y del gobernador de Antioquia.

La primera masacre ocurrió el 22 de noviembre de 2020 en La Gabriela, una finca cafetera. Dejó 10 muertos. La segunda masacre ocurrió el 10 de enero de 2021 en el barrio La Cuarenta. Dejó 3 muertos. La tercera masacre ocurrió el 16 de octubre de 2021 en La Bogotana, otra finca cafetera. Dejó 5 muertos.

A pesar del amplio despliegue que las tres masacres tuvieron en los medios, de los anuncios grandilocuentes y pomposos de un ministro de Defensa, un gobernador y un comandante de la Policía de Antioquia, de los consejos extraordinarios de seguridad y la promesa de recompensas millonarias para capturar a los responsables, hasta el momento solo han sido condenadas dos personas, y capturadas y judicializadas otras siete, que siguen sin recibir sentencia.

Hoy se respira tranquilidad en las calles del pueblo, es cierto, pero es mejor no hablar en voz alta de lo que pasó en 2020 y 2021, “no vaya y sea”, como me dijo la señora que me vendió un tinto en el parque principal en marzo de 2022, “que los pelados de las bandas estén cerca de uno”. Es una tranquilidad extraña, cargada de restricciones.

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Dicen que el amor llevó a la tumba a Juan Gabriel Zapata Cano. O al menos eso cree su padre, don Gildardo de Jesús Zapata, un señor moreno y bajito, de 66 años, que es conocido por todos en Betania, del alcalde para abajo.

—Mi hijo estaba muy enamorado pero el destino le jugó una mala pasada porque se enamoró de una mujer muy buena, muy trabajadora y berraca, tiraba machete, hasta lo mantenía y todo, pero el hijo de ella era perverso, estaba metido con la gente del vicio —me cuenta don Gildardo con una mezcla de prevención y abatimiento, una mañana lluviosa en una esquina del parque principal del pueblo.

La pareja vivía en una casa de la calle 21 con carrera 14 con el hijo de ella: Jonathan de Jesús. De acuerdo con la investigación de la Fiscalía, este último se habría quedado con un cargamento de cocaína y un dinero de una de las organizaciones criminales que luchan a sangre y fuego por el control de la zona.

Los tres murieron de inmediato. Juan Gabriel por “heridas por proyectil de arma de fuego de carga única en cabeza, tórax y miembro superior derecho”; María Guillermina por “heridas en cabeza, cuello y miembros superiores por proyectil de arma de fuego”, y Jonathan’ por “heridas en región facial y tórax, por proyectil de arma de fuego de carga única”. A ‘El Mierdero’ fue fácil reconocerlo por sus tres tatuajes: un dragón en el pectoral derecho, un escorpión en el cuello, y uno de dibujos infantiles con el nombre Dilan en la parte anterior del antebrazo derecho.

—Jonathan metía vicio y estaba metido con la gente del vicio y un día empezó a dejar de pagarles. Dizque llegó a deberles 5 millones de pesos y por matarlo a él… —don Gildardo de Jesús resopla con fuerza y reprime una lágrima para tratar de terminar la frase—. Yo le había dicho a Juan Gabriel que algún día lo iban a matar si seguía con ella, que algún día iban a llegar por ese muchacho perverso y por ahí derecho me lo iban a matar a él. Y vea.

Don Gildardo era robusto y hoy está en los huesos. Aunque camina con dificultad, sigue recogiendo el pan recién salido del horno de la panadería más grande del municipio para venderlo al menudeo mientras recorre sus calles. Cuando se acerca el mediodía cambia la oferta y comienza a vender parva dulce, lenguas, roscones. Por eso nadie lo conoce por su nombre de pila. Todos le dicen ‘Mecateo’.

Lo primero que hicieron los vecinos tras oír los disparos esa madrugada del 10 de enero de 2021 fue llamar a los padres de Jonathan y de Juan Gabriel. Pero don Gildardo no fue capaz de mirar el cuerpo de su hijo, tendido sobre un gran charco de sangre. A él lo asesinaron un domingo y solo fue capaz de verlo el jueves siguiente, cuando el cuerpo regresó de Medicina Legal en Medellín, descompuesto.

Por la masacre de La Cuarenta, en febrero de 2022 fue capturado y condenado a 17 años y 6 meses de prisión José Norbey Campos Córdoba, alias ‘Tolima’, un sicario del Clan del Golfo que confesó haber recibido la orden de “liquidar” a ‘El Mierdero’, también miembro de la organización, por haberse quedado supuestamente con lo que no le correspondía. Le imputaron los delitos de homicidio agravado, concierto para delinquir agravado y fabricación, tráfico, porte o tenencia de armas de fuego. En abril de ese año la Fiscalía y la Policía capturaron a los otros tres presuntos sicarios que habrían participado en la masacre, pero esas investigaciones no han avanzado.

Según el expediente del caso, ‘Tolima’ recibió la orden desde la cárcel de Jamundí, donde está recluido Andrés Felipe Morales Marín, alias ‘Carne Rancia’, quien a pesar de estar en prisión desde 2017 sigue siendo el líder “del microtráfico y el aparato militar” del Clan del Golfo en el suroeste de Antioquia. Más exactamente, en los municipios de Salgar, Betania, Hispania, Tarso, Ciudad Bolívar y La Pintada. En marzo de 2021, Morales fue condenado a ocho años de prisión por ser el autor intelectual de la masacre de La Cuarenta.

Hasta el momento, es el único determinador que ha recibido una condena por las masacres ocurridas en Betania entre 2020 y 2021.

Juan Gabriel era el tercero de los cuatro hijos de don Gildardo. “Era recochero, el que bailaba y ganaba cada vez que había concurso” en el pueblo. A veces, cuando llegaba la cosecha más grande del año, se empleaba en cualquier finca como recolector de café. “Era solamente un muchacho que buscaba oportunidades”, me dijo con la voz rota su padre, antes de apretarme la mano con fuerza para seguir su camino. “Y cuando me necesite ya sabe, solo pregunte por ‘Mecateo’”.

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La falta de oportunidades para los jóvenes es uno de los mayores problemas del suroeste de Antioquia y ha allanado el camino para que organizaciones como el Clan del Golfo y la Oficina de Envigado expandan muy fácilmente sus tentáculos hacia esa zona, que antes pasaba relativamente desapercibida en los registros de actos violentos. Los cinco líderes sociales y defensores de derechos humanos consultados por Vorágine para esta historia, así como el alcalde y el personero de Betania, coinciden en esto.

“Parte del conflicto con el microtráfico de Medellín y el Valle de Aburrá se ha extendido hacia el suroeste, donde no hablamos tanto de sembradíos de hoja de coca, sino de zonas que son fuertes por el consumo, que en municipios como Betania, Andes o Ciudad Bolívar se incrementa mucho en época de cosecha. Ahí es cuando los jóvenes entran a hacer parte de la cadena, primero con el expendio y luego con otras cosas”, explica Luz Nely Osorno, presidenta del Instituto Popular de Capacitación (IPC), una organización de derechos humanos especializada en investigar nuestro conflicto. “Un llamado que nosotros hacemos es que son regiones que no ofrecen ninguna opción para los jóvenes; es decir, ahí también hay una responsabilidad del Estado porque son municipios que no tienen para ellos buena oferta laboral ni académica”.

O sea, la mayoría de los que, con suerte, terminan el bachillerato solo tienen tres grandes opciones: recoger café (el 95% de los betaneños dependen del grano y el suroeste concentra casi el 50% de la producción total de café del departamento), vincularse al expendio de sustancias psicoactivas o viajar a Medellín. “No bastan los puntos del SENA ni una sede de la Universidad de Antioquia en Andes si a veces las familias ni siquiera tienen para el transporte”, insiste Osorno. También podrían dedicarse al turismo, que las administraciones locales buscan fortalecer desde hace años en la región, pero que todavía no se consolida en municipios como Betania.

El otro factor que ha elevado la importancia del suroeste antioqueño para el Clan del Golfo y la Oficina de Envigado es su ubicación estratégica, pues constituye un corredor perfecto para sacar la droga del país por el océano Pacífico.

Y está, por si fuera poco, la paradoja del desarrollo. El 22 de octubre de 2021, el entonces presidente Iván Duque inauguró Pacífico 2 —también conocida como La Ruta del Suroeste— la primera autopista de cuarta generación (4G) en Antioquia, que hace parte de un megaproyecto para conectar al Valle de Aburrá con el Eje Cafetero y el puerto de Buenaventura. El gobierno nacional prometió en ese momento que en abril de 2023 se entregará Pacífico 1 y que las autopistas Mar 1 y Mar 2, con conexión hacia el Golfo de Urabá, entrarán en operación a finales de 2023. Todas esas obras juntas, dicen los encargados de la concesión, “son como un Canal de Panamá pero por tierra”.

La conexión más rápida con Medellín gracias a esas megaobras ha hecho que el turismo se incremente en la zona, algo que los pobladores agradecen, pero también ha sido aprovechado para mover mucho más fácilmente la droga. “Ese corredor es demasiado importante. Esa puntica de Antioquia vale oro”, explica Luis Fernando Quijano, reconocido defensor de derechos humanos y director de la Corporación para la Paz y el Desarrollo Social (Corpades).

“Nosotros fuimos por varios años un municipio sin muertes violentas. Lo que pasa es que el desarrollo también trae esas problemáticas y hoy las grandes obras del departamento están concentradas en el suroeste. Y pues sí, el desarrollo vial se ve, pero entonces la zona también se vuelve atractiva para los grupos criminales”, asegura Brahiam Daniel Montoya, personero de Betania entre 2016 y 2022.

La Alerta Temprana 044 de 2020, emitida por la Defensoría del Pueblo y desatendida por las autoridades, como suele suceder en Colombia, ya advertía eso. Según la entidad, el inmenso eje vial que busca conectar a la región andina con los océanos Atlántico y Pacífico convierte al suroeste antioqueño en una zona geoestratégica para lo bueno, pero también para lo malo, pues articula “las economías ilegales a través de estas carreteras y de extensas zonas selváticas entre los departamentos de Chocó y Antioquia, particularmente para el transporte de precursores químicos e insumos para la producción de drogas ilícitas, así como para el tráfico, comercialización y distribución”.

La alerta cubría los municipios de Andes, Betania, Ciudad Bolívar, Hispania, Jardín y Salgar y avisaba de un escenario de riesgo que afectaba, entre otros, a adolescentes, recolectores, propietarios y/o administradores de fincas de café, “por la disputa territorial por el control de las plazas de narcomenudeo a nivel urbano y rural entre las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC o Clan del Golfo) y La Oficina (de Envigado)”. Tiene fecha del 28 de agosto de 2020. Tres meses después ocurrió la masacre en la finca La Gabriela. Dos meses después, en el barrio La Cuarenta. Nueve meses después, en la finca La Bogotana.

En total, la Alerta 044 de 2020 hizo 28 recomendaciones a distintas entidades, municipales, departamentales y nacionales. “Yo anduve con los funcionarios de la Defensoría del Pueblo cuando vinieron y los líderes comunales se abrieron, les contaron todo, pero la Defensoría está sin uñas porque no tiene una función sancionatoria dentro del Estado, es solo una entidad garante de derechos —afirma el expersonero—. A todas las instituciones públicas presentes aquí en el territorio se les notificó, miren que se está consumando el riesgo, pero ahí quedó eso”.

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María Guillermina Londoño —amante del maquillaje, sociable— presentía que a su hijo mayor iban a asesinarlo. Al menos eso cuentan algunos de sus vecinos de La Cuarenta, con la condición de que no se conozcan sus nombres. Uno de ellos la oyó decir un día, por ejemplo, que si seguía así, Jonathan iba a terminar pronto en el cementerio o en la cárcel.

En los últimos meses, sin embargo, la veían sonreír porque por fin tenía el corazón tranquilo. Luchando contra el prejuicio absurdo de que en una relación de pareja la mujer no puede ser mayor que el hombre, se declaraba abiertamente enamorada de Juan Gabriel Zapata —rumbero, sociable—, “un tipo que no se metía en problemas con nadie”. Su apodo era ‘La Pulga’.

La Cuarenta no es un barrio fácil. La mayoría de sus habitantes son personas muy humildes, que hacen lo que pueden, con lo que tienen. “Esto por acá era muy ‘caliente’, hace tiempos acá vendía droga el que quisiera, no había problema ni con la policía, pero se había calmado. Ahora ya se puso para la banda que lo coja primero”, relata uno de los vecinos. Según informes de inteligencia, la banda que lo cogió primero trabaja para el Clan del Golfo.

“Los grupos paramilitares nunca se fueron de la región. Lo que pasa es que antes del acuerdo de paz había una distribución clara, en algunos territorios estaban las Farc, en otros el ELN, en otros los paras, pero en todo el departamento siempre han estado los paras y su máxima expresión hoy son las AGC, que hacen presencia en el 88% de los municipios”, asegura el defensor de derechos humanos Óscar Yesid Zapata.

Es un dato espeluznante: según la ONG Proceso Social de Garantías, en 110 de los 125 municipios de Antioquia opera el Clan del Golfo. “Y van en expansión, porque luego de la firma del acuerdo de paz esta gente ha avanzado sin mayores obstáculos para copar territorios en los que antes estaba la guerrilla”, le explica Zapata a Vorágine.

Se calcula que cuando hay cosecha llegan al suroeste entre 50 mil y 80 mil recolectores, de los cuales más del 50% son consumidores de sustancias psicoactivas, según las alertas de la Defensoría. Y sí, existe algo llamado Plan Cosecha, un programa que cada año relanzan la Fuerza Pública, la Federación Nacional de Cafeteros y las alcaldías de varios municipios para ayudar a los recolectores, pero todo indica que se ha quedado muy corto ante el avance de las organizaciones criminales.

Se ha vuelto tan común en las fincas de la región el expendio y consumo de droga, sobre todo marihuana, bazuco y cocaína, que los vendedores que están infiltrados en ellas les abren a los recolectores algo así como un sistema de crédito, o de fiado, que se respalda con el dinero que reciben cada sábado por su trabajo.

Zapata, el defensor de derechos humanos, se niega a rotular lo que pasa con la palabra “microtráfico”. Esa se las deja a las autoridades estatales. “Esto es narcotráfico, es un fenómeno a gran escala. Y las AGC, La Oficina y otras estructuras locales están aquí desde hace años. Es increíble porque las autoridades saben que están ahí, que tienen sus plazas de vicio cerca de la Fuerza Pública, pero no hay una intención real de desmantelar esas bandas”. En 2017, a través de un decreto, el Estado se comprometió a hacerlo. Seis años han pasado ya desde ese momento.

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Dos meses antes de la masacre de La Cuarenta, el 22 de noviembre de 2020, y a casi media hora de distancia en una camioneta 4x4 —porque los megaproyectos aún no benefician las vías terciarias de la región, que en muchos tramos parecen más un camino de herradura de hace cinco siglos— se registró otra masacre que dejó 10 muertos.

Ocurrió en la finca La Gabriela, con capacidad para unos 300.000 palos de café, y donde pueden alojarse hasta 400 recolectores en lo más pesado de la cosecha (septiembre-diciembre). Es una de las más grandes del suroeste de Antioquia y, por razones obvias, una de las más buscadas por los trabajadores nómadas y andariegos.

Pero después del 22 de noviembre de 2020, muchos no volvieron.

Uno de ellos sobrevivió gracias a una perrita sin pedigrí y sin dueño, que iba y venía entre los cafetales y empezó a ladrar y hacer “aullidos feos” segundos antes de las 2 de la mañana de ese domingo, cuando diez sicarios irrumpieron en el cuartel principal de recolectores, gritaron un par de veces “¡al suelo!, ¡al suelo!” y comenzaron a disparar indiscriminadamente. De los 14 hombres que a esa hora dormían en el lugar, siete murieron inmediatamente y tres más fallecieron en Medellín en los días siguientes. “Si no hubiera sido por esa perrita yo sería uno de los que estaría ahí muerto”, le dijo el hombre a Noticias RCN un día después de la masacre.

Su voz todavía temblaba. Era el relato de un hombre vencido por la desolación y por el pánico, que tuvo que verle los ojos a la muerte. No era para menos, esa noche de horror no solo fueron asesinados 10 compañeros, varios se habían convertido en amigos verdaderos por el reencuentro obligado de cada año al llegar la traviesa, como se le conoce en Colombia a una de las cosechas del grano, con jornadas de hasta 12 horas, 6 o incluso 7 días a la semana. “No quedamos sino cuatro de ese cuartel, imagínese”, se le oyó decir al hombre en el video, quebrado ya por dentro. El camarógrafo luego mostró el interior del cambuche, con camastros muy precarios y donde seguían pegadas a las paredes las fotos de las esposas y los hijos de los recolectores. Y enfocó afuera, en la zona de los lavaderos y los baños, los pantalones y camisetas raídas que las víctimas habían colgado justo al lado del cuartel, para que el sol los secara ese domingo.

Entre las 10 víctimas de la masacre de La Gabriela había tres ciudadanos venezolanos: los hermanos Juan Bautista y Samir Arturo Rodríguez García, y su primo, Anderson Johan Barón Pérez. Juan tenía 22 años, Samir tenía 20 y Anderson hubiera cumplido 18 años el 1 de diciembre de 2020. Con esfuerzo, los tres habían terminado el bachillerato y habían cruzado la frontera para establecerse en Cúcuta, pero cuando supieron que podían emplearse durante unos meses en una finca cafetera, viajaron de inmediato a Antioquia.

Durante varios días, nadie preguntó por ellos en Medicina Legal de Medellín, hasta que un anónimo llamó a uno de sus familiares en Venezuela, ya extrañados porque los jóvenes llevaban casi dos semanas sin reportarse, para advertirles que no buscaran más, que los tres aparecían en la lista de víctimas mortales de una masacre.

El 29 de noviembre de 2020, solo siete días después de lo ocurrido, el CTI de la Fiscalía y la Policía anunciaron que “en tiempo récord” habían logrado capturar a cuatro de los presuntos sicarios que asesinaron a los 10 recolectores en La Gabriela. Se trataba de José Miguel Pérez, alias ‘Luis’ y señalado como el supuesto líder de una subestructura del Clan del Golfo (30 años); Javier Darío Vásquez Holguín, alias ‘Sangre’ (22 años); Jael Flórez Flórez, alias ‘Bobis’ o ‘Guacuco’ (20 años); y un menor de 17 años, hermano de este último. Según las investigaciones, cometieron la masacre porque en la finca se vendía droga sin permiso de la organización y también en venganza, porque el día anterior le habían disparado a ‘Sangre’.

Inicialmente, los cuatro hombres no aceptaron los cargos. Solo un año y medio después, en julio de 2022, llegaron a un preacuerdo con la Fiscalía para que les rebajaran las penas, que podrían ser de 5 a 9 años de cárcel. ¿Qué más se sabe al respecto? Solo que, aparentemente, alias ‘Luis’ recibía órdenes de alias ‘Carne Rancia’, el mismo que ordenó la masacre de La Cuarenta en enero de 2021.

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El 22 de noviembre de 2020, tras un consejo de seguridad extraordinario realizado en el mismo lugar de la masacre, el entonces ministro de Defensa Carlos Holmes Trujillo (fallecido en enero de 2021); el comandante de la Policía departamental, coronel Jorge Cabra, y el gobernador de Antioquia, Aníbal Gaviria, aseguraron que todo indicaba que la masacre se debía a una disputa interna entre facciones del Clan del Golfo por dominar el mercado del consumo de drogas en la zona. Prometieron que implementarían una estrategia focalizada, llamada “Fincas más Seguras”, que incluiría poner cámaras de seguridad, botones de pánico o identificación biométrica en las fincas de Andes, Betania, Betulia y Santafé de Antioquia para mejorar la capacidad de respuesta de las autoridades, además de disuadir al crimen. Y anunciaron 200 millones de pesos por información que permitiera capturar a alias ‘Rubén’, supuesto líder de la subestructura del suroeste del Clan del Golfo, y hasta 30 millones por el resto de miembros de la organización. Holmes Trujillo, además, prometió que enviarían un refuerzo de soldados a la zona y que crearían un censo de recolectores para “identificar y judicializar a los jíbaros que se infiltran en las fincas cafeteras”.

¿Qué tan útiles son esas recompensas y esos consejos de seguridad que se hacen con toda la parafernalia posible después de que ocurren las tragedias y no antes? Para Óscar Yesid Zapata, de la ONG Proceso Social de Garantías para la Labor de las y los Defensores de Derechos Humanos en Antioquia, son más un “comité de aplausos y no solucionan los problemas de fondo de las comunidades, que necesitan que se implemente el acuerdo de paz y se desmantelen las estructuras criminales”. Así se lo dijo a Noticias Caracol tras la masacre de La Gabriela, la misma que dejó devastada a una familia venezolana y en la que una perrita salvó a uno de los recolectores.

“En esos consejos de seguridad las únicas acciones por parte de las autoridades son ofrecer recompensas y poner un cartel de los más buscados, incluso muchas veces sin foto, por lo que uno no sabe si son reales o no. Se han hecho suficientes llamados a lo largo de los años, pero las situaciones de crisis se atienden con paños de agua tibia. Muchos mandos paramilitares se mueven por la región ‘como Pedro por su casa’ y se sabe que los administradores o dueños de las fincas que no se sometan a lo que ellos quieren son ajusticiados sin que pase nada. Hay finqueros que no más por extorsión les están pagando a los grupos armados unos 10 o 20 millones por cosecha”. Así se lo dijo, frustrado y un año y medio después, a Vorágine.

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Gerardo Úsuga usó por última vez su teléfono celular el sábado 16 de octubre de 2021 para hablar con la persona que más le importaba en el mundo. Eran las 9:32 de la noche.

—Mamá, yo voy el otro sábado y le llevo unas cositas, tranquila. Es que quiero ponerme la segunda dosis de la vacuna y prefiero cuidarme esta semana. Espéreme.

Él estaba en su cambuche de la finca cafetera La Bogotana, que administraba su hermano Óscar Úsuga en Betania. Ella estaba en su casa del barrio Bello Oriente de Medellín, en una ladera repleta de construcciones precarias, desde la que se tiene una vista panorámica y privilegiada de la segunda ciudad más grande de Colombia.

A Gerardo le gustaba juntar el pago de los jornales que recibía como recolector de café durante tres o cuatro meses para luego ‘bajar’ a Medellín y visitar a su madre. No se los bebía ni se los fumaba en el pueblo, no se los gastaba en apuestas, los guardaba para comprarle el mercado, para compartir con ella.

Ese 16 de octubre, en la mañana, Óscar trató de convencerlo para que se fuera a Medellín. “Vaya y descanse que lleva tiempo sin salir, no se espere hasta el otro fin de semana”, nada. “Al menos vaya al pueblo a divertirse o comprarse una muda de ropa”, nada. “Aproveche que es día de pago”, nada. Cuando entendió que no iba a salir de la finca, Óscar le ofreció que por lo menos cambiara el colchón tieso en el que dormía en el cambuche, por uno un poco más cómodo en la casa asignada al administrador de la finca, ubicada a casi diez metros de distancia. Era un espacio apretado para Óscar, su esposa y su hija de 8 años, pero un poco más soportable que los cuarteles que sirven de dormitorio para los trabajadores. Gerardo era terco. Nada.

A las 10:50 de la noche, unos sicarios que se hicieron pasar por policías irrumpieron en la construcción donde Gerardo y otros 25 recolectores dormían durante la cosecha de la traviesa y asesinaron a cinco de ellos, Gerardo incluido. Según los testimonios, todos cayeron boca abajo tras recibir un tiro de gracia.

Fue la tercera masacre ocurrida en Betania entre 2020 y 2021.

—Sería porque quería estar con los compañeros —apura a decir Óscar cuando le pregunto qué razones pudieron llevar a su hermano, rezandero y solitario, de piel morena y baja estatura, a quedarse esa noche en las habitaciones de los recolectores—. La vida es así, ¿no le parece?

Cuando Óscar llegó a la finca hacia la medianoche, porque estaba tomándose unos tragos en el casco urbano del pueblo, y vio a su hermano tirado en el corredor de la casa de dos pisos, ni siquiera pudo agacharse para confirmar si tenía cerrados los ojos. A dos metros había una granada sin explotar que los sicarios lanzaron antes de irse, furiosos porque algunos de los trabajadores de los cuartos en los que golpearon no quisieron abrir las puertas y ellos no pudieron tumbarlas. Los agentes del CTI de la Fiscalía solo hicieron el levantamiento del cadáver a las 8 de la noche del domingo 17 de octubre. Llevaba casi 24 horas muerto.

A Gerardo Úsuga le decían ‘el niño’ porque, a sus 50 años, seguía siendo un ser muy inocente. No tenía esposa ni hijos. No bebía ni fumaba. No se enfiestaba con sus compañeros de trabajo. Vivía por y para su madre.

Por la masacre de La Bogotana, tras la cual las autoridades llegaron a ofrecer hasta 50 millones de pesos de recompensa por información que permitiera dar con el paradero de alguno de los culpables, todavía no hay ningún capturado.

***

Además de la disputa por el control del negocio del narcotráfico y del consumo de drogas, en las masacres de las dos fincas cafeteras se repitieron algunos patrones: los sicarios llegaron a los dormitorios de los recolectores a altas horas de la noche o en la madrugada, en plena cosecha; dispararon de forma indiscriminada y asesinaron a personas que no tenían nada ver con el negocio de la droga, y entre los muertos hubo venezolanos, porque cada vez hay más migrantes de ese país que se emplean como recolectores en Colombia. En La Bogotana murieron tres y en La Gabriela, el mismo número.

Las 18 víctimas de las tres masacres anunciadas que ocurrieron en Betania entre 2020 y 2021 fueron: Gerardo Úsuga. Alex Mendoza. Miguel Mariano Morales. Eduar Alirio Bustos. Javier de Jesús Pérez Flórez. Jonatan Tobón Borja. Franco Luis Comas Álvarez. Yimy Javier Pérez. María Guillermina Londoño. Juan Gabriel Zapata Cano. Jonathan de Jesús Acevedo Londoño. Anderson Johan Barón. Carlos Carrasco Pérez. Los hermanos Alejandro y Yeber Castillo. Los hermanos Juan Bautista y Samir Arturo Rodríguez García. Y un N.N. que no ha podido ser identificado y se calcula que tenía cerca de 30 años.

En la década de 1990, Betania llegó a tener hasta 15.000 habitantes, pero los años más duros de la guerra redujeron su población a menos de la mitad. Así lo recuerda Carlos Mario Villada, actual alcalde del municipio (2020-2023), y quien ocupó ese mismo cargo entre 2008 y 2011. Según él, como la gente se desplazó de forma masiva y decenas de fincas cafeteras fueron abandonadas por sus dueños y duraron años siendo un fantasma, cuando comenzó la década del 2000 en el pueblo no vivían más de 7.000 personas.

Abro un libro: 126 fallecidos por muerte violenta en 1996. 111 en 1997. 103 en 1998. ¿De dónde salen esas cifras? No son de la estación de Policía ni de la Alcaldía. Salen de las estadísticas que Jairo Galeano guarda en su escritorio del Hospital San Antonio.

Galeano tiene 59 años, es un hombre de baja estatura, piel morena, delgado, canoso, lleva gafas y una cadena con una cruz en el cuello. Desde 1982 es el encargado de hacer las necropsias de todas las personas que fallecen en Betania, y muchas veces en los pueblos vecinos. En seis columnas anota a mano la fecha y hora de la muerte, el año, la causa y, si fue violenta, cómo se produjo. Su libro, que nadie le ha pedido que haga, que lleva solo porque le parece importante tener el registro, es tal vez el informe más detallado y fehaciente que existe de la evolución de la violencia en el municipio.

Cuenta —apoyado en sus números— que los peores años del conflicto se vivieron entre 1985 y 2003. En ese momento, dice, los paramilitares se apoderaron de la región a sangre y fuego “y entonces los años siguientes prácticamente no se registraron muertes violentas”, porque impusieron su ley con amenazas, extorsiones y asesinatos selectivos. Aunque los grupos armados nunca se fueron, entre 2010 y 2016 el suroeste vivió una época relativamente tranquila. “Hasta que entró el Clan de Golfo después de que se firmó la paz con las Farc porque les dejaron el camino abierto”, dice.

De 2019 a 2021 murieron de forma violenta en promedio 40 personas cada año, según el libro de Galeano. Algo atroz, inaudito para un pueblo tan pequeño.

A las víctimas de La Gabriela, La Cuarenta y La Bogotana no les hizo las necropsias porque cuando es una masacre y son más de tres muertos, la orden es trasladar los cuerpos a Medicina Legal de Medellín. Pero conocía a varias de ellas y le sigue doliendo que ahora los periodistas visiten por eso su municipio.

Jairo Galeano comenzó como mensajero y hoy, además de ser el receptor de Medicina Legal —nombre oficial del cargo— y el único técnico en imágenes diagnósticas de Betania —saca todos los rayos X—, es uno de sus habitantes más queridos. Durante un tiempo quiso ser sacerdote y luego su sueño fue estudiar medicina. Ahora solo quiere servirle al pueblo haciendo lo que hace y por eso nada que se jubila, aunque ya cumplió los requisitos. “Es que aquí en esta parte de Antioquia somos muy poquitos y me toca dar una mano; además, yo quieto no me quedo”.

—Jairo, ¿a usted le da miedo la muerte?

—¿Miedo? No. Me dan miedo los vivos.

El país de las masacres
Por qué no estás aquí
Compartiendo conmigo
No sabes cómo es esto
Se siente un gran vacío
Cada luz encendida
Es un recuerdo tuyo.
Cómo escapan los recuerdos
Qué hago, a dónde huyo.

Para recordar a su hermano, Óscar Úsuga, el administrador de la finca La Bogotana, hizo un video corto, en formato vertical, con una foto de Gerardo y una de sus canciones favoritas de fondo: Navidad solo, del cantante de música popular Jhonny Rivera. A Óscar nunca le ha gustado esa música, pero ahora la oye mucho porque le recuerda la bondad de su hermano, su desprendimiento. “Aunque duele cada vez que miro el video en el celular”, me dice después de dejar que se reproduzca por 15 segundos. En la foto se ve a Gerardo de orejas grandes y ojos también grandes y expresivos. Lleva un bigote poblado, como de charro mexicano.

—Son cosas que en la vida pasan. Es verdad que no es la primera ni la última masacre y otras familias viven cosas peores, pero esto es muy duro —relata el campesino—. Mi hermano era un beato, era sano, antes yo le guardaba la platica, él no se gastaba un peso. No quería salir ese fin de semana porque decía que quería cuidarse del Covid.

—¿Usted cómo recuerda a su hermano Gerardo? —le pregunto entonces.

—Yo hago de cuenta que no me recuerdo tanto. Mi mamá lo llora todos los días y sí me ha preguntado cómo hago para vivir acá y mirar los cambuches. A mí me toca entrar a organizarlos día de por medio, por la mañana y por la tarde, y siempre pienso lo mismo: “Aquí cayó el hermano mío, aquí me tocó verlo muerto”. Pero eso ya no quiero recordarlo tanto.

Este 2023, si el destino en el que cree fielmente le da una mano, Óscar ya no estará en Antioquia, el departamento con más masacres del país en 2020. De hecho, según Indepaz, entre ese año y 2022 ocurrieron 14 masacres solo en el suroeste antioqueño.

El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres
El país de las masacres

—Uno queda con la zozobra y pues igual yo ya estoy cansado. El pensado mío es que si Dios quiere, trabajo la cosecha de este año y el que viene busco algo lejos, donde nadie me distinga, en otro sitio que esconda menos peligro.

FIN.

El país de las masacres

* El 28 de marzo de 2022 el Ejército de Colombia cometió una masacre en la vereda Alto Remanso de Puerto Leguízamo (Putumayo), que fue cubierta y narrada por Vorágine en su momento. Si quiere leer las historias sobre esa masacre haga clic en los siguientes enlaces:

El operativo del Ejército manchado con sangre de civiles.

Las contradicciones y vacíos en la versión del Ejército sobre operativo en Putumayo.