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El país de las masacres
El país de las masacres

Ferocidad Made in Colombia, ¿por qué somos expertos produciendo horror?

Una investigación científica comprobó lo que ya se sabía pero hacía falta demostrar: la crueldad de la mayoría de los perpetradores de masacres —vinculados a los grupos guerrilleros y paramilitares— suele incubarse en experiencias azarosas, en condiciones de extrema pobreza, abuso y crueldad, especialmente durante la niñez y la adolescencia. ¿Qué descifran las cifras de nuestras violencias? Análisis.

Por: José Alejandro Castaño

A los campesinos, algunos aún agonizantes, les abrían un tajo en la garganta y les estrujaban la lengua hacia afuera, entre espumarajos de sangre y de resuellos. Lo llamaban corte de corbata, por el colgajo en que quedaba convertido el órgano, atado al cuerpo y exhibido así, de modo abominable. En los listados de la tortura universal —que indaga y reproduce el cine, la televisión, la literatura, la música, las expresiones del arte popular—, ese tipo de muerte tiene denominación de origen, igual que los licores o los alimentos más preciados: se conoce como Corbata colombiana, una distinción ignominiosa. “Oye pana, no me gusta nada la corbata colombiana (…) Si querían darme un susto, si querían asustarme, con matarme o insultarme ya tenía yo bastante”, cantan los integrantes de Siniestro Total, un grupo de música punk-rock de Vigo, España. El escritor británico John Le Carré la menciona en su novela El infiltrado: “¿Sabes qué es esto, Harry? (…) La lengua del doctor Apostoll saliéndole de la garganta, a la colombiana”. Hay quienes bromean y Colombian necktie también es un disfraz de Halloween en Estados Unidos.

Los primeros verdugos en afinar esa crueldad fueron los chulavitas, un ejército paramilitar auspiciado por los gobiernos conservadores de Mariano Ospina Pérez y Laureano Gómez que, a mediados del siglo pasado, y con la bendición de la jerarquía eclesial, desató una persecución contra sus contradictores liberales, conocidos como cachiporros o chusmeros. La dicotomía es parte de nuestra neurosis y los defensores de la institucionalidad, el credo católico y la raigambre social más rancia y clasista, se autoproclamaron personas buenas, incluso santas, en contra de personas malas, incluso demoníacas. Pero el estrujamiento de la lengua por la garganta fue apenas una de otras barbaridades. Los patibularios chulavitas reventaban ojos, cortaban orejas, amputaban senos, tronchaban dedos, empalaban anos y vaginas… Los nombres de sus peores torturas son célebres: cortar a lo franela consistía en cercenar penes y testículos y en ponerlos en la boca; bocachiquiar, en machetear por la espalda; cortar a lo florero, en meter brazos y piernas dentro de los troncos; tamalear —que también se conocía como picar para llevar—, en machacar.

Reducir los cuerpos a girones, incluso los de niños o los de ancianos, ha sido una costumbre nacional, una infamia de los unos en contra de los otros. No hay actor del conflicto armado colombiano, incluidas las fuerzas militares y policiales del Estado, que no se haya salpicado con la sangre de inocentes martirizados. Los números son siempre aproximaciones que permiten imaginar el tamaño de las heridas, el raudal de sangre derramada. Según las cifras de la Comisión de la Verdad, 450.664 personas fueron asesinadas en medio de la barahúnda del conflicto armado colombiano entre 1985 y 2018. Pero el subregistro, calculado con base en la estimación del universo de homicidios, pudo sumar 800.000 víctimas, dos veces la población de Manizales, ciudad intermedia en el corazón andino del país. Se trata de la mayor catástrofe humanitaria del continente en el pasado medio siglo. 121.768 personas fueron desaparecidas, decenas de miles de ellas enterradas en fosas comunes o lanzadas al caudal de los ríos; 80.514 personas fueron secuestradas y 24.600 asesinadas en masacres, uno de los modos más eficientes de instrumentalizar el horror y propagar el miedo. ¿Qué hace a los colombianos proclives al ludibrio, la vileza, la crueldad, la violencia extrema?

Numerosos investigadores se han planteado la cuestión sobre las dinámicas particulares y colectivas que, en Colombia, favorecen la participación de ciertos individuos en grupos armados ilegales y su degradación posterior —a veces de manera dramática y vertiginosa— en actos de suma crueldad: violaciones, torturas, martirios prolongados, masacres, desmembramiento de cadáveres… Una de esas investigaciones es la de dos neurólogos prominentes, los doctores Hernando Santamaría, investigador del Centro de Memoria y Cognición Intellectus, del Hospital Universitario San Ignacio, de Bogotá; y Agustín Ibáñez, director del Centro de Neurociencias Cognitivas, de la Universidad de San Andrés, en Argentina. La suya es una investigación colosal que incluye los testimonios de 26.000 excombatientes guerrilleros y paramilitares que, para acogerse a los beneficios del programa de desmovilización, debieron confesar los crímenes que cometieron y precisar los detalles de su participación en ellos. Esta es la muestra más grande que se haya analizado en un estudio empírico sobre la violencia en Colombia, algo así como el archivo de las atrocidades de nuestra violencia, contadas esta vez por los victimarios, no por las víctimas.

Para poder analizar esa enorme cantidad de testimonios, los investigadores recurrieron a procedimientos de la Inteligencia Artificial conocidos como deep learning, algoritmos matemáticos inspirados en el funcionamiento del cerebro humano que permiten un aprendizaje progresivo y de comprensión de enormes cantidades de información. Ese tipo de tecnología se usa en muchas industrias: en el descubrimiento de medicinas, el pronóstico de enfermedades y hasta el diseño y desarrollo de vehículos autónomos. Las decisiones sobre las medidas de control social en la reciente pandemia del Covid-19, por ejemplo, se tomaron a partir de la prospección de escenarios, con variables de análisis como la incidencia de las vacunas o las restricciones de movilidad. Gracias a las herramientas de deep learning, los científicos pudieron anticipar las escalas de propagación del virus y tomar recaudos con altos porcentajes de acierto. Esa tecnología predictiva, de análisis complejo, fue la misma que se usó en la investigación sobre los factores desencadenantes de nuestras peores violencias. ¿Qué hallaron Hernando Santamaría y Agustín Ibáñez?

En resumen, algo que ya se sabía, pero que hacía falta probar de un modo indiscutible: que la violencia de los grupos armados que padece Colombia es el resultado de un conjunto de factores sociales interrelacionados, cosidos como los hilos de una misma madeja. Es decir, que uno solo no se explica sin los otros. ¿Se puede elegir un dominio cognitivo que prediga la violencia? No. Quienes insisten en que los colombianos son violentos por naturaleza no saben de qué hablan. Lo mismo quienes creen que categorías morales como el resentimiento social, la maldad o la codicia sirven para explicar por completo la causa del derramamiento de tanta sangre. Los científicos encontraron que cada factor que incide en las prácticas de la violencia solo tiene un valor ínfimo de predicción, por significativo que este sea. ¿Qué provoca más reclutamiento de jóvenes en los grupos armados?, ¿la pobreza, el desempleo, la deserción escolar, la violencia intrafamiliar, los abusos sexuales, la orfandad, el hambre? La respuesta es: ninguno más que todos a la vez. O sea: corregir una sola de esas realidades —lo que por supuesto es urgente— resulta insuficiente.

Incluso factores individuales como el trastorno antisocial de la personalidad, la impulsividad o la desinhibición, todos asociados con comportamientos violentos, tienen una incidencia menor a la que, en cambio, sí tienen los contextos sociales. Una persona diagnosticada sociópata, es decir con tendencia a hostigar a los demás, a manipularlos, a tratarlos con crueldad sin sentimientos de culpa o de remordimiento, tiene menos posibilidades de integrarse a un grupo armado si cuenta con un entorno de respeto, solidaridad y seguridad emocional. Y lo contrario, una persona empática, incluso bondadosa, puede terminar cometiendo actos de suma crueldad, si su contexto es de pobreza extrema y violencia. La posibilidad de que un individuo ejerza la violencia depende, en gran medida, de su contexto social, de que sus padres, hermanos o hijos hayan sido sometidos a vejámenes, de que él mismo haya sido víctima o haya atestiguado crímenes contra otras personas. Las variables modeladas por Hernando Santamaría y Agustín Ibáñez concluyeron que las adversidades sociales tienen mayor incidencia que las patologías individuales. En general, la nuestra, enorme, es una violencia de circunstancias.

R., un campesino de Garzón, en el Huila, admitió haber participado en la retención de cinco hombres, a quienes él y sus compañeros fusilaron y luego machetearon y enterraron. Antes de hacerse guerrillero, R. se reconocía una persona tranquila, paciente, buen vecino y compañero honrado, enemigo de las peleas y de los malos tratos. Nunca me gustaron las injusticias, dice. Él nunca fue capaz de torcerle el cuello a una gallina, o de machetear una culebra. De niño, a R. le daban miedo los truenos y los relámpagos, y no se subía a los árboles por temor a caerse. ¿Qué pasó? ¿Qué hizo que su carácter personal cambiara de un modo tan severo? Él tiene claro el día y las circunstancias de esa muda. Fue un domingo en El pantano, en Garzón. Seis hombres arrastraron a su hermano mayor y luego lo mataron de dos tiros de fusil en la cabeza. Él lo vio todo por el orificio de una pared, en el segundo piso de una casa vecina en donde se escondió. Tenía quince años y ya no fue el mismo. A los que veía cuando disparaba, cuando descargaba el machete, era a los asesinos de su hermano, fueran jóvenes o viejos. Y no sentía remordimiento sino, peor, más rabia. La suya era una sed que no saciaba.

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Las masacres son un festejo para quienes las cometen, tienen que serlo. Sus causantes no se enfrentan a enemigos que puedan matarlos, de manera que los homicidios simultáneos de personas indefensas no se cometen para huir o sobrevivir. Tampoco son el resultado de la casualidad, una reacción instintiva, momentánea, súbita. Son lo contrario: actos discurridos, a veces de modo milimétrico, con total premeditación. Y su finalidad, el interés que las impulsa, suele estar más allá de la muerte misma. Las masacres suponen un exceso previsto, voluntarioso, por eso sus víctimas se dejan apiladas a la vista, para que sean pormenorizadas y memorizadas. Según Indepaz, todo homicidio intencional y simultáneo de tres o más personas en estado de indefensión tipifica una masacre. Entre el 7 de agosto de 2018, cuando comenzó el gobierno de Iván Duque, y el 7 de agosto de 2022, cuando terminó, se cometieron 313, en las que murieron 1.192 personas. Son cifras para leer con todas sus letras: trescientas trece masacres, mil ciento noventa y dos asesinados. ¿Qué tienen en común los perpetradores de masacres?

Uno de los rasgos más comunes que se leen en los testimonios de quienes han perpetrado masacres es la pulsión de odios y rencores heredados, de deseos de venganza. En algunas de las fotografías de los sucesos del Bogotazo, posteriores al asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, se puede ver a hombres entre la turba con sables de la Guerra de los Mil Días, ocurrida casi cincuenta años antes, entre el 17 de octubre de 1899 y el 21 de noviembre de 1902. Pocas escenas a blanco y negro son más elocuentes. Esos sables antiguos, que uno puede imaginar guardados en zarzos, en baúles, debajo de los colchones, nunca fueron olvidados. Urgidos por el vértigo de un odio de pronto renacido, fueron empuñados otra vez, enarbolados y eventualmente asestados contra otros con total impunidad. Se usaron para matar en el pasado y se usaron para matar en el presente. La herencia pues no es solo el arma, también es, sobre todo, la certeza de su utilidad, y el convencimiento de que es lícito usarla en las circunstancias que el heredero considere válidas, que él crea y decida. La repetición es un rasgo neurótico de nuestra realidad violenta. ¿De qué se trata?

La neurosis es una dolencia psicógena cuyos síntomas, según la teoría psicoanalítica, cumplen una función simbólica que pretende poner en escena un viejo conflicto infantil. El síntoma neurótico es un retorno del olvido recordado. En los relatos de nuestra neurosis común, ese influjo tiene forma de reincidencia, de redundancia. Hay casos documentados de desmovilizados que hicieron dejación de armas, primero con grupos guerrilleros y años después con grupos paramilitares, como si fueran otras personas, pero son justo las mismas. Tienen pues razón los que dicen —y la ciencia sustenta su argumento sin ninguna duda— que la violencia armada en Colombia guarda una relación de causalidad con las circunstancias de injusticia social que lastra a veintidós millones de personas por debajo de la línea de pobreza. Ahí, más que en los rasgos individuales, yace dormida, en plena gestación, la siguiente descendencia de combatientes armados, fratricidas. Los científicos piden abrir los ojos, prestar atención. Hay señales por todos lados.

El neurólogo Agustín Ibáñez recuerda que buena parte de los perpetradores de masacres proviene de sectores vulnerables de la sociedad, personas que tienen en común realidades de extrema pobreza, bajos niveles de educación y antecedentes de abuso infantil y violencia sexual. Las cifras lo descifran: muchos de ellos han sido víctimas del conflicto armado y su participación en los grupos guerrilleros y paramilitares —que puede ser forzada—, a veces es voluntaria. Cuesta creerlo pero es verdad y está documentado: hay hombres y mujeres en Colombia con vidas tan azarosas y crueles, que la guerra les resulta una tregua, casi un remanso de paz, algo así. Lo siguiente se lee como colofón, pero puede ser apenas el comienzo: en lo alto del escudo nacional, sobre los demás estandartes patrios, despliega las alas un majestuoso cóndor, un ave carroñera.